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Cultural Literatura


El síndrome de Oblómov

El síndrome de Oblómov
Iván Goncharov .

Publicación:22-09-2022
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El síndrome de Oblómov sería, de manera indirecta, una forma de resistencia ante la imposición de conductas predeterminadas y productivas

En 1859, el escritor ruso Iván Goncharov publicó una novela inusual: Oblómov. La extrañeza no radicaba en la técnica narrativa, sino en la confección del personaje principal. Tendido en su diván, Oblómov veía pasar el tiempo sin tener ganas de levantarse; su criado Zajar le traía la correspondencia y anunciaba las visitas, que desfilaban ante él ofreciéndole múltiples invitaciones (a comidas, paseos, diversiones y trámites). Pero nada lograba impulsar los resortes internos de Oblómov, ni despojarlo de su amplia bata de tela persa, que le permitía moverse con holgura dentro de los ajustados límites de su sofá. Su familia había sido adinerada, y él ahora sobrevivía de la recolección de algunas rentas, que menguaban año con año. Incluso cuando sus amigos le presumían las novedades literarias llegadas de Francia, o le anunciaban la nueva temporada de la ópera, la curiosidad no lograba vencer a la inercia. Y, de hecho, esa inmovilidad lo hacía experimentar “una sensación de tranquila satisfacción al pensar que podía estar echado en su sofá desde las nueve hasta las tres de la tarde y desde las ocho hasta las nueve de la mañana siguiente, orgulloso de no tener que presentar informes ni escribir documentos y de poder desplegar sus sentimientos y dejar volar su fantasía”.

  En los días dorados del estructuralismo, el lingüista francés Julien Greimas expuso, en su ensayo Sémantique structurale…de 1966, el famoso modelo actancial, en el cual definía a los personajes según las acciones que realizaban dentro del relato. Siguiendo los estudios primitivos del folclorista ruso Vladimir Propp, sostenía que el sujeto protagonista siempre deseaba un objeto (en cualquiera de sus múltiples variantes: personas, ideas u objetos). Pero en este caso, ¿qué desea un personaje como Oblomóv? ¿Es necesaria la consecución de una meta para alcanzar los “objetivos” de la vida?

  Con Oblómov nacía un nuevo arquetipo en la literatura moderna. No hablo de un antihéroe, ni de un villano, menos de algún modelo hegemónico de conducta. No hay tal. Es, más bien, una estirpe peculiar. Son sujetos “superfluos” que, con su apatía, remarcan el sinsentido de la vida industrializada. Un antecedente innegable de Oblómov es Bartleby, el famoso escribiente y protagonista del relato homónimo de Herman Melville de 1853; con su invariable respuesta ante cualquier petición: “Preferiría no hacerlo”, Bartleby lleva su inactividad hasta el extremo de la inanición. Después vendrían más de su especie, con sus respectivas variaciones: Gregorio Samsa,  Meursault, y tantos otros. La vida moderna instaló y “naturalizó” una serie de principios de productividad que imponía un ritmo vertiginoso de trabajo para cada hora del día. El ocio comenzó a ser visto como una falta, generando su buena dosis de culpa. Sumemos a eso la explotación laboral y el encarecimiento de las mercancías básicas y tendremos más o menos completo el panorama. Vasta echar un vistazo a nuestro alrededor para darnos una idea clara. La gente corre de un lugar a otro, no hay tiempo para detenerse. ¿Cuántas personas se sientan ahora en las bancas de los parques?

En algún lado leí que este “síndrome de Oblómov” sería equivalente en nuestros días a la procrastinación. No estoy tan seguro de ello. La procrastinación es una forma de consumo (de información, de productos, de chismes) y de multiplicación de visitas y visualizaciones a páginas y redes sociales. Existe en ella la demanda de que “estamos perdiendo el tiempo”. El síndrome de Oblómov sería, de manera indirecta, una forma de resistencia ante la imposición de conductas predeterminadas y productivas. Y si bien no podemos dedicarnos a seguir su ejemplo de manera cabal (la precarización permanente y las demandas actuales nos lo impiden), sí podemos, en cambio, imitar algunos de sus gestos: tomarnos de vez en cuando el tiempo para detenernos y parar la máquina. Contemplar al mundo y a nosotros mismos dese el reposo y la pausa.  Y, por qué no, escaparnos un día de nuestras obligaciones y quedarnos sentados en la banca de un parque mientras se consumen las horas del día.



« Víctor Barrera Enderle »