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El amargo descanso

El amargo descanso


Publicación:21-04-2024
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En ese instante supo quién era ella. Una mujer libre, pensante y llena de nuevas ilusiones

Envía a alguien

Carlos A. Ponzio de León

Chuycito se acercó al mostrador y sobre él encontró el tesoro que andaba buscando: una partitura de Beethoven que llevaba meses queriendo tocar. "¿Cuánto cuesta?" "Cuatrocientos pesos". Eran tres hojas y el equivalente a cuarenta pasajes de bus. 

El mostrador consistía en un mueble de vidrio con orillas de metal, lleno de métodos musicales, cañas para saxofones y clarinetes, panderos, metrónomos mecánicos, boquillas para metales: trompetas, trombones y tubas. Tras el mostrador atendían dos mujeres en uniforme.

Detrás se extendían los archiveros con partituras, ordenadas alfabéticamente por el apellido del compositor: de Arban a Zimmermann. Chuycito nunca traía dinero, excepto lo que le daba su madre para ir y venir en camión de su clase de guitarra en una escuela ubicada: dentro de esa misma tienda musical. A sus padres les había alcanzado para comprarle la guitarra. La maestra de secundaria les había dicho que su hijo tenía un talento musical extraordinario. Pero a Chuycito, en realidad, le llamaba la atención el piano: con el que jamás podría contar en casa, siendo hijo de maestros de primaria pública. En la biblioteca de la secundaria, sí había un piano vertical pequeño, de color café claro, al cual acudía para tocar durante el recreo. Y era lo que estudiaba en su clase de educación artística: el piano.

Aprendió el primer movimiento de "Claro de Luna" de Beethoven. En la parte posterior de la partitura descubrió otras piezas del compositor, publicadas por la misma casa editorial: Le llamó la atención una bagatela en Fa mayor. Tocó los dos primeros compases que aparecían impresos y le encantó lo que escuchó. Tendría que fingir que asistiría a clases de guitara durante veinte días para ahorrar lo suficiente y comprar la partitura

"¿Se la puede prestar para que la toque en uno de los pianos de la tienda?", se escuchó decir a un hombre detrás de Chuycito. "Claro, maestro", dijo la encargada. El adolescente giró hasta encontrar al maestro de piano de la academia. Se dirigió a un piano de cola y tocó. Luego se acercó el maestro: "lees muy bien a primera vista". "Me gusta". "Yo te puedo enseñar a tocarla si vienes el sábado a las diez de la mañana a mi salón. Ya te he visto; tomas clase con el maestro Diego". "Sí, pero me gusta más el piano". "Tengo uno en mi salón". Chuycito se levantó y regresó la partitura sobre el mostrador.

Dos días después de aquella plática, Chuycito llegó a la tienda. Abrió la puerta de cristal y subió por las escaleras que lo llevaron al segundo piso, donde se encontraban muchos de los instrumentos en exhibición. Continuó por los escalones hasta el tercer piso, donde se encontraban los salones de clase. Y por primera vez en su vida, tocó a la puerta del salón de clases de piano. El maestro abrió. Al verlo, se alegró. "Te estaba esperando". Lo invitó a pasar y cerró con botón la manija de la puerta. "Tengo la partitura de la bagatela; siéntate", dijo el maestro mientras abría la tapa del piano.

Chuycito tomó su lugar. El maestro se sentó a su lado. El adolescente colocó su dedo meñique de la mano derecha en una tecla y el dedo meñique de su mano izquierda sobre el fa, octava y media debajo del do central. Comenzó a leer lentamente y desplazó sus manos sobre el teclado como si se tratara del cielo, manteniendo la mirada fija sobre la partitura. Compases después sintió que le acariciaban la entrepierna. "Sigue tocando", escuchó susurrar al maestro. Intentó volver a concentrarse en las notas musicales, pero solo sentía el volcán de su entrepierna rompiendo en su interior. ("Nada te turbe", de Fray Nacho).

El maestro tomó del brazo a Chuycito, lo hizo levantarse del asiento y lo llevó al centro del salón. Lo alisó quieto y desabrochando su cinturón y pantalón, acarició el tronco de su ternura y lo colocó en su boca. Limpió amorosamente. ("Signos de amor", de Coro San José).

Para Chuycito había preguntas, pero no podía formularlas. No entendía: la aberrante naturaleza aquella: era solo un huracán que estaba a punto de romper el cielo para dejar caer agua bendita. Para su maestro, absorto escuchando el silencio, listo para recibir y romper su garganta, era la oportunidad para volver a la leche materna y no al alimento sólido. ("Huracán", de Hakuna).

Esa tarde, pero cuarenta y seis años después, Dios habría de decir: "Charlie: esa es la historia que debes contar... Porque fui abusado psicológica, sexual y físicamente siendo un adolescente... El mundo de las divinidades no tiene reglas, ni leyes. Yo les di a ustedes el Código de Hammurabi, el Derecho Romano y los Mandamientos. Ahora: la vida eterna del Consolador".

Una historia como muchas otras

Olga de León G.

La mujer tenía sus ideas propias sobre las cosas de la vida, sobre su propia vida. No le agradaba que alguien más le dijera lo que debía o no debía hacer, y eso sucedía con cierta frecuencia porque la imagen que proyectaba hacia afuera, para los demás, parecía invitar a hacerlo: sus modales finos, su educación, su leve sonrisa, su melancólica mirada, su plática e interés en los otros... En fin, podía pensarse de ella cualquier cosa, menos que fuese fuerte e impenetrable.

Acababa de divorciarse. "¡Por fin!", se decía para sí misma. Y, quienes habían conocido bien a la pareja, pensaban lo mismo: "hasta que se ¡decidió!". "Y ahora, ¿qué sigue?", caviló por un momento. Casi de inmediato, se levantó del sillón, tomó su tasa de café y la llevó consigo al escritorio. Se sentó, abrió el cajón de los bolígrafos, escogió uno de punto fino y tinta negra, eran sus favoritos. Abrió un nuevo diario, de color guindo y dejó correr la mancha negra sobre la página, a la que ya le había puesto, arriba a la derecha, la fecha y la ciudad desde donde escribiría (estaba en el norte de Italia e iría a Florencia, en la Toscana).

Por qué escogió ese país y esa ciudad, le preguntaron las amigas, si tú no hablas italiano. Pero lo aprenderé. Además, busco silencio, un lugar tranquilo para escribir, no para hablar, les contestaba y sonreía complacida de su decisión.

Había viajado antes del inicio del verano, cuando aún no terminaba la primavera; estaría por lo menos cuatro o cinco meses. "Tiempo suficiente para acabar de escribir esta novela: cuya trama quiere enterrarme viva... Me defenderé sin más armas que mis palabras corriendo sobre las líneas de las páginas en blanco. No moriré ni me suicidaré, quiero vivir, quiero resucitar de entre la melancolía, el engaño, la traición y el dolor de saberme ingenua...".

"Con qué empiezo, por dónde, cómo, prosa, poesía, metáforas, prosa poética, drama, es decir diálogo tipo teatro... No sé, haré como siempre: solo dejaré que salgan las ideas vueltas palabras y que vayan manchando la página. ¿Habrá otra forma de escribir, para mí?".

El cansancio del viaje, los pensamientos encontrados sobre si habría hecho bien en viajar, y al mismo tiempo sus inyecciones de vitalidad y decisión la llevaron a la cama, no sostenía su cabeza erguida ni sus ideas fluían a la velocidad que corrían frente a sus ojos: ilusión o alucinación de mujer que se niega a dormir, cuando ya está soñando y se imagina en su cama pero, ¡está tecleando!

Se oscureció el cielo y la habitación. Había dejado el diario, tal como lo tomó. No recordaba cuándo, pero sacó su laptop y comenzó a escribir, salió un poema y quiso dejarlo como Proemio de su novela. Luego escribió y escribió, sobre el pasado reciente y el no tanto. Hasta que se fue olvidando de su leitmotiv y dibujó en un poema una muy breve síntesis de lo que para ella era el amor, la vida y el dolor de ya no sentir nada por quien la amó sin medida y la traicionó sin saber lo que hacía...

En ese instante supo quién era ella. Una mujer libre, pensante y llena de nuevas ilusiones. Se cambió la ropa y bajó al lobby, por una guía de la ciudad: La Toscana estaba a su espera y ella ilusionada por verlo todo. Sobre el escritorio improvisado, dejó el Proemio a su novela eternamente iniciada y borroneada. Pero, jamás concluida. A un lado, en hojas borradores... 

Se leía:

Episodios de una vida idealizada

No quiero morir llorando.

No quiero morir gritando.

No quiero partir en vano.

No quiero partir temprano.

No quiero dejarte solo.

No quiero dejar de amarte.

Quiero vivir siempre soñando.

Quiero que te quedes conmigo.

Quiero tenerte aquí por siempre,

a mi lado y abrazándonos.

Déjame amarte hoy, vida mía,

porque mañana... ¿quién podría

decir, si estaré contigo o sola?

Déjame llorar en silencio

porque mis lágrimas me ahogan.

Y, déjame morir sin miedos,

que tanta libertad me asfixia

Y tanto yugo me aniquila.

.....

Hoy, quiero contarte una historia

Que en nada se asemeja a la mía; 

Y es tan antigua... como el mundo, 

el amor de una mujer 

escritora, maestra con suerte y sin gloria. 

Esposa fiel hasta la muerte 

y madre sin diploma

ni reconocimiento

por vivir sirviendo, 

sin pena ni gloria, 

ya chicos, crecidos o grandes

a los hijos maravillosos

nobles, buenos o rebeldes

que la vida le dio y Dios le prestó

para probar su carácter:

encendiendo su amor de madre.

 



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