banner edicion impresa

Cultural Más Cultural


El silencio que suena

El silencio que suena


Publicación:17-04-2021
++--

Lo difícil es encontrar el tono, no dejarse engañar por el sonido de las palabras, las palabras, que como pedradas traicioneras descalabran al escritor

Lo difícil es encontrar el tono, no dejarse engañar por el sonido de las palabras, las  palabras, que como pedradas traicioneras descalabran al escritor; al autor prolijo en talentos le merman no poca de su fortuna y al menesteroso lo dejan en harapos. Las palabras son las sirenas de la literatura. Pero, ¿cómo desprenderse de los vocablos si de ellos está hecha la invención? Ahí radica el quid y por lo mismo la gloria cabe a tan pocos. ¿Qué mérito tendría escribir una gran obra, si esta se hiciera por acumulación de palabras? ¿En qué se distinguirían entonces las lecciones de un jurisconsulto de la magia de Flaubert? Sugiero una literatura sin palabras, de espacios en blanco; tal vez sea éste el sueño de cualquier creador. Frente al boato verbal el silencio, un silencio que suene como un puñetazo. Que en el texto la mierda huela, que el miedo haga al lector tentarse la ropa, que sólo quepa una palabra para cada cosa y que los sinónimos perezcan de muerte natural. Lo que debió sentir Santa Teresa cuando escribió, y si es dulce el amor, no lo es la esperanza larga. El gozo que cupo a  San Juan cuando dijo en verso, entréme donde no supe, y quedéme no sabiendo. Y ayer, no más, lo que pasaría por el corazón del poeta al concluir, mi madre me miraba, muy fija, desde el barco, en el viaje aquel de todos a la niebla. Y el es, el fue y el será cansado, y el ser o no ser, ésa es la cuestión, y el endecasílabo que rescató en Ginebra un ciego que se parecía a Borges, y la espuerta de cal ya prevenida, y el humilde sueño de un bendito. Y la intelijencia, que me da el nombre exacto de las cosas.

Respecto a si es mejor escritor el millonario en vocablos que el pedigüeño que acude a los diccionarios para aumentar su menguada cuenta verbal, no estoy seguro. Y calculo que no es extraño que ocurra que el autor que llevado de su facilidad siembra términos sin empacho arruine el texto antes que quien administra su poquedad. Véase la fábula de la liebre y la tortuga. Por ejemplo, Jesús Cerezo. No atesoraba más allá de un puñado de palabras, no obstante, rezumaba infinitas amarguras, dolores como navajas en reyerta, muertes súbitas al amanecer, la gangrena de un escupitajo repetido, la furia del odio vuelto contra sí mismo, la indelicada madeja de sus pesadillas, un puñetazo opaco, el desvanecimiento de un reloj. Cerezo no sabía escribir, ignoraba los sinónimos, desconocía el baile de salón de la sintaxis, despreciaba las comas, huía de los acentos, sin embargo el arma infernal de sus adentros, la fuerza incontinente de su alma, le hacían inventar idiomas, registros, silencios y párrafos. En las convulsas aflicciones de su mañana sin retorno nació Arroyo Lobo, novelisco o nobelisco, torrente de amores muertos, de soles sin carisma, de margaritas deshojadas, de viudas amanecidas, de muerte y sangre de morcilla rota. Cerezo era hijo de una condesa, a la que solo le quedaba el título, y de un terrateniente sin tierras. Jesús no dudaba un segundo de su estatura narrativa, una reputación que sólo existía en su desquiciada imaginación de hombre inteligente que gusta de no aparentarlo. Se quería escritor sin obra, genio sin mácula. Su único libro, Arroyo Lobo, lo dio por escrito en su imaginación caliente y torturada. ¿Gloria? La que le deben.



« Juan Antonio Tirado »