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El escapulario dorado

El escapulario dorado


Publicación:10-11-2024
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La niña aquella desapareció de la faz de la tierra, nadie volvió a verla ni saber nada de su vida

La niña de los milagros

Olga de León G.

No puedo dejar de pensar en todos los problemas del mundo, y menos, aun, abandonar a la gente a su suerte. Debo hacer algo con mis dones, papá. ¡Tengo que ayudarlos!

El padre agobiado por la insistencia de su niña, sabiendo él que nadie en su mundo ni en el de cualquiera, vería con buenos ojos que una niña les dijera lo que debían hacer con sus vidas y sus problemas, no tanto por su corta edad -nueve años-, como por el hecho de ser mujer, se devanaba el cerebro, pensando en cómo hacerle para no herir los sentimientos de su pequeña, para convencerla de que no debía intervenir en la vida de los demás.

Una noche, mientras todos en la casa de Amelia, dormían, ella se levantó y fue directo hacia la puerta trasera, la que daba al patio y a la casita de sus mascotas, una perrita de mediano tamaño e igual edad, equiparable a la de la niña, pues tenía casi tres años y un hermoso dálmata de algo así como seis años. Estaba a punto de abrir la puerta para asomarse y ver qué era lo que la había impelido a ir justo hacia allá, cuando una voz la detuvo: “No es lo que piensas despierta, tampoco lo que sueñas o presientes mientras duermes, lo que te da la sabiduría, -más que a otros- y el poder para actuar a favor de los demás, hija mía”.

Entonces, ¿qué es?, papá.

Tu propia naturaleza, Amelita. Tú no eres como los demás, no eres una niña común, eres especial. Naciste de tu madre y de mí, sí, pero naciste con un mensaje amarrado con un delicado hilo dorado, al tobillito de tu piecito izquierdo y una nota, que decía: “Si me amas, nunca me abandones ni niegues mi naturaleza”. Y nunca te abandonaremos ni negaremos tu maravillosa naturaleza femenina, dijo el padre con una discreta sonrisa, que olía más a complicidad que a verdad. La niña sonrió ampliamente y respondió a la historia de su padre: Déjame pues, ser; y ayúdame a realizar mi obra, porque es mandato divino que sea la portavoz del nuevo mundo: uno más justo y equitativo, que este y en el que tu naciste, papá.

Pasaron muchos años, antes de que lo que aquí cuento se realizara. Pero, sucedió, fue un traslape de tiempo, espacio, personajes e historias, pero los personajes directamente involucrados, sabían que así pasaría, no podía ser de otro modo. Fue en un pequeño poblado, perdido entre lo espeso de la selva del Amazonas o entre los desiertos del Sahara, en un oasis para todos desconocido, o algunos opinan, que sucedió en medio de dos comunidades enemigas políticas, cuyos pueblos eran casi idénticos en ignorancia que los pueblos latinos de América, situados desde México hasta el Amazonas, o incluso aún más allá.

La niña aquella desapareció de la faz de la tierra, nadie volvió a verla ni saber nada de su vida, hasta el día en que un grupo de vecinos de la Sabana hicieron el largo viaje para ir a ver al “Niño de los milagros”, que por ahora estaba en México. Su padre, que era el mismo padre de la niña especial, dotada de dones increíbles, los recibió en el gran patio trasero de su casa, donde habían construido un pequeño templo o especie de iglesia, para que su hijo ayudara a los necesitados, convirtiendo sus tribulaciones en esperanzas.

Y, así, cada visita grupal o individual, que iba en busca de su ayuda, entraba y de inmediato se sentían transportados a un mundo mejor.

Solo una advertencia les hacía el niño de los milagros tras escucharlos y concederles lo que pedían, y esa era o decía más o menos así:

“Yo no hablo en vano ni por mi sola voz de humano, hablo por lo que de las Sagradas Escrituras he aprendido, y lo que mi Santo Padre, Dios, Nuestro Señor Bendito y Protector de cuanto vive en la tierra, me ha enseñado”. Mas si por un momento dudáis de mí y cuanto os diga y vaticine, no lo divulguéis; pues ante vuestra primera duda comprobada públicamente, cuanto os haya concedido y los bienes remediados o transformados para vuestro provecho y bien, se perderán y os quedaréis igual que antes de verme: sin hechizo y sin milagro concedido”.

Pasaron varios años y los milagros se multiplicaban y las visitas al “Niño de los milagros” pululaban. Hasta que un día, de fatal suerte, a alguien se le ocurrió llegar con mucho tiempo de anticipación, y como la curiosidad por conocer al niño en su propio hábitat, fue mayor que el miedo a quedarse sin los milagros concedidos, se volvió el espía asesino de la ilusión de muchos.

Huelga decir que al descubrir que el Niño no era tal, sino una niña hermosa que jugó el mismo juego de los adultos, de las simulaciones y engaños, para ganar credibilidad, pues ciertamente en pleno siglo veintiuno, las mujeres no eran consideradas, sujetos de fiar. Así cada uno de los que perdió la fe en el Niño Santiago de Santo Francisco de Jesús, perdió algo más…

Más vale prevenir que lamentar

Carlos A. Ponzio de León

Yo tenía catorce años, había concluido la secundaria e ingresado al bachillerato. Mi padre me inscribió en una preparatoria privada que, a juzgar por los costos actuales, treinta y cinco años después, supongo que ya desde entonces era muy cara, incluso para él, que en ese momento había ganado un litigio importante para una empresa de exportación de fritangas y de donde provinieron los honorarios que le permitieron matricularme en la recién construida preparatoria privada al sur de Monterrey, de las de Don Eugenio.

Como en un principio, (justo al finalizar la secundaria), no estaba contemplado mi ingreso a la escuela privada, me inscribí en la Preparatoria No. 15 de la colonia Florida. Para allá fueron a dar la mayoría de mis compañeros y también la chica que en secundaria me gustaba. Así es que de vez en cuando me iba a dar una vuelta a la Florida, para ver si me topaba con la jovencita. No porque fuera yo a hablar con ella; ni siquiera a eso me atrevía, (ella tenía novio), solo para mirarla de lejos. A quienes sí me encontraba era a mis amigos de cuadra: Cando y Memo.

Me llamaba la atención, de aquella escuela, que al menos por aquellos tiempos, en esa preparatoria les aplicaran, a los alumnos, exámenes de todas las materias, semanalmente, (usualmente los viernes). Y era en viernes cuando yo me asomaba por la prepa No. 15. Me metía a jugar al fútbol de mesa en las tiendas alrededor de la escuela.

Uno de esos días, Memo me dijo: “Peter, hoy es el último día para darte de baja de la preparatoria”. “¿Y?”. “Que, si no te das de baja de esta prepa, como no estás estudiando aquí, vas a reprobar todas las materias de esta escuela”. Me pareció trivial el asunto. ¿Para qué darme de baja de una escuela donde no estudiaba? Pero había algo en el tono de Memo y… además era Memo: uno de los amigos más sensatos que tenía. Me llevaba dos años. Así es que le pregunté dónde darme de baja. Me dio indicaciones para llegar a la ventanilla correspondiente.

Dos años después terminé el bachillerato en la escuela privada, pero dadas las limitaciones económicas en la casa, iba a tener que estudiar la carrera en la universidad pública. No había dinero para otra cosa. Fui hasta rectoría, en Ciudad Universitaria, y allí fui testigo de la kilométrica fila para ingresar a Derecho. Desistí de mi deseo de estudiar esa carrera y seguí el consejo de mi padre. Me formé en la fila de Economía: vacía. Llegué a la ventanilla, entregué mis papeles y la señorita hizo sus movimientos en el sistema. De pronto se levantó, fue a consultar algo a uno de los escritorios al fondo y regresó para decirme: “No te puedo inscribir. El sistema me arroja que estás en el primer semestre de bachillerato… en la Preparatoria No. 15, de la Colonia Florida”. “Me di de baja allí”, le dije. “Necesitas ir a solicitar el certificado de baja. La próxima semana, cuando lo tengas, vienes a esta misma ventanilla”.

En ese mismo momento, y directo desde ahí, me fui a la Prepa 15 abordando los correspondientes camiones de transporte público. Obtuve mi certificado ese mismo día por la tarde y a la semana siguiente regresé a rectoría. Así fue como quedé inscrito en la única carrera de economía a la que tenía acceso por razones económicas. De otra manera, no habría podido estudiar ni esa, ni ninguna otra carrera, por lo menos no ese año. Supongo que no habría coincidido en tiempos con mi primera esposa, ni con ninguna de mis primeras relaciones significativas, por lo que no me habría casado con mi primera mujer, ni con ninguna de las otras. Mi vida no sería esta.

¿Habría tenido un año para vagar? ¿Mis padres lo hubieran permitido? ¿Habría terminado la carrera de música que había iniciado en la universidad donde mi Madre daba clases? ¿Mi vida habría caído en la desgracia? ¿Me habría vuelto empresario?

¿De dónde habría sacado el porte y los conocimientos para gobernar el mundo y todas las estrellas del firmamento; para apagar los incendios del amor con un fuego más apasionado que el fuego mismo del astro sol?

¿Qué habría pasado si la chica que me gustaba en secundaria se hubiera inscrito en la preparatoria privada donde yo estudiaba? ¿Nunca habría dado esas vueltas a la Prepa 15 que me llevaron a darme de baja de ahí? ¿Habría estudiado cine?

Cualquiera que sea la respuesta a estas preguntas, puedo decir que: “hombre prevenido vale por dos… y no por tres”, y que me parece válido el viejo refrán de: “Más vale prevenir que lamentar”.

 

 



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