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Este es mi Hijo, el amado

Este es mi Hijo, el amado


Publicación:04-03-2023
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La Iglesia celebra hoy el Domingo II de Cuaresma, que se caracteriza por tener como Evangelio propio el relato de la Transfiguración del Señor

La Iglesia celebra hoy el Domingo II de Cuaresma, que se caracteriza por tener como Evangelio propio el relato de la Transfiguración del Señor, en el cual sobresale la impactante declaración respecto de Jesús: «De la nube salía una voz que decía: “Este es mi Hijo, el amado, en quien me complazco; escuchenlo”».

Esta sentencia se presenta como una confirmación de lo ya declarado por la Voz del cielo que resonó con ocasión del Bautismo de Jesús, diciendo: «Este es mi Hijo, el amado, en quien me complazco» (Mt 3,17). Quien se expresa así no puede ser otro que «el Padre de Jesús». Ese episodio es claramente trinitario, porque está también presente «el Espíritu de Dios», que bajó del cielo en la forma visible de una paloma y se posó sobre Jesús. La tradición oriental ve también en el episodio paralelo de la Transfiguración de Jesús una manifestación de la Santísima Trinidad, identificando al Espíritu Santo en aquella nube luminosa que cubrió con su sombra (ep-eskíasen) a los tres apóstoles Pedro, Santiago y Juan. Con esa misma imagen describe Lucas al Espíritu Santo en las frases paralelas con que explica a la Virgen María la concepción en su seno del Hijo del Altísimo: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti; la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra (ep-iskiásei)». Reconociendo al Espíritu Santo en esa nube que cubrió con su sombra los apóstoles se nos revela que Él es el «ambiente» en el que la Palabra de Dios debe ser acogida.

El domingo pasado -Domingo I de Cuaresma-, en el relato de las tentaciones a las que fue sometido Jesús, dos veces resuena la condición puesta por Satanás: «Si eres Hijo de Dios…» (Mt 4,3.6), induciendolo así a hacer una demostración de su poder divino. En ambos casos la condición queda insatisfecha, porque Jesús nos enseña que Él más se revela como Hijo de Dios, como el amado que complace plenamente a su Padre, por su obediencia que por su poder. La misma condición resuena en el momento de su muerte en la cruz, en boca de los que pasaban: «Si eres Hijo de Dios, salvate a ti mismo y baja de la cruz» (Mt 27,40). Pero Jesús se reveló como Hijo de Dios «haciendose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (cf. Fil 2,8).

Ya habían llegado los apóstoles a esa afirmación respecto de Jesús, cuando Él vino hacia ellos, que estaban en la barca en medio del lago, caminando sobre el agua e hizo caminar también a Pedro: «Los que estaban en la barca se postraron ante Él diciendo: “Verdaderamente eres Hijo de Dios”» (Mt 14,33). Esa declaración se basaba en una manifestación de su poder y por eso su fundamento no era firme (cf. Mt 24,24).

Más adelante, respondiendo a la pregunta de Jesús: «¿Quién dicen ustedes que soy Yo?», Pedro, en representación de los Doce, declara: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,15-16). Jesús acepta esa declaración como la verdad respecto de su Persona: «Esto te lo ha revelado mi Padre, que está en el cielo». Y da a Pedro un poder que garantiza a sus discípulos de todos los tiempos la unidad en la verdad: «Lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo y lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo» (Mt 16,17.19). Pedro ha declarado que la verdad que nosotros profesamos: «Creo en Jesús Cristo, su único Hijo (del Padre), nuestro Señor…», está desatada. Era necesario que la desatara también Dios. Eso es lo que Dios hizo seis días después.

«Seis días después, tomó Jesús consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los llevó aparte, a un monte alto. Y se transfiguró delante de ellos: su rostro se puso brillante como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz». El verbo «se transfiguró» traduce la expresión griega: «cambió de forma». El mismo que «estando en la forma de Dios no consideró el ser igual a Dios algo que arrebatar, sino que se vació de sí mismo y tomó la forma de esclavo» (Fil 2,6-7), ahora, por un momento, retoma su forma de Dios. ¿Cuánto duró? El Evangelio no lo dice porque es imposible; los tres apóstoles entraron en una esfera en que el tiempo no tiene sentido; gozaron de un anticipo de la eternidad, en la que con razón quieren establecerse: «Señor, bueno es estar nosotros aquí. Si quieres, haré aquí tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». Mateo omite el comentario que hace Marcos en el lugar paralelo: «No sabía qué decir» (Mc 9,6). En realidad, Pedro sabe lo que pide. Pero no era el momento ni para él ni, sobre todo, para Jesús. Jesús debía cumplir su misión de «entregar su vida en redención de muchos» (cf. Mt 20,28) y Pedro debía seguirlo por ese mismo camino: «Otro te ceñirá y te llevará adonde tú no quieras» (cf. Jn 21,18-19.22).

«Todavía estaba Pedro hablando, cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y de la nube salía una voz que decía: “Este es mi Hijo, el amado, en quien me complazco; escuchenlo”. Al oír esto los discípulos cayeron rostro en tierra llenos de temor». La voz del Padre de Jesús ha confirmado lo declarado por Pedro seis días antes. También Él ha desatado la confesión de Pedro: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo».

Cuando pasó la visión, «Jesús, acercandose a ellos, los tocó y dijo: “Levantense, no teman”. Ellos alzaron sus ojos y ya no vieron a nadie más que a Jesús solo». Jesús había retomado su forma de esclavo para seguir su camino.

«Cuando bajaban del monte, Jesús les ordenó: “A nadie cuenten la visión hasta que el Hijo del hombre haya resucitado de entre los muertos”». Ellos ciertamente cumplieron la orden, porque no pudieron comprender lo ocurrido sino hasta después de la resurrección de Cristo y la venida del Espíritu Santo. Entonces, haciendose eco de este mandato, el autor de la segunda carta de Pedro pone en boca del apóstol estas palabras: «Les hemos dado a conocer el poder y la Venida de nuestro Señor Jesucristo, no siguiendo ingeniosos mitos, sino después de haber visto con nuestros propios ojos su majestad. Porque recibió de Dios Padre honor y gloria, cuando la sublime Gloria le dirigió esta voz: “Mi Hijo, mi amado, es Este, en quien Yo me complazco”. Nosotros mismos escuchamos esta voz, venida del cielo, estando con Él en el monte santo» (2Pet 1,16-18).

La orden del Padre, que nos manda escuchar a su Hijo Jesús -«Escuchenlo»-, podemos cumplirla hoy y hasta el fin de los tiempos, gracias a Pedro y a sus Sucesores y a los Obispos que están en comunión con él, según la promesa de Jesús: «Quien a ustedes escucha, a mí me escucha» (Lc 10,16).



« Redacción »