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Dulces despertares

Dulces despertares


Publicación:06-02-2021
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Cuando la tarde empezaba a sentar sus reales, el silencio profundo y prolongado desde el amanecer hasta más allá del medio día, intimidó al bullicio de la vida

Los colores del silencio 

Olga de León G.

El ruido huyó con la luz del día en plenitud. Cuando la tarde empezaba a sentar sus reales, el silencio profundo y prolongado desde el amanecer hasta más allá del medio día, intimidó al bullicio de la vida.

Fue como si nadie quisiera romper la cortina de luto y dolor que el silencio había impuesto sobre los pobladores de la ciudad, de muchas ciudades del mundo… Según dieron cuenta tiempo después las rotativas de los periódicos y los canales de la televisión que aún funcionaban, como si no quisieran callar del todo, por temor a morir dentro del silencio.

Salí, esa tarde, porque tenía que salir, alguien debía ir por víveres. Nadie sabíamos cuánto tiempo más debíamos permanecer encerrados en nuestras casas, evitando el contacto con los demás, con quienes no vivíamos ni convivíamos regularmente.

“-Nos acostumbramos a solo sonreír a la distancia a los conocidos, y levantar el brazo agitando la mano o cruzar nuestros brazos sobre el pecho, en señal de que los abrazábamos, de que los queríamos, pero no debían ni debíamos acercarnos. Alguno o varios podían estar contagiados de ese terrible virus que había escapado de algún laboratorio o habíase originado entre el contacto del viento con la naturaleza, con otros seres vivos… o, sabrá Dios, dónde se habría originado. Tampoco importaba mucho saberlo, no ahora que lo fundamental, lo que importaba, era seguir con vida”.

Así se expresaba aquella mujer que conocí hace más de diez años. No volví a verla, nunca más la encontraría ni siquiera cuando volvía al mismo lugar; nunca me pregunté si viviría aún, o si ya habría sido contagiada; solo pensarlo me parecía inmoral o perverso, pero no bueno ni sano. Y siguió hablando solo para ella misma, en silencio: pensando… 

      Todavía seguimos viviendo bajo un régimen de restricciones para salir, para ir a trabajar fuera de casa, aunque sea solo durante un día al mes, y el resto, lo hacemos dentro a través de la tecnología, en línea: con los colegas, con los empleados, con los alumnos, con los clientes, o con quienes tenemos que estar conectados según el giro de nuestra empresa, institución o empleo desempeñado. 

- Pero el mundo no se paralizó, ¿verdad que no, abuelita?  

- No del todo, Liza. Los humanos son hábiles para encontrar formas de no perder el apego a sus cosas, su trabajo y sus eventuales, pero necesarias, distracciones… ni alejarse totalmente de sus gentes, su familia y amigos. 

Y, la mujer tenía razón. Pero, solo hasta ese mediodía que marcaría un parte aguas: un antes y un después del bullicio y el silencio. Un alto total a la producción y creación de todo lo que implicara movimiento o ruido, por mínimo que fuera. 

      Esa tarde -recordé yo misma-, en la que el silencio imperó sobre el mundo y los ruidos huyeron despavoridos, mi propio pensamiento guardó silencio, temí que, de solo pensar, mi osadía pudiera enfurecer a quien fuera que hubiese dejado caer tal maldición sobre la tierra.

- ¿Cómo era ese silencio, abuela? ¿podías verlo, olerlo…?, ¿o escucharlo, aunque fuera muy quedito?

- Sí, ahora que me preguntas, hijita, caigo en la cuenta de que el silencio aquel, tenía un particular color: era una sombra; ni blanco, ni negro ni gris: era solo una sombra, que se extendía desde donde dejaba caer mi mirada hasta donde mis ojos alcanzaban a ver.

Acaso -me pregunto otra vez, yo misma- ¿seguirá el mundo viviendo entre sombras?, porque las casas lucen en sus puertas principales, las del frente, un moño negro.

- ¡Qué triste historia, abuelita!, irrumpió de pronto la niña. Menos mal que yo no vivía en esos años, describe con señas la hermosa niña.

-  Y la abuela asiente, y con otra seña le dice: te amo. Mientras se pregunta: ¿volverán, algún día, los colores del silencio y… los ruidos? 

Sugar Mommies

Carlos A. Ponzio de León

      

      Julián cambió de parecer sobre el amor. Fue después de que su exmujer comenzó a prohibirle ver a sus hijos, por los retrasos en los pagos de las pensiones alimenticias. Por eso y por su otra historia con Bertha, comenzó a razonar que: la equidad de género requería una nueva perspectiva. El hombre: no solo no estaba obligado a solventar los gastos de la casa, sino que las mujeres debían encargarse de invitar a cenar y realizar desembolsos para sus parejas. Poco después de escuchar sobre el concepto de Sugar Mommy, el asunto le cayó como borrador de pizarrón que le golpea la cabeza.

      Elegía a sus mujeres a través de la aplicación de Tinder. Invertía invitándolas a tomar un café. Les permitía saborear de su plática, inmersa en valles de risas y un pedazo de pastel. Para la siguiente cita: una cerveza en casa de ellas. Les hacía el amor con pasión brutal. Mujeres de cincuenta que alcanzaban a incendiar su propia emoción y el peligro de afilarle los cuernos al toro. De complexión mediana, alto y de tes parda, salía con varias mujeres a la vez. Pero nunca, con más de cuatro. Luego, el mensaje a través del celular: ¿Me podrías prestar doscientos pesos? La relación terminaba cuando la cincuentona entendía el tipo de relación comercial que se había entablado, y ella ya no estaba de acuerdo.

      Pero la historia con Bertha fue distinta, se conocieron de otra manera, en su natal Durango, años antes de que Julián iniciara con el tema de las Sugar Mommies. Buscaba por aquel entonces una granja de pollos para criarlos y venderlos. Lo que encontró fue un criadero de pavorreales. Fue a visitarlo, se hizo amigo del dueño y así conoció a la hija, Bertha, que en ese momento ya pisaba los cincuenta; Julián apenas contaba con treinta años. Comenzaron a salir. Él le pedía consejos y ella se los daba. Además, la mujer no se echaba para atrás cuando Julián se le insinuaba. Hasta que sucedió lo que tenía que suceder. 

       Pero él siempre andaba sin un clavo. Un día, por circunstancias, le pidió prestado doscientos pesos. Ella, empresaria, tenía su pequeño negocio y la cantidad le representaba casi nada. Se los dio. Julián nunca pudo devolver el préstamo, cuando volvió la escasez monetaria. Ella condescendió nuevamente, y repetidamente. De pronto también le regalaba una camisa de vestir, un pantalón o unos calcetines. 

      Al año de la conquista, Julián tuvo que mudarse a Querétaro, donde encontró finalmente trabajo como profesor de secundaria. Eran tiempos en los que los maestros aún se atrevían a lanzar por el aire el borrador del pizarrón contra los alumnos mal portados.

      A pesar de la distancia, Bertha y Julián mantuvieron contacto. Realizaban video chats; a veces eróticos. Ella le pagaba la transportación para que la visitara de vez en vez. Intercambiaban, desde lejos, fotografías de desnudos. Él seguía pidiéndole consejos, y ella se los proveía con gusto.  La situación perduró un año más. Hasta que un día, Julián volvió a pedir un préstamo de trescientos pesos y ella le respondió: Te voy a mandar dos mil; pero es la última vez. No te preocupes por regresarme lo que te he dado hasta ahora, consérvalo.

      Julián se desvaneció en la cama. El mundo se le vino encima como implosión de la madre tierra. Comenzó a sudar charcos hirviendo que lo mareaban y le hacían querer devolver el estómago. Deseaba arreglar la situación a como diera lugar, remendar lo que hubiera hecho mal; no por el dinero, sino porque sentía que había cometido un error inconmensurable, que le pisoteaba la consciencia hasta desgranarle los sesos.

      Ella le explicó que había encontrado a alguien más, que la amaba incondicionalmente. Julián pasó meses de hierro helado que le atravesaban el corazón. Nada le levantaba los ánimos. Un día, en el trabajo, perdió la paciencia y descalabró a un alumno con el borrador. Perdió la chamba y en lugar de regresar a Durango, de inmediato fue a visitar a un amigo que vivía en los edificios Constitución, en Monterrey. Le contó la historia completa, buscando consuelo.

      Llegaste a la tierra de los negocios, bato; le dijo el amigo. Arráncate con más conquistas; ya te salió bien una. Y concluyó mostrándole en el celular la aplicación de Tinder, algo para encontrar parejas. A Julián le pareció espantosa la idea general, pero en particular le agradó la posibilidad de conocer más gente. Se emborrachó tres días en Monterrey, subvencionado por su amigo, y regresó a Durango.

      Semanas más tarde, la necesidad económica: otra vez. Comenzó a obtener citas con mujeres: diez, quince y hasta veinte años mayor que él. Una cosa fue llevando a la otra, hasta que se volvió, más que un vicio, su forma de ser, su manera de relacionarse con el mundo, de interpretar las relaciones humanas. El amor incondicional… nunca más fue lo de Julián.

      

 



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