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El veneno y las agallas

El veneno y las agallas


Publicación:24-03-2024
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Sí, definitivamente sí, en cada migajita puede haber un milagro encerrado, todo es asunto de: "saber mirar y saber amar"

El compadre Baldomero

Carlos A. Ponzio de León

"¿Ya viste, Baldomero? O quitas tus pies de la cornisa o te bajo a chingadazos de esa silla", le dijo Serapio a su compadre, quien se encontraba bebiendo un vaso de vodka, meciéndose sobre las patas de madera de la silla, esculpida con figuras de Matrioska y llantas de carruaje, con las piernas y botas sobre la repisa de la ventana, impidiéndole a su compadre pasar un trapo limpio sobre la moldura, que luego de dos años de estarse ensuciando con el polvo de la calle, necesitaba urgentemente un lustrado.

"Te dije que tu gente no iba a volver a levantarse y te lo cumplí. ¿Te diste cuenta? Eres necio como solo tú sabes serlo", volvió a hablar Serapio, dirigiéndose a su compadre Baldomero, manteniéndose quieto, con el trapo para limpiar la repisa colgándole del puño de la mano, el cual recargaba sobre su cintura. Serapio buscó la mirada de su compadre y no la encontró. Se acomodó el sombrero y miró de reojo por la ventana, por el mismísimo espacio de luz por el que Baldomero miraba. ¿Qué observaba su compadre?... notó algo blanco y grande sobre el cielo.

"Voy a realizar corte de caja para decirte cuánto me debes y te aviso de una vez que, si te mueres con el putazo que daré para bajarte de tu silla, me la voy a cobrar con tu gente". Baldomero escuchó, se desabrochó el cuello de su camisa con una mano y luego se arremangó las mangas: desde las muñecas hasta los codos. A Serapio no le dio miedo. Ya estaba abriendo lentamente el cajón de la mesa de la cama, donde tenía un revólver relleno de balas calibre .38. Serapio continuó, consciente de que estaba haciendo enojar a su compadre: "A tus niños los haré pagar tus deudas y a tus mujeres las voy a vender baratas".

Baldomero apretó los dientes y reacomodó sus pies: Los tenía hasta entonces cruzados. Bajó el izquierdo de encima del derecho y carraspeó la garganta: no quitaba la vista de la ventana. Serapio se asomó cuidadosamente para mejorar su visión a través del vano. Alcanzó a distinguir en el cielo parte del objeto blanco: era la punta de una estrella blanca.

Los últimos veinticuatro meses, Baldomero había estado sembrando el terror en el pueblo. Era el hombre más poderoso de la colina y no podía encontrársele a alguien quien le hiciera frente, en veinte kilómetros a la redonda de donde se encontraba sentado en ese momento: la vieja casona de su antiguo compadre, a quien alguna vez llamó hermano, y con quien, tras tantas borracheras había probado el gusto de emborracharse: sin vino de uva, ni otro que no fuera menjurje de vodka, refresco de toronja y jugo de limón. O el que de vez en cuando preparaban, aunque en pocas ocasiones: una receta que les parecía extremadamente dulce y que ellos decían era, más bien, propia de las viejas, pero que disfrutaban en un trago corto y frío, antes de entrar de lleno sobre la botella completa de vodka: una combinación del mismo vodka con licor de café. En ocasiones añadían media crema: un lujo al que pocos tenían acceso en aquel pueblo: lleno de abedules pequeños y pocos hielos.

Baldomero venía diciendo, desde años atrás, que aquellas tierras de la colina eran todas suyas. Había enviado a sus hombres para matar el ganado de los vecinos, robarles tractores y quemarles los sembradíos. La gente iba huyendo de poco a poco. Al alguacil se le encontró muerto un día cualquiera y nadie se atrevió a sustituirlo. Baldomero envió a un subalterno para ocupar la oficina del oficial y ahora estaba pensando en nombrarse él en ese cargo.

En su vieja casona, Serapio continuó acercándose a la ventana. Notó que la estrella tenía seis picos y venía aproximándose al pueblo. Algo como arena blanca comenzó a desprenderse del objeto, justo como si los picos vinieran desapareciendo, dejando en el camino una bola blanca.

"Espero que le caiga encima a este hijo de su chingada", se dijo Serapio; pero sin abrir la boca. Y sabía que el premio llegaría cuando alguien arribara y lo sacara esposado, de su cueva: al malhechor que tenía por compadre. 

Cuando lo tuvo a medio metro de distancia, meciéndose sobre la silla, soltó una patada que derribó al hombre sobre espalda y cabeza.

"Mira, no quiero que te mueras rápido, porque me gustaría verte sufrir ahogándote en tu propia sangre. Necesito abrirte un boquete en la garganta... para que puedas respirar. Es bien conocido que el que se mete en embrollos como en los que tú andas, no sale vivo de ellos nunca". 

Y ahí se quedó tieso, muerto como alacrán fumigado, el compadre Baldomero.

Las migajas de la vida 

 Olga de León G.

"Cada migaja es un milagro". Eso decía mi abuela. Aunque al principio no entendía a qué se refería, hasta el día en que le pregunté: ¿qué es una migaja, abuelita? Y, ella me regresó la pregunta: ¿qué entiendes tú, por migaja, hijita? Pues algo muy pequeño, puede ser una sobra o algo que se cae de la boca cuando muerdes un pedazo de pan, por ejemplo. Ándale, así exactamente: una insignificancia de cosa, lo que a nadie le importa tener o perder, justo porque es insignificante.

Pasaron los años y la frase la guardé en mi memoria. Un día, cuando yo era mayor y tenía un par de hijos, jóvenes adultos de la misma edad, les pregunté, al ver que despreciaban algunas pequeñas cosas de la vida como si por pequeñas no sirvieran para nada, ¿saben lo que es una migaja? Con una sonrisa medio burlesca, contestaron los dos varones: lo que se desprendió de un todo y quedó reducida precisamente a eso, a una migaja, algo insignificante e inservible.

Qué dirían si les contara que de migajas están hechos los milagros. Cuáles milagros, mamá... respondieron casi al unísono. ¡Todos y cualquiera! La vida, el origen del mundo, de los planetas y de las estrellas; ustedes y yo. Todo proviene del átomo, algo minúsculo que le da sentido y cuerpo a cada cosa; o, ¿no? Además, eso es un milagro. ¡Ustedes son un milagro!

Son el milagro producto de la migaja de amor que me dio su padre una noche maravillosa de verano, cuando él creyó que abusaba de mi inocencia y la pureza de mi corazón que lo amó sin condición y agradecí por siempre el haberlos tenido como producto de esa sola noche de amor: esto fue un milagro increíble, pues yo sola supe, tras aquella noche, que los milagros existen aún en las migajitas que la vida nos ofrece -incluso- sin pedirlas.

La revelación que les hice a mis hijos, en aquel momento de arrebato que tuve por explicarles la relación entre migajas y milagros los impactó tanto, que decidieron ir a buscar a su padre. Un padre a quien yo había enterrado durante años, para que ellos, mis hijos, no se sintieran despreciados ni abandonados. Me pidieron les revelara cuanto sabía de él. Y con eso, con lo que les dije, iniciaron sus pesquisas para dar con el paradero del padre. No cabe duda de que los avances de la ciencia y la tecnología hacen también milagros. A la vuelta de dos años, ya tenían indicios del paradero de quien me robó algo más que el corazón, a cambio de sus migajas de amor convertidas en un par de hijos varones, tras esa sola noche de verano.

Sebastián y Lucas eran tan cercanos y unidos, que ni siquiera un secreto como el que les oculté por años sobre su padre, hizo que se distanciaran, por el contrario, eso los unió aún más. Así que se pusieron de acuerdo en qué le dirían o qué le preguntarían, ahora que lo enfrentaran.

Por varios días estuvieron platicando y conciliando sus dudas, para ambos preguntarle lo mismo, y se debatían entre: ¿por qué abandonaste a nuestra madre tras enterarte de que la habías embarazado? Y, ¿realmente no la quisiste? O, ¿alguna vez pensaste en que tu migaja de amor tuvo consecuencias severas para nuestra madre?

Afortunadamente, su familia no la abandonó, le dijeron ellos al padre. Pero, ella dio muestras de gran valor, al decidir enfrentar su situación sola, y hacerse cargo de nosotros sin tu apoyo.

No, nada de eso sucedió... Nada le preguntaron sobre el pasado, cuando lo encontraron. Lo hallaron solo, avejentado y lleno de remordimientos. En el pecado llevó su penitencia. Por el contrario, quisieron ayudarlo. El hombre estaba vuelto una migaja de vida, obtuvo solo migajas del destino y, no obstante, su sola existencia era un milagro para sus hijos, quienes lo volvieron a la vida, con solo llamarlo "papá".

Sí, definitivamente sí, en cada migajita puede haber un milagro encerrado, todo es asunto de: "saber mirar y saber amar".

Los milagros suceden cada día y las migajitas son algunos de ellos.

 



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