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Fantaseando entre viejos lienzos

Fantaseando entre viejos lienzos


Publicación:13-11-2021
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Una nube negra ensombreció el cielo para esconderla

El castillo de Kítezh

Carlos A. Ponzio de León

Lavrina, sentada sobre una enorme roca azul en el centro del bosque, escuchaba el sonar del agua del río. Y al notar que una lagartija descendió deprisa por el tronco de un árbol buscando meterse en un agujero, en la tierra, prestó mayor atención a lo que oía: La corriente del río le daba aviso de una manada de caballos que se acercaban, cabalgados por la realeza y sus soldados, intentando llegar a la cercana ciudad de Kítezh. Tras ellos, el ejército mongol los perseguía, buscando darles muerte. Lavrina se levantó sacudiéndose sus manos y juntándolas alrededor de sus labios para acrecentar el sonido: emitió un canto que atrajo a su alrededor el vuelo de los ruiseñores del bosque. “Debes esconderte en tu cueva, bella niña”, le dijo el coro de aves. Una nube negra ensombreció el cielo para esconderla y, de la oscuridad nebulosa, emergió un águila en descenso que chillaba: “¡Corre, Lavrina!

      La joven se adentró en la senda por la que había llegado, a pasos veloces y agigantados, detrás de mariposas blancas que le alumbraban el camino en la oscuridad. Al llegar a la cima, frente a la cueva, giró su cuerpo para mirar el horizonte inflamado en niebla. Una lluvia espesa de gotas pesadas se desató tras su entrada.

      A la mañana siguiente, el brillo del sol no contaba con la arrogancia acostumbrada. Lavrina descendió, caminando cuidadosamente por el fango, mientras sus pies descalzos disfrutaban de la suavidad de la tierra esponjosa. Al llegar al río, notó la ausencia de lagartijas y escarabajos, de abejas y mariposas. Se dirigió a la enorme roca azul que prefería y la trepó. Contempló el silencio, presente como la quietud del río que ni siquiera se movía a través de sus aguas. Lavrina suspiró ligeramente y encorvó su delgado cuerpo. Deseaba saber si el peligro había pasado; pero no había creatura a quién preguntarle. El movimiento del río estaba cerrado para una plática. Lavrina se sentó con calma sobre la roca, húmeda aún.

      De pronto, el crujir de una rama hizo eco. Lavrina notó una sombra que se movía entre los árboles. Colocó su pie derecho sobre el fango y se quedó quieta. Una voz la sorprendió detrás: “Hola”, le dijo un joven en camisa negra, cuello oblicuo y pantalón igualmente negro, quitándose el sombrero. “Mi nombre es Yuri”. “¿Cómo el príncipe?”, preguntó Lavrina. Él asintió con el parpadeo de sus ojos negros.  Las ramas amarillas de los árboles comenzaron a moverse. El viento sopló levantando hojas secas de entre las piedras, y el río reanudó su corriente agitadamente. Varios soldados se acercaron. “Joven Príncipe, debemos regresar a la ciudad de Kítezh. El enemigo se acerca y cruzará este bosque”.

      El Príncipe sembró su mirada tierna sobre la de Lavrina. Alzó la mano para despedirse, y ella sintió que el correr de su propia sangre retrocedía. Las piernas le temblaron bajo su falda de percal, y una gota de lluvia cayó sobre el reverso de su mano. Lavrina no había visto joven alguno durante años, a lo largo de su eterna juventud. “Espera”, le respondió mientras se acercaba a un árbol cuyas hojas parecían ser moringa. Cortó una rama y regresó junto a su efímero amigo. “Guarda esto en tu bolso. Traerá buena suerte”. 

      Un relinchido se escuchó por el bosque mientras el Príncipe subía a su caballo blanco. “Andando”, dijo el jefe de la guardia, y se alejaron presurosos. Lavrina se acercó al río y metió su mano agitando un pequeño remolino. La imagen del castillo real de la ciudad de Kítezh apareció en el agua. “Es el futuro”, escuchó Lavrina decir al viento. De pronto se acercaron fuerzas enemigas rodeando el alcázar para incendiarlo. La familia real emergió en la imagen: colgados de los balcones, incluyendo al Príncipe Yuri. Lavrina se alejó empujada por un tsunami originado en el río.

      Llevó sus manos al rostro para llorar, cuando una abeja se acercó a su oído. “Reza”, le dijo el animalito. Lavrina tomó agua de la vertiente con una concha y se dirigió a su cueva. Se hincó sin prisa, enmarcada por la oscuridad del recinto, mirando la luz gris del horizonte afuera. “¿Cómo se reza?”, se preguntó. Notó junto a ella, a un gusanito que se le acercaba. Lavrina agachó su cabeza y escuchó palabras que repitió, una y otra vez en círculo, lentas notas que al final figuraban arabescos rápidos. 

      Al concluir, miró el agua en la concha y notó que el castillo real se volvía invisible frente a la mirada atónita de sus atacantes, que en ese momento arribaban. Estremecidos a la vez por el levantamiento en el aire de un lago cercano, huyeron del sitio y… jamás volvieron

El puente de los deseos

Olga de León González

Cuando don Quijote regresó tras la primera salida a su hogar, donde lo esperaban su fiel ama, su sobrina -cuya edad no pasaba de los veinte años-, el cura del pueblo, con quien tenía más acuerdos que desacuerdos, si bien algunos irreconciliables, especialmente en materia de juegos de mesa y lecturas de libros de caballería, el noble caballero de la adarga antigua y el rocín flaco, llegó a tiento y rastras, y forzado por un profundo desfuerzo de todo su cuerpo, en particular de sus piernas flacas y sus aporreados brazos.

Lo llevaron a su cama entre el ama y el cura, y lo dejaron dormido tan profundamente que pareciera que se hubiese desmayado en cuanto su cabeza tocó la almohada. Lo taparon con un poncho de España, ¿Argentina o Rusia?, y un zarape mexicano, que sus múltiples admiradores le habían llevado o enviado con un propio hasta allí, en cuanto supieron de sus hazañas y su regreso a “La Mancha”.

Tal era para entonces ya la fama del desfacedor de entuertos y salvador de doncellas cautivas en las más recónditas torres de diversos castillos, por el mundo de la Europa, Asia y Turquía y hasta lejanas islas, apenas conocidas.

Y, mientras los amigos y familia ideaban qué decirle cuando despertara, para desalentarlo de volver a las andadas. Don Quijote de la Mancha viaja en sus sueños por la India o las Indias, lo cual no queda claro del todo. Pero, sí que allí fue en donde encontró una hermosa princesa que era presa de las costumbres de antaño; las que sometían a las mujeres a los quehaceres del hogar: atender al marido, o al padre y los hermanos varones si no eran casadas; tejer, bordar y cocinar, si sus familias eran adineradas.

      Tal como debían serlo, pues que el caballero, recién armado tal en la Venta a la que llegó en su primera salida y que confundió naturalmente con un reino, y de donde partió con rumbo de regreso a su hogar en busca de un escudero y cuanto el Ventero, “rey”, le dijo que necesitaba todo caballero andante, no podía menos de entablar conversación que con una princesa o reina.

Y no es que el manchego caballero desestimase a otras mujeres, pero ciertamente ya tenía puestos sus intereses y amor y batallas a quién ofrendar, en una sola mujer que superaba a cualquiera, aun a las de sus sueños; esa era la princesa de la región del Toboso, muy cercana a su vecindad, llamada por él Dulcinea del Toboso.

      Enredados como estaban sus pensamientos por la calentura que le trastornó las razones, en sueños se veía en la India o las Indias, región -la primera- de uno de sus enemigos. En fin, que, pasadas casi setenta y dos horas, se despertó y trabó relación con Sancho, un labriego pobre de su región a quien propuso darle parte de lo que conquistara y a los malandrines les quitara, si se iba con él a conquistar el mundo y salvar doncellas.

      Así con esas ideas inició su segunda salida. La princesa de sus sueños, fue Dulcinea; y sus acérrimos enemigos, los molinos de viento que reconoció como gigantes con los que tuvo desigual encuentro bélico, por más que Sancho le dijera que solo eran Molinos de viento.

      Hasta que -un día- llegaría a la capital de su geografía real, fantástica y de ficción: La cueva de Montesinos…

      Pero, ¿qué hago yo aquí, perdida en medio de estas lucubraciones ya mucho mejor producidas y narradas por Cervantes? ¡La ciencia y las artes me perdonen! Nada, apenas si reconocerme mujer domeñada que no deja de soñar, con que: un día, el día menos esperado, el más gris o luminoso de mi vida, un noble caballero me habrá de salvar de la torre en la que, por años -creo que durante toda mi prosaica vida-, he estado cautiva y atrapada sin más salida que mi loca imaginación… y mi pluma.

- Poesía, en dónde estás, cómo puedo ser tuya, aunque tú no seas ni mi 

dueña ni mi dueño: tan solo la forma en que mi aliento viva o muera, ¡al fin!

      



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