banner edicion impresa

Cultural Más Cultural


Entes reales y ficciones en cuentos


Publicación:02-02-2020
++--

Dimes y diretes. Golpes bajos. Un encono encima de otro encono hasta construir la torre de Babel. La moraleja: El rencor no se subsana.

El sueño de un escritor


Olga de León

La mujer lo sabía, caminando por esa calle solo encontraría un triste espectáculo: construcciones dañadas cuyos dueños habían dejado morir sus negocios, lugares desagradables y sucios ante cualquier mirada. Ya casi nadie tenía una tienda decente, presentable, sin paredes pintarrajeadas ni con los cristales sin parchar por esas calles de dios.


Y por allí, ella debía caminar todos los días para llegar a su trabajo. No era que le gustara, tan solo era la línea recta, la más corta naturalmente, para llegar puntual a la oficina todas las mañanas. De otra forma, rodearía y caminaría ocho cuadras más: veinte o veinte y tantos minutos extras.


Esta es la historia iniciada tres veces antes, con tres párrafos, y todos fueron a dar al bote de lo inservible. No le gustaron a quien esto escribía, y si no le gustaban a ella, no eran buenos, no valía la pena que nadie los leyera. Sin embargo, en esa historia había algo que quería decir y no lograba hacerlo con buen talante y nivel de prosa, aunque no fuera perfecta. De sobra sabía que la página perfecta, solo era la página en blanco, antes de ser mancillada con la tinta o el carboncillo.


Hizo lo de costumbre, se levantó, tomó un libro y leyó donde lo había dejado empezado, volvió a soltarlo. Caminó un poco, unos treinta pasos, no más, en derredor del ordenador y hacia otro cuarto, porque ahora tenía problemas para hacerlo, para estar en pie y caminar. Luego fue por un relleno de café a la cocina… De paso, le dio una mordida a un tamal recalentado que le quitó al marido. No tenía hambre, era ansiedad, ella lo sabía muy bien.


De inmediato, sentada de nuevo frente a la máquina, tuvo la gloriosa idea de recurrir al apoyo familiar: -cuéntame una anécdota, C, le dijo en voz alta al marido desde el comedor, donde escribía… -¿Una qué?, le espetó este desde la cocina con su comida-cena sin terminar. –Sí… alguna vivencia de tu infancia. –No, pues no sé… a ver, espérame a que termine de… -Olvídalo, disculpa, no es tu asunto mi ausencia de ideas, mi imaginario está negado a regalarme algo hoy. Pero, ya vendrán ideas, voy a dormirme unos veinte minutos, sirve que me calmo y, de paso, a ver qué sueño. Él ya no la oyó, y eso fue mejor, no lo entendería... aunque… él resuelve muchas veces sus asuntos legales, mientras duerme… o recuerda en qué libro y página tiene algo subrayado… En fin, materiales diferentes, semejantes recursos…


Pero, antes de ir por un sueño, recurrió a uno de sus hermanos, su lector asiduo… Nada, tampoco tenía una idea qué compartirle. Antes le había escrito al hijo, igualmente, para pedirle alguna idea -quien seguramente estaba en ensayo musical o reunión con amigos-, pues se limitó a contestar: “Tú puedes mami”. Y, sí, ella lo sabía bien… o, eso creía. Ella acabaría por encontrar de qué escribir o por dónde ir, con el asunto que la rondaba hacía varios días, pero que no lograba fraguar por escrito.


Y si una idea no tiene expresión verbal, sencillamente no existe, no es. Así que decidió volver al origen y “tomar al toro por los cuernos”. -Cómo que no tengo ideas, faltaba más, se dijo al tiempo que en lugar de irse a soñar mientras durmiera una breve siesta pre-nocturna, se sentó frente al ordenador y empezó a soñar despierta.


Entonces, descubrió que su personaje la veía inquisidora desde la página que había dejado empezada, misma sobre la que había tomado la determinación de concluirla, de escribir una historia a la altura de las aves que vuelan como las águilas, alto y mirando al firmamento, más allá del horizonte próximo a los ojos humanos.


La joven de los tacos altos no se quedó esperando a que la escritora volviera y continuara con su cuento. Había llegado a la oficina y estaba disponiendo la taza preferida del jefe y tomando un sobrecito de té verde, uno con cafeína, ya que solo el primer té lo tomaba con cafeína, el resto del día sin ella, a menos que él expresamente así se lo pidiera. Se detuvo antes de poner el agua dentro de la taza y volvió a mirar a la que la había creado, sí, la vio de frente con sus ojos cafés bien abiertos. Algo quería decirle.


Si bien, la joven no dijo palabra alguna, la mujer tampoco tocó el teclado, así que no avanzaba en el cuento. Y ahora, menos, no podía; estaba entre paralizada, helada, o ambas cosas. Fue justo entonces cuando la joven cruzó la frontera de la ficción y se sienta de este lado, junto a la autora… Quien apenas si lograba respirar, con visible dificultad lo hacía.


En ese instante, otro personaje, que juró no haberlo creado aún, pero que sabía era un ejecutivo superior en esa organización, le dice al jefe de la joven a su lado: “-Jimmy, tú eres un genio, ca…”, qué haces aquí agobiado con estos asuntos. -No, mi Doc., tú eres el exitoso, mírate… -Escucha, Jimmy: hay aves menores cuyos vuelos no llegan más allá de aquí, -y lo dice, poniendo su mano en horizontal a la altura de su pecho. –En cambio, tú, Jimmy, puedes volar más allá del horizonte y a la altura que tú quieras…


La joven, viendo a la autora golpeando al fin el teclado, asiente, y acto seguido salta a la página imperfecta e inconclusa…


Yo, yo sigo haciendo lo mío, escribiendo…

Torre de Babel


Carlos A. Ponzio de León

El Capitán pensaba lo mismo sobre ellos: que estaban hechos con la misma tela. Ambos eran mentirosos, lambiscones y charoleaban sobre la forma en que habían llegado a su puesto: Traídos a trabajar por el Maestro. Conocían perfectamente sus funciones; pero delegaban todo. A cada uno le sobraba tiempo para chismear, para grillar a quien no les caía bien.


La relación entre los dos, era perfecta. Se hacían regalos, se decían cumplidos y hasta comerciaban entre sí. Hasta que uno le vendió un auto al otro. Se realizaron cuatro pagos, como había sido estipulado verbalmente, pero la cantidad de dinero depositada fue menor en cuarenta mil pesos, según argumentó uno de ellos.


Uno era jefe del otro. El subordinado había sido el vendedor del auto. Comenzó a esparcir en su oficina, como agua sobre piso de mármol, el chisme de que él le había prestado dinero a su jefe. El jefe se enteró y se ofendió; le reclamó a su subordinado, quien a su vez exigió los cuarenta mil pesos que faltaban del pago del auto.


“Tú se los metiste al carro para arreglarlo y poder venderlo, de otra manera, nadie te lo hubiera comprado”, le dijo el otro. El jefe comenzó a grillar a su subordinado con los empleados. Los tenía bajo control, así que los organizó para que presentaran una denuncia por acoso laboral contra el subordinado.

Les dio ideas y ayudó con la redacción del documento. Pero su nombre no apareció en la denuncia.


El asunto llegó a oídos del jefe de ambos, El Capitán, quien citó a cada uno de los empleados para escuchar sus versiones de los hechos, luego entrevistó al subordinado de menor rango, al acusado de acoso, y concluyó que ambos subordinados estaban cortados con la misma tijera. Convocó a una reunión con todo el personal y los exhibió a ambos.


El subordinado denunciado acudió a una instancia superior y acusó a su jefe de haber falsificado documentos y de haberle pedido falsificar otros. El órgano fiscalizador abrió una carpeta de investigación al respecto. Por su parte, los denunciantes de acoso laboral fueron llamados por el Comité de Ética de la institución que revisaba el caso, a testificar.


El Comité encontró inconsistencias en los testimonios. Entendió que los empleados habían sido organizados por el de mayor rango para acusar a su subordinado. Así es que el Comité buscó encontrar una solución de conciliación, en la que los empleados perdonaran al jefe que habían acusado de acoso, y que tanto subordinado y jefe hicieran las paces entre ellos. El de mayor rango dijo: “Solo si mi subordinado se desdice ante el órgano fiscalizador sobre la acusación que hizo de falsificación de documentos, llegaré entonces a una solución conciliadora”.


Pero el órgano fiscalizador ya había abierto una carpeta de investigación y debía continuarla por oficio. La solución conciliadora no llegaría. Además, los empleados pedían una disculpa pública de su jefe, en frente de El Capitán, y que se dejara por escrito lo bondadosos que habían sido perdonando al jefe.


La batalla continuó durante meses. Como tempestad junto a huracanes. Ciegos contra ciegos en una guerra a palos, a escobazos, a manguerasos. Dimes y diretes. Golpes bajos. Un encono encima de otro encono hasta construir la torre de Babel. La moraleja: El rencor no se subsana.



« Redacción »