banner edicion impresa

Cultural Más Cultural


Globos Aerostáticos

Globos Aerostáticos


Publicación:22-05-2022
++--

¿Qué he hecho de mi vida? ¿Hice algo bueno y bien? Me gusta pensar, en este momento al menos, que sí

Inflación corrupta

Carlos A. Ponzio de León

Martín creció en un pueblo del Estado de México, en un rancho con caballos, vacas, cabras, cerdos y gallinas. Su padre se hizo cargo mientras Martín y su hermano Efraín iban a la escuela rural, hasta que la abandonaron a los diez años. El padre vivía de los animales y Martín creció amándolos como si se trataran de personajes míticos o bestias de extraordinaria belleza y ternura. Y aunque a ninguno de los dos hermanos les gustaba el rancho, aguantaron ahí, aprendiendo lo que pudieron de su padre hasta los doce. Luego se fueron a la Ciudad de México. Lo peor del rancho era el calor del verano y el olor de las heces. Contaban con electricidad, pero su costo era altísimo como para tener ventiladores en los cuartos sin ventanas: agujeros rectangulares cubiertos con pedazos de sábanas, de una casa en ladrillos rojos, con secciones de las paredes cubiertas con cemento. “El calor no deja hacer nada allá. Tons nos vinimos para acá”, le dijo Martín al gerente del restaurante con quien se entrevistaba en ese momento para el puesto de “valet parking”. 

Había aprendido a manejar el carro de su padre en uno de los veranos en que regresó a pasar las vacaciones al rancho, desempleado, a los quince. A los dieciséis regresó a la Ciudad de México y tuvo varios trabajos de mandadero: perfeccionó su conducción al volante. En el restaurante, lo único que tenía que hacer era mover carros algunos cuantos metros, “pa’delante y pa’tras”.  Recibía propinas de veinte o treinta pesos, diez o quince veces al día. Más el salario mínimo: sacaba quinientos o seiscientos diarios.

El tema era que también había que mantener a la familia de su hermano, quien se encontraba sin chamba. A los pocos meses, Martín habló con el gerente del restaurante para que, sin pagarles más, permitiera que su hermano Efraín, sustituyera a Martín en el trabajo diario de siete de la mañana a once de la noche. Un día uno, un día el otro.

Entonces se vino la Pandemia con todo y todo. Los hermanos regresaron al rancho mientras se normalizaba la situación. En una de las borracheras con los vecinos, un viejo gruñón que usaba sombrero de paja y que tenía una perra que acababa de tener cachorros, dijo que iba a tirar a la basura a los perritos que le habían sobrado sin poder vender. “Yo te compro uno”, le dijo Martín. “dame lo que quieras y llévatelo”. Martín extrajo de su cartera un billete de quinientos pesos.

Cuando los semáforos de la pandemia bajaron la intensidad de su color, Martín regresó a la Ciudad de México con todo y su Pitbull Blue, color gris azulado. Era su única compañía: lo dejaba todo el día en la zotehuela del departamento que rentaba cerca de Texcoco, a una hora en carro de su trabajo en la colonia Nápoles. Salía de su casa a las seis de la mañana, regresaba a las doce de la noche. Llegaba a servir comida, a limpiar las heces del perro y a dormir abrazado al Pitbull. Al día siguiente le tocaba convivir con su animalito, pues a Efraín, su hermano, era a quien le correspondía estacionar autos en el restaurante.

En día libre, Martín sacaba al Pitbull a correr al parque situado a dos cuadras de su edificio. Y cada que podía, le compraba una pelota de tenis o incluso una más grande, de plástico, pero al perro poco le duraban, las deshacía fácilmente. En cuestión de horas tronaba cualquiera intento de balón. Si era domingo, Martín cruzaba el tráfico en auto, con el perro sentado a los pies del asiento del copiloto, para que su mascota conviviera con otras en el Parque México de la Colonia Condesa. 

El Pitbull fue creciendo bajo la comodidad de la sombra del cariño del amo. Perro fortachón. Martín le daba arroz y verduras, además de la dieta regular de croquetas. Mil quinientos pesos al mes, gastaba Martín en alimento para su mascota. Hasta que las cosas regresaron a la nueva normalidad y los precios comenzaron a subir en la Ciudad de México. Martín no sabía de números, ni de porcentajes, ni de economistas, ni de neoliberales, solo escuchaba en las noticias decir que aquello era: la corrupta inflación. Él seguía ganando lo mismo, los ricos seguían yendo al restaurante donde trabajaba, pero la inflación la sufría en el plato del que comía cada día.

Primero, no pudo pagar el gas. Se lo cortaron y empezó a bañarse a las cinco de la mañana, como antes lo hacía en el rancho: con el agua helada del cielo que desprotege a los pobres. Hasta que se volvió costumbre. Cuando apareció el invierno, el temporal trajo consigo alimentos aún más caros y… la reseca oferta de un vecino: “Su animalito está muy bueno para la monta. Se lo compro en quince mil pesos”.

El pecho se le abría a Martín en enero, como si lo despedazara un témpano gigante en forma de hacha. Fue el día último del mes que le entregó su animalito al vecino, con collar y su cama Violetzi, lujo que ni siquiera se había dado a él mismo, pero que había podido regalarle a su mascota: la que más amaba en la tierra, y en el universo.

Carta a las estrellas

 Olga de León G.

He postergado demasiado este acercamiento con mis seres más queridos que ya no están en el mundo de los vivos: los que siempre están de prisa, sin tiempo para lo verdaderamente importante, pero tampoco para los detalles más sutiles con los que se entretejen los lazos de amor, de amistad y de lealtad, a prueba de tentaciones para caer en el olvido de las convicciones propias.

Cuando los rayos del sol llegan hasta mi ventana, me levanto y miro por ella al cielo. Para mí, es un acto de memoria y honor merecido a mis padres y un par de adorables tías (¡tan diferentes entre sí!), una de ellas fue como una abuela.

Entonces, a esta altura de mi vida y durante el tiempo recorrido, de pronto, pienso: ¿cómo nos verán nuestros padres? ¿Cómo ven a su hija? No puedo imaginarlos en otra parte: como espíritu corpóreo, en el cielo; y como fantasmas, seres etéreos, a ratos o casi siempre: cuidando mi paso, mi sueño del lado que duermo, en la cocina, en la estancia mientras trabajo revisando o editando… O, como ahora, cuando escribo…

Lo sé, aunque no siempre los siento, ni estén los dos al mismo tiempo. A veces, a mi madre le gusta ir con su nieta, y observarla dando sus clases de Ballet; otras, se sienta a escuchar al nieto, mientras interpreta algo al piano o improvisa con el Sax, uno de sus ritmos favoritos, jazz.

Qué lejos y qué cerca está el cielo. Algunas noches siento que en la casa no hay techo y por los cuartos que recorro, veo solo nubes, estrellas, constelaciones y uno que otro aerolito cruzando la parte del firmamento que tengo a la vista. No se lo cuento a nadie, porque dirían que estoy delirando o inventándome alguna historia que luego volveré cuento. No es así. Yo sé bien lo que veo, y lo que solo invento o imagino.

…sí, sigo retardando la redacción de mi misiva, prologando, introduciendo: me encanta regodearme en los inicios. En fin:

¿Qué he hecho de mi vida? ¿Hice algo bueno y bien? Me gusta pensar, en este momento al menos, que sí. Mas sé que me falta tanto por hacer, y no sé si me queda tiempo suficiente para ello. ¿Pensaremos igual, en este sentido, todas las mujeres y hombres que estamos en los setenta o más, y nos sentimos con fuerza y capacidades para seguir viviendo?

Papá, me hiciste mucha falta… especialmente a los veinticinco y veintiséis, cuando nació tu primer nieto. Luego durante todo mi recorrido por las aulas universitarias, por algunos vericuetos y escollos que como trampa me fue poniendo el destino. Creo haber salido “avanti”, de todos ellos, pero cuesta… y, duele, más que el tropezón o la dura prueba, las injusticias que tuve que soportar, en aras de no perder ni mi estatus profesional, ni el modesto ingreso, porque lo necesitamos… es el pan de cada día de la clase media, honesta y trabajadora. 

Confío en que mi dignidad, apabullada a veces, siga intacta.  Eso pienso, como que la dignidad no se pierde por aceptar errores de otros como propios, ante el dilema de quedarme sin oficio: enseñar y motivar a crecer y ser hombres y mujeres libres con principios sólidos y carácter humano, antes que fariseos y superficiales.

Padre: espero te agrade verme como soy, no como creo ser. Y, sobre todo, que mirando a mis hijos -tus nietos- educados para ser mujer y hombre de fe, en libertad, con capacidad de dar y amar, a quien realmente los ame, descubras en ellos vestigios de tu educación. Que ellos nunca olviden los lazos que los unen, ni el pasado; ni lo que sus padres fueron y son. Sin estancarse, antes bien mirando hacia el futuro con ojos nuevos, como de niños, descubriendo cada nube y cada estrella… y entre ellas, a sus abuelos.



« El Porvenir »