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El albergue de la verdad

El albergue de la verdad


Publicación:16-06-2024
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Mi cuento de hoy pretende ser un microcuento, que cuente en menos de doscientas palabras una historia verdadera sobre mentiras de los cuentistas

Decir y contar

Olga de León G.

Los cuentos no dicen sino cuentan. Decir es referir algo más o menos apegado a la realidad, cierto o falso; pueden decirse verdades completas, a medias o falsedades. Los cuentos refieren sobre verdades, fantasías o ficciones, que no son objetivas, sino subjetivas y sacadas de la gaveta del imaginario; por ello merece mayor reconocimiento la escritura creativa que la prosa común por muy bien producida que esté. Escribir literaria o artísticamente requiere de un dominio no solo del arte de escribir, y escribir bien sino bellamente, aunque esa belleza pueda estar vestida de terror, locura, exageración inaudita y otros estilos que puedan no parecernos gratos.

El dominio que posee el escritor es intransferible e inimitable, por más que se le parodie o parafrasee. Pues proviene de su propio espíritu, de sus vivencias, sus emociones y sentimientos. Hoy, puede estar eufórico y escribir así, o absolutamente serio y equilibrado: eso es producto del dominio que tiene sobre la pluma o el teclado, aunque cualesquiera de ellos parecieran actuar por su cuenta. No, nunca es así. Me atrevo a pensar, que ni siquiera cuando escribieran bajo el influjo del alcohol u otra droga, pues entonces: no serían escritores excelsos, si no dominaran incluso sus pasiones, aunque simulen que se dejan llevar por ellas (quizá algunos piensen eso de Hemingway o Poe, entre otros); las apariencias engañan y un superficial juicio, también.

El otro día, sí, el otro día, ese que nunca se define ni se ubica en algún tiempo preciso (por así convenir a mi imaginario), leí en alguna parte: no se bien en dónde o en cuál parte (idem), que el autor de una obra escrita es el único dueño de su contenido y, por lo tanto, de su verdad o mentira. Con lo cual estoy totalmente de acuerdo.

Luego, otro día encontré por ahí, sin estarlo buscando, que el tema solo es importante en función de quien lee el cuento y no de quien lo escribe. En verdad pienso que el tema puede ser lo de menos, pero también pienso que no se le puede minimizar. De algún modo, el tema en el que nuestros cuentos o historias se adentran son lo que son, por algo, no por mera casualidad ("Yo soy yo y mi circunstancia"). 

Entre los dieciséis y los veintitantos: ¡cuánto amé al existencialismo!, particularmente al francés. Más tarde me desencantaría un tanto de él; pero, en lo esencial, seguí siendo existencialista. Eso digo o eso creo...

Mi cuento de hoy pretende ser un microcuento, que cuente en menos de doscientas palabras una historia verdadera sobre mentiras de los cuentistas, incluyéndome, por supuesto. Va, pues:

Parecía que venía firme y decidido directo hacia mí, a una cuadra de distancia eso parecía. Comencé a sudar copiosamente, aunque la temperatura no lo ameritaba, 22 grados centígrados. Comencé a preguntarme en silencio: ¿sabrá ya lo que opiné de su obra?, o lo que dije hace unos días (en boca cerrada no entran moscas; ni salen sandeces: pensaba).

Pasó junto a mí, sin voltear a verme, era como si nunca me hubiera visto o yo no estuviera allí. 

Iba de prisa, luego me enteraría, debido a que acababa de saber que yo recibiría el premio al primer lugar de cuento sin temática trascendental; y quería felicitarme, antes que otro lo hiciera. Deseaba que yo supiera que me admiraba, que le gustaba mi prosa, hasta cuando decía solo mentiras y contaba bien poco.

"No importa", me diría poco después, un amigo mutuo. Lo importante, dicen que dijo, es: "salir en la foto": un día, esa fotografía, me definirá como su amigo y no su contrincante.

Feliz bellaco, eso era quien venía casi corriendo hacia mí, y se pasó de mi lado, sin verme: a veces, soy afortunadamente invisible.

Cuidas a tu hermana

Carlos A. Ponzio de León

Cuando yo tenía seis años, mi madre me dijo: "Cuidas a tu hermana", y nos dejó solos en la casa, mientras ella daba una vuelta urgente a las diez de la noche, a casa de su propia madre. Siete años más tarde, yo llevaba y traía a mi hermana a su clase de natación, en una alberca privada a dos kilómetros de distancia. Cuando mi hermana se graduó de la carrera de medicina, me invitó a su graduación y me regaló un reconocimiento grabado en madera. El día de la boda de mi hermana, viajé de España a México para estar con ella en la ceremonia. A los tres años, se divorció y yo estuve ahí, junto a ella, para secar sus lágrimas. Cuando anunció su segundo matrimonio, yo fui el primero en enterarse de que su marido era viudo y había pasado varios años en la cárcel, por homicidio cometido contra su primera esposa. 

Y ahí estábamos ahora, reunidos en el comedor de la sala paterna: ella, su marido y yo, listos para recibir el año nuevo. Mi madre se levantó para traer una salsa. Mi padre tomaba una copa de vino sentado en la cabecera de la mesa. Mi hermana acomodaba los platos. Su marido bebía el enésimo jaibol de la noche. Yo observaba la escena, sobrio, pues nunca he bebido. De pronto, el marido de mi hermana soltó un manotazo fuerte sobre la mesa, reclamando más hielos. "En el refrigerador los encontrarás", le dije suavemente. Mi hermana dejó de acomodar platos, tomó el vaso de vidrio de él y se dirigió a la cocina. Los efectos comenzaban a notarse.

Me levanté para avisarle a mi madre que ya estábamos listos. Mi hermana regresó con el vaso lleno de hielos. El hombre se sirvió dos onzas de whiskey y agua mineral, la cual estaba a punto de acabarse. Cenamos. "El pavo y la salsa estuvieron deliciosos", le dijo mi padre a mi madre. Faltaban quince minutos para la media noche. Mi hermana se levantó a traer un radio. Conectó el enchufe a la luz y buscó una estación en la que pudiéramos escuchar a los conductores transmitiendo en vivo. Mi madre se levantó por copas de champán y yo fui por la botella al congelador. Habíamos olvidado enfriarlo y lo metimos ahí, para acelerar el proceso.

Cuando regresé a la mesa, mi hermana repartía los pequeños vasos de vidrio con doce uvas y se escuchó otro manotazo sobre la mesa. "Ya no hay agua mineral". Mi hermana colocó el último vaso y se dirigió a la cocina. Trajo otra botella de mineral, con dos litros. Le sirvió a su marido. 

Dieron las doce de la noche. Las campanadas se escuchaban en la radio. "Que tengas muy buen año, hijo". "Igual, mamá". "Que sea un año lleno de realizaciones". "Igual, papá". "Los mejores deseos", "lo mismo para ti, hermanita". "Cuñado, lo mejor". "Igualmente, cuñado".

Comenzó la cumbia de siempre, con Tony Camargo: "Yo no olvido al año viejo / porque me ha dejado cosas muy buenas. / Me dejo una chiva / una burra negra / una yegua blanca / y una buena suegra." Luego vinieron otras: obras maestras de la imaginación y valentía popular: "Las Cuatro de la Mañana" con El Viejo Paulino y su Gente; "Nadie es de Nadie", con El Chapo de Sinaloa; y "Rata de dos Patas", con Paquita la del Barrio, entre otras.

Otra vez: el manotazo sobre la mesa. "¡Se está acabando el whiskey!" "Mi amor, ya vámonos", le dijo mi hermana a su marido, con suavidad. "¡Cuando yo diga, nos vamos!", y dio el trago con el que se acabó el jaibol que le quedaba en el vaso. Se sirvió el último, exprimiéndole hasta la última gota a la botella.

Quince minutos más tarde: el último manotazo de la noche: "¡Vámonos!", le dijo a mi hermana. Ella se dirigió a la cocina, tomó los platos que le había preparado mi madre para llevar, subieron al auto y se fueron.

El resto, lo conozco de oídas. Llegaron a su propia casa, mi hermana y su pareja. Él se dirigió a su cantina en la sala y buscó entre varias, una botella de whiskey: Le gritó a mi hermana: "Sírveme un último jaibol". Mi hermana sacó los hielos y el agua mineral del refrigerador. Para cuando regresó a la sala, lo encontró sentado en el sillón, esperándola. "Ya con esta nos despedimos, amor", le dijo mi hermana.

Bebió de prisa. Primero se incorporó, luego se desplomó, golpeándose la cabeza sobre el vidrio de la mesa. Casi un año antes, yo le había facilitado a mi hermana la compra del seguro de vida de su marido, el cual ahora cobraría.

 



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