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Escritores latinoamericanos en el aparador

Escritores latinoamericanos en el aparador


Publicación:24-10-2023
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Esos pasos por París alimentaron la bitácora de un perpetuo viaje de iniciación

Cuando Rubén Darío visitó, al despuntar el siglo XX, la casa museo de Victor Hugo en la parisina plaza des Vosges, se enfrentó con el inevitable contraste: por un lado, el deslumbramiento ante la manera como celebraba una nación moderna a sus escritores más emblemáticos, y, por el otro, la resignación desplegada en las infinitas estrategias para sobrevivir que debe poner en práctica un escritor latinoamericano. "A la entrada –describía el vate nicaragüense-, un gran busto del poeta. Desde las escaleras, cuadros que representan escenas de sus dramas, de sus poemas, de sus novelas, de su vida." Reparaba, posteriormente, en un bastón "riquísimo", en cuyo estuche se leía una dedicatoria de Benito Juárez.  "Se siente en el ambiente gloria", exclamaba al finalizar el recorrido, mientras caminaba por la calle y volvía a su condición de extranjero desconocido. Tal ambiente glorioso suele ser   desconocido para los artistas latinoamericanos.

En esa ciudad de París, "florecida de torres" y de "cúpulas de oro", como la describió alguna vez el autor de Prosas profanas, se trazaron los registros de un mapa invisible: el de los escritores latinoamericanos que, en procesión literaria, la transitaron para tratar de asimilarse y volverse un poco cosmopolitas. Antes que Darío, la visitó Sarmiento, luego vendrían muchos más: Amado Nervo, Alfonso Reyes, Leopoldo Lugones, Octavio Paz, Julio Cortázar (el larguirucho Cortázar que vivió buena parte de su existencia en la ciudad Luz, pero que para los franceses siempre fue un visitante), García Márquez, Fuentes, Vargas Llosa y tantos otros.

Esos pasos pedidos por calles, plazas, museos y puentes alimentaron la bitácora de un perpetuo viaje de iniciación, o, mejor dicho, de graduación: se ansiaba conquistar  el reconocimiento internacional para dejar de ser un escritor de aldea y convertirse en autor cosmopolita. Y si bien han cambiado algunos de los destinos (quitemos París y pongamos Nueva York, Londres o Barcelona), la esencia del ritual permanece por la sencilla razón de que, entonces como ahora, la certificación literaria procede de fuera.

Porque los reconocimientos locales saben a poco: cuando son oficiales huelen a entreguismo (la pluma vendida para vanagloriar políticos y funcionarios); cuando se dan entre pares, apestan a envidia. Para paliar esa frustración se confeccionan premios, becas y estadías en el extranjero: efímeros placebos que no alcanzan a curar la depresión.

Y cuando finalmente llega el reconocimiento internacional, arriba cargado de lugares comunes, respondiendo al estereotipo: o es el susodicho galardonado una prolongación del modelo mágico realista del Boom, o es el representante de la nueva estirpe de escritores latinoamericanos globalizados que sin quitarse el poncho asumen con gallardía su condición de exotismo tercermundista.Resulta, para la prensa y la academia internacionales, imposible hablar de autores latinoamericanos como individuos, como soledades o existencias particulares: se requiere ponerles algo más, colgarles un adjetivo colorido o pintarles un pasado telenovelesco. ¿Es tan difícil aceptar que, en el extrarradio del orbe civilizado, haya quien decida dedicarse a escribir y construir ficciones o reflexiones?

La tristeza de Darío no nacía del deseo de ser reconocido (aunque tenía su buena cuota de vanidad), sino de algo más complejo: la carencia, en los dilatados territorios de América Latina, de lo literario en la vida cotidiana. Sentía como impostura la actitud de los escritores nativos, sabía perfectamente que el desdén hacía el público que profesaban y profesan sus pares escondía y esconde todavía una verdad más terrible: la ausencia de público. El bulevar está vacío y en las vitrinas nuestros maniquíes literarios se cansan de permanecer tanto tiempo en posturas llamativas y fijas. Están agotados, pero no pierden la esperanza de que pronto un transeúnte (un lector) detenga su camino, levante la mirada y repare en ellos.



« Víctor Barrera Enderle »