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Espejos de agua, sueños y pesadillas

Espejos de agua, sueños y pesadillas


Publicación:27-11-2022
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Esa tarde, entre medio soleada y brumosa, su nostalgia trajo a la casa de papel, a su gran amiga

La hormiguita y su amiga

Olga de León G.

¡Cuánto amaba escribir! Por más que, frecuentemente, un día sí y a veces otro también, clamara por una idea, un tema del cuál hablar, una fantasía para volcarla en su página en blanco cada día producía algún relato, una poesía, un cuento, en fin... Y a pesar de que se quejara poco o mucho de la sequía que reinaba en su imaginario -mera fantasía o artificio de escritora- la mujer nunca deja de escribir, ni un solo día.

Con honrosas excepciones, también disfrutaba -como infante en parque de diversiones- de esos días especiales que solía tener, en los que solo bastaba con que se sentara frente al ordenador y dejara que sus dedos guiaran el repiqueteo sobre el teclado, esos en los que, con su mirada iluminada de modo especial, iba cerrando todo contacto con lo externo, creando una barrera infranqueable entre su quehacer creativo y lo que la rodeaba: el mundo externo dejaba de existir.

Esa tarde, entre medio soleada y brumosa, su nostalgia trajo a la casa de papel, a su gran amiga y personaje favorito, la hormiguita muy trabajadora y viajera, quien, a la sazón, andaba muy cerca del barrio: telepatía o empatía entre creadora y ente creado. ¡Quizás!

-Mira, amiga hormiguita, ¿ya te viste en el espejo, el que flota entre las ondas húmedas de ese riachuelo?

-Sí, amiga. Pero, solo me veo yo, ¿en dónde estás tú?

-Dentro de tu cerebro… (Risitas) O, atrás de ti, y por eso no me veo: ni para ti ni cualquier otro que se asome a estas aguas calmas.

La hormiguita, quien era especialmente inteligente y perspicaz, se quedó por un instante perpleja ante la respuesta de su amiga, la escritora; entendió lo que había escuchado. Pero no lo creyó… -Debe estar “cabuleándome”, -pensó. -¿Cómo puede ser que ella, con lo grande que es, en comparación con mi pequeño cuerpo y minúsculo cerebro, quepa dentro de mi pequeña testa?

Sacudió su cabecita y con el movimiento movió también sus antenitas, por lo que sufrió un ligero mareo al que no le dio importancia.

Al día siguiente, la hormiguita se levantó como de costumbre e igual salió, alegre y canturreando, en busca de la comida del día y de los días de fuertes vientos y tormentas que sabía vendrían pronto, muy pronto: era una hormiguita muy precavida, colaboradora y solidaria con la familia y todo el pueblo de las colonias de hormiguitas que estaban cerca de su casita.

Mientras repasaba mentalmente los lugares que debía visitar: consulta con el médico, pasar por las medicinas que le quedaron pendientes la semana pasada, comprar suficiente verdurita y fruta y hacer los pagos próximos a vencerse: todo lo cual había anotado en una lista que llevaba en su bolso de mano, se acordó de algo muy importante: ir de nuevo al riachuelo donde se había visto la víspera y confirmar que no se hubiera quedado allí, su amiga escritora, pues no la vio en el espejo del río, ni contestó a su llamado telefónico en la mañana temprano.

Entonces, y solo hasta entonces, se dio cuenta que no iba a pie, ni en bicicleta, ni encima de la oreja de su gran amigo, el elefantito azul. Iba conduciendo un auto, nada más ni nada menos que el auto casi de colección, por lo antiguo, -o debía decir viejo, simple y llanamente, viejo- de su muy querida amiga, la escritora (poco conocida, pero indiscutiblemente escritora).

¿Por qué iba ella trepada sobre y tras el volante del Getita de su amiga? Acaso se lo prestó la noche anterior, porque no pensaría nadie: ¿que ella pudiera habérselo robado a su amiga del alma? Se detuvo intempestivamente.

Debía aclarar sus ideas y sobre todo hallar a su amiga. La Pandemia había acabado ya con la vida de demasiados amigos y conocidos, los feminicidios estaban a la orden del día, las desapariciones de mentes con ideas contrarias al gobernante, no se les hallaba ya, casi por ninguna parte, no a los realmente pensadores y pensantes filósofos no provistos ni de bienes económicos notorios ni de padrinos que los cuidaran de que pudieran desaparecerlos por pensar libremente y expresar en voz alta sus pensamientos opuestos a los de los poderosos...

Nuestra hormiguita era un ser con mucha imaginación y, ¡más verbo! Cada día, se parecía más a su amiga escritora.

Pero volvamos atrás, varias líneas atrás: "Debe estar "cabuleándome"... ¿Cómo puede ser que ella ... quepa dentro de mi pequeña testa?" (Había pensado en un instante de reflexión y duda).

La hormiguita respiró con tranquilidad, cuando tras mirar en el espejo retrovisor, encontró el rosto de su amiga escritora. Allí estaba, allí había estado todo el tiempo... y, ¿ella, la hormiguita? ¿A dónde se había ido? ¿Cuándo se bajó del auto?

No, no se había bajado, seguía allí, pero en una orillita del retrovisor... Desde donde le sonreía a la amiga, que una vez más había logrado crear un cuento; o eso creyó ella... la escritora.

¡Buenos días! ¡Buen domingo! El sol sigue escondiéndose, pero la luz de una mente creadora e inquieta, nunca se apaga. A veces, duerme una siesta y deja su trabajo, tarea u oficio bienamado, solo por un rato, pero siempre en buenas manos, como: las de la hormiguita colorada u otro amigo incondicional del arte de crear cuentos, fábulas, historias inverosímiles o relatos más o menos creíbles.

Visiones, mareos y enormes vacíos

Carlos A. Ponzio de León

Sandra arribó quince minutos antes de tiempo a la cita. De su bolso grande sacó su celular. Abrió la aplicación de mensajes y le escribió a Daniel: “Hola, ya estoy en una de las mesas al fondo. Llegué temprano”. A unos metros de distancia se escuchó otro celular que recibía un mensaje. Daniel sacó del bolso delantero de su pantalón el teléfono. Alzó la vista y encontró con la mirada a una mujer que podía ser su encuentro. “Expreso doble con leche de coco”, se escuchó gritar al barista. Daniel tomo su bebida de la barra y se encaminó a la mesa de Daniela. Era la primera vez que se veían en persona. Habían hecho contacto a través de una aplicación de citas. Ninguno se desprendió del cubrebocas inmediatamente, pero medio minuto después lo hicieron. “¿Te traigo algo?” “Un té de menta”. Daniel se levantó y cinco minutos después volvió con la bebida de ella. Platicaron de las reacciones químicas que investigaban. Ambos tenían doctorados y eran profesores. Luego abordaron el tema de sus pasatiempos: Los de ella: subir montañas caminando y viajar por los pueblos cercanos a la ciudad. Los de él: ver películas de Netflix con palomitas e ir a los teatros. Luego de dos horas de conversación, había oscurecido afuera y la luz de los faroles se esfumaba por la ventana junto a la que estaban sentados. “Creo que es tarde”, dijo Sandra. “De acuerdo”, respondió Daniel y continuó: “No sonríes mucho”. “Es que no eres muy chistoso”. “Ah. Entonces no es que seas muy seria”. Sandra respondió que no con la cabeza. Pero su mirada escondida, sus brazos alrededor del bolso grande sobre las piernas y sus puños apretados parecían indicar otra cosa.

Caminaron al Metrobús. Uno iba en dirección a Indios Verdes, el otro hacia El Caminero. Se dieron un beso en la mejilla y se despidieron. Daniel abordó el transporte erguido, sonriente, con el rostro iluminado. Encontró un lugar disponible y se sentó. Dos estaciones más adelante, subió una señora de la tercera edad a quien le ofreció su lugar. Continuó su trayecto parado, mirando por la ventana. Nadie lo imaginaba, pero Daniel había sido acusado de intento de violación en su juventud. Aún lo recordaba ahora, a los cuarenta años.

En una borrachera de universidad, una compañera se embriagó hasta noquearse en el sillón de la sala donde se desarrollaba la fiesta. Él se quedó a dormir. Durante la madrugada, se levantó de la alfombra donde estaba recostado y comenzó a desvestir a la amiga. Empezó por desabrocharle los pantalones y estirarlos desde las botas. Cuando la cintura de la ropa estaba en las rodillas, otra compañera que había despertado para ir al baño, lo descubrió. Pegó el grito que despertó a todo mundo, excepto a la compañera derribada en el sillón. Lo detuvieron a empujones y lo corrieron de la casa, a esa hora. La afectada no quiso proceder con una denuncia por la mañana, a pesar de que contaba con los testigos.

Cinco años después, otro intento de violación de Daniel se convirtió en un hecho consumado. Esta vez, salió de paseo con una joven que había conocido en casa de un par de compañeros de trabajo. La invitó a cenar y colocó en su bebida una droga que él mismo fabricó. En el viaje en auto en el que Daniel la llevaba de regreso, ella comenzó a sentir mareos, dificultad para hablar, para moverse y resintió fuertes dolores de estómago. “Hay visiones y te oigo distorsionado, creo que me drogaron, Daniel”, le dijo antes de entrar en sueño profundo. Daniel la llevó a su departamento y ahí consumó el acto. Ella despertó en la cama junto a él. Comenzó a gritarle y a amenazarlo preocupada por lo que hubiera sucedido. Daniel la golpeó hasta matarla. Abandonó su cuerpo de madrugada, en las afueras de la ciudad, en la carretera rumbo a Acapulco.

Ese fue el primero de tres asesinatos. Cada uno con cinco años de diferencia. Había una llama feroz en el interior de Daniel desde que había sufrido un abuso sexual en la infancia, de parte de su padre adoptivo. Un ardor que crecía con el tiempo y que solo podía apagar actuando como lo hacía. Y ahora, era tiempo de echar agua sobre las llamas. Por eso estaba entusiasmado por su encuentro con Sandra.

Cuando Sandra arribó a su departamento, le marcó a su amiga más cercana para platicarle. “Hay mucha tristeza en ese hombre”, le dijo, “y tiene algo que no me cuadra”. “Entonces no vuelvas a salir con el tipo”, le dijo la amiga. “Tienes razón”, respondió Sandra. Y el vacío que Sandra sentía en el estómago desde que se había despedido de Daniel, se llenó con un poco de hambre que satisfizo con un simple sándwich.



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