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El escritor mineral

El escritor mineral
Cuesta fue más una reputación que una obra.

Publicación:07-09-2022
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Jorge Cuesta había formado parte del grupo literario Contemporáneos que había incendiado con poemas los cenáculos artísticos, páginas de diarios y suplementos

El 13 de agosto de 1942, a las 3 de la madrugada, el escritor Jorge Cuesta se suicidó en un sanatorio al sur de la ciudad de México. Tenía 38 años y previamente se había emasculado. Los periódicos dieron la noticia y echaron fuego al morbo colectivo. Los amigos, asombrados, escribieron evocaciones y recuerdos. Luego se instaló el olvido durante más de 20 años. Cuesta había formado parte del grupo literario Contemporáneos, que durante las décadas del veinte y del treinta, había incendiado los cenáculos artísticos y las páginas de diarios y suplementos con poemas y artículos que nadaban a contracorriente de las propuestas de homogenización nacionalista de la cultura emanadas de la Revolución.

Cuesta fue más una reputación que una obra.  Su gran amigo Xavier Villaurrutia exclamó a un mes de su partida: “¡Si desde sus comienzos literarios se dudó de la existencia real de Jorge Cuesta y se le consideró como un fantasma!”. Más joven que ellos, Octavio Paz describió su primer encuentro con el escritor en 1935 como definitivo para su formación literaria e intelectual. Se vieron (o, mejor, dicho, se toparon) en los pasillos de la escuela preparatoria de San Ildefonso, eran los días del debate en torno a la educación socialista (Cuesta había escrito varios artículos críticos al respecto) y el anfiteatro de la escuela funcionaba como mesa de discusión: “La lenta marea humana me empujó insensiblemente hacia las puertas precisamente en el momento en que salía Jorge Cuesta”.  Luego se hicieron amigos y el joven poeta pasó innumerables tardes escuchándolo disertar, en algún café o bajo la sombra de un árbol, sobre casi cualquier tema: “Aquella tarde -y fue la primera de muchas- asistí a un espectáculo en verdad alucinante: delante de mí veía levantarse edificios mentales que tenían la tenuidad y la resistencia de una tela de araña…”

La conversación, el artículo y el poema fueron las herramientas de este peculiar escritor que también profesó el oficio de químico y llegó a inventar una fórmula para la conserva de las frutas. De hecho, fueron los estudios de química los que llevaron al escritor en ciernes a la ciudad de México en 1921 (procedente de Córdoba, Veracruz). Eran los días en que José Vasconcelos comenzaba su aventura al frente de la Secretaría de Educación. En el Café Americano, situado en la famosa calle de Argentina, se reunían los estudiantes. Ahí Salvador Novo y Xavier Villaurrutia “descubrieron” a Cuesta leyendo un volumen de poesía francesa: “Nada acerca más a dos seres jóvenes; nada predispone en mayor grado a la amistad que el conocimiento de los mismos libros”, confesó años después Villaurrutia. El resto es historia literaria. En 1928, los Contemporáneos publicaron la polémica Antología de la poesía moderna en México, que excluía (¡oh, sacrilegio!) a Manuel Gutiérrez Nájera y llevaba un prólogo de Jorge Cuesta: “¡Qué error pensar que el arte no es un ejercicio progresivo! Sólo dura la obra que puede corregirse y prolongarse; pronto muere aquella que sólo puede repetirse.” He aquí su defensa a la libertad del arte y de la cultura. Era la primera de muchas batallas por venir.

En 1932, Cuesta lanzó la revista Examen y pronto fue acusado de faltas a la moral por publicar extractos de una novela (Cariátide, de Rubén Salazar Mallén) que reproducía “lenguaje altisonante”. En pleno debate sobre la mexicanización de la literatura, Cuesta proclamó: “La historia de la poesía mexicana es una historia universal de la poesía: pudo haber sucedido en cualquier otro país…” Su poesía fue el producto de un alquimista que conocía a fondo las transformaciones de la materia; y durante muchos años fue calificada como “oscura”: el mismo Octavio Paz se negó a incluirla en la famosa antología Poesía en movimiento: “No faltará quien nos reproche la ausencia de Jorge Cuesta. La influencia de su pensamiento fue muy profunda en los poetas de su generación y aun en la mía, pero su poesía no está en sus poemas sino en la obra de aquellos que tuvimos la suerte de escucharlo”. Hoy, por fortuna, las cosas han cambiado…

Entre los papeles que se encontraron tras de su muerte, estaba un largo poema titulado “Canto a un dios mineral” que ha intrigado y fascinado, desde entonces, a generaciones de lectores: “El lenguaje es sabor que entrega al labio / la entraña abierta a un gusto extraño y sabio…” Así habló un poeta, un escritor que entendió, como pocos, que la literatura es también algo material, palpable, que posee carne, huesos, sangre y minerales.



« Víctor Barrera Enderle »