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Dos hilos de imaginación

Dos hilos de imaginación


Publicación:23-04-2023
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Una revelación

Carlos A. Ponzio de León

      La luz del sol comenzaba a aparecer diminuta sobre el cielo, detrás de unas nubes. Ese día había llovido intensamente toda la tarde. Al final de la cerrada, hundida doscientos metros después de doblar la esquina, había una casa gris mal pintada donde se desarrollaba una fiesta. El volumen de la música, típica de un club nocturno, era alto. La intensidad de la luz: baja y, además, los organizadores habían colocado luces de colores en las esquinas de la sala. La casa estaba abarrotada. Mario, un hombre aún atractivo en los cuarenta, vestía de traje y corbata. Se abría paso entre los invitados, quienes sentados unos, y otros de pie, bebían de vasos de plástico y conversaban casi a gritos. Había botanas regadas en platos de hielo seco colocados encima de los muebles, tanto en la sala como en la cocina. Mario buscaba la puerta y finalmente, al divisarla tras un grupo de gente, se dirigió hacia ella. Cualquiera le abría paso al reconocerlo y le sonreía con respeto. Era el jefe en la oficina. Finalmente salió de la casa.

      Afuera, junto a la puerta que se había cerrado, el ruido se escuchaba a un volumen mucho más bajo. Mario buscó su cajetilla de cigarros en el interior de su saco. Acababa de comprarla antes de llegar a la fiesta. Desprendió el plástico y encendió un tabaco. Tras el humo que expiró luego de la primera fumada, logró ver, más allá, en la acera y de espaldas, a Sandra, su secretaria. Eran contemporáneos en términos de edad. Mario se encaminó a saludarla. Se le acercó por detrás y le preguntó si quería un cigarro. Sandra reconoció la voz y giró de prisa para encontrar a Mario de frente. Sostenía su celular en la mano. Estaba llorando.

      "¿Qué sucede?". "Me hablaron del hospital", comenzó a decir Sandra, para continuar: "Mi hija tuvo un accidente". Mario se estremeció como si se tratara de su propia hija. Se quedó quieto, sintiendo casi como si lo hubieran tumbado al piso. De pronto, cuando las palabras que había escuchado resonaron en su pecho, comenzó a moverse desesperadamente. "¿Qué pasó, exactamente?" Para Sandra, la pregunta fue como si le vaciaran encima un balde de agua fría. "Un auto chocó el de mi hija, después de traerme aquí". 

      Mario llevó sus manos a la cabeza. "Yo te puedo llevar al hospital". "Ya pedí un Uber". Sandra miró la pantalla de su celular. "El carro está a tres minutos de distancia". "¿Puedo acompañarte?". Sandra se quedó mirando fijamente el saco de Mario. Le tumbó una pelusa de la solapa. "Si quieres acompañarme, está bien". Intercambiaron algunos segundos de silencio. Cruzaron miradas y Mario comenzó a morderse los labios. Luego se talló la barbilla y llevó una mano para acomodarse el cabello, pero terminó despeinándose.

      "¿Por qué tienes tanto interés en acompañarme?" Mario parpadeó. Giró la cabeza de un lado al otro y luego, suspirando, llevó la mirada a la colilla de su cigarro y posteriormente a la banqueta. Comenzó a explicarle: "¿Recuerdas tu última fiesta de cumpleaños, a la que invitaste a toda la oficina a tu casa?" Sandra asintió. "Tu hija y yo nos enamoramos ese día. Desde entonces hemos estado saliendo". Sandra quedó atónita, boquiabierta, sin decir una palabra. Trataba de hilar una frase, pero aquello se quedaba en pequeños tartamudeos. "¿Llevas saliendo con mi hija ocho meses y no me lo dices?, ¿qué clase de...? Pero Sandra guardó silencio. Llevó una mano a su frente. "¿Cómo es que ella no tuvo la confianza para decírmelo?, ¿por qué me lo escondió?" Mario seguía callado. Abrió sus piernas para sostenerse firmemente sobre la acera y le dijo: "Lo siento, no supimos cómo manejarlo". Sandra se tallaba los dientes. "Me siento totalmente traicionada, por ambos... sobre todo por ella."

      Se escuchó el ruido del motor de un auto a lo lejos. Ella encendió la pantalla de su celular y buscó en la aplicación de Uber las placas del carro que esperaba. Toyota Camry blanco. A lo lejos, el conductor se acercaba lentamente, con las luces intermitentes encendidas. Mario buscó la mirada de Sandra y le dijo: "Tu hija está embarazada". Sandra se quedó observándolo y luego de un silencio, le respondió: "Me lo dijeron en la llamada". Sandra volvió a la pausa, se llevó la mano a la boca y finalmente le dijo: "Perdió al bebé". El dolor comenzó a recorrer el rostro de Mario. Las piernas comenzaron a temblarle y tuvo que sostenerse sobre el hombro de Sandra. En el horizonte, el sol se escondió para dejar caer el peso de la noche sobre la ciudad entera.

      

Puedes morir de miedo... ¡O de risa!

Olga de León G.

Solo faltaban cuatro cuadras en línea recta, una vuelta a la derecha y continuar dos cuadras más adelante para girar a la izquierda, llegando al número trescientos cuarenta y siete, interior 5A: allí era su destino. 

No tocó a la puerta, solo la empujó y entró. Esperaba que nadie estuviera a esa hora. Y, así fue. Pero, por qué estaba abierta la puerta principal. Algunas veces, solían dejar sin llave, por olvido y prisa al salir; pero nunca sin al menos emparejar la puerta con el marco. Eso lo hizo detenerse y mirar alrededor: nada estaba fuera de lugar o desordenado. Entonces, nadie había entrado antes de él.

Revisó rápidamente el resto de los cuartos... Nada. Se preparó para ir a dormir en el sillón de la entrada. Al menos una hora, tenía que reponer fuerzas. El susto -anterior- no había sido para menos.

Transcurrió la hora y no se despertó. Pasaron casi dos horas más para cuando, asustado de que estuviese en penumbra el cuarto y él aún allí, se levantó del sillón. La casa seguía sola.

Rápidamente, se levantó y se dirigió al baño donde abrió el grifo del lavamanos y tomó sendos chorros de agua con cada cuenca de sus manos que arrojó a su rostro, específicamente a los ojos, restregándose un poco los párpados cerrados. Secó su cara con la toalla impecable que allí estaba. Salió.

Qué habría sucedido, por qué su familia no estaba ni habían regresado, de donde quiera que hubiesen ido. Recorrió ahora en sentido inverso el pasillo interior hasta la puerta principal, y esta vez se aseguró de dejarla cerrada.

Estando ya en la calle, olvidó dónde había estacionado su auto. No lo veía por ningún lado... Pero, tampoco vio que circulara algún coche, camión o taxi. Así, inmóvil, estuvo dos o tres minutos; luego optó por ir hasta la esquina... pero, hacia cuál: ¿derecha o izquierda?

En ese transe se hallaba, cuando escuchó un suave zumbido. Miró hacia atrás, de donde provenía el ruido, y vio que la puerta que recién había cerrado, se abría y que desde el fondo una especie de sombra plateada brillante, como de humano, pero más alto, le indicaba con alguna seña u otro sonido, que regresara.

Joel era terco, y no estaba acostumbrado a recibir órdenes sino a darlas, así que no obedeció ni respondió. Se limitó a ignorarlo... Hasta que algo parecido a un impulso mecánico lo hizo dar un paso y luego otro, y otros más, hasta quedar frente al artefacto que vio como una sombra plateada. Era una especie de servidumbre creada con inteligencia artificial, precisamente para hacer obedecer a los rebeldes y tercos. ¿En dónde estoy?, se preguntó en silencio, sin hablar... En qué tiempo, qué mundo, siguió en su mente interrogándose: si no, ¿a quién más podía plantearle todas sus dudas? La sombra plateada, le respondió, como si hubiese escuchado su angustia y sus pensamientos: 

Has llegado a tu nuevo hogar, en el siglo veintisiete, en la Galaxia de Clon XI, que surgió de la Tierra hace cuatro siglos cuando la violencia dominó a los humanos y unos pocos la rescataron y la clonaron para volverla limpia y tranquila. No sobrevivieron muchos; la maldad destruyó al mundo tal como tú lo conociste.

Joel escuchaba paralizado y  sin poder moverse, ya no por terco, sino de una mezcla de estupefacción, miedo e incredulidad: Qué era todo esto, quién le hablaba sin hablar: y no obstante, escuchaba con total claridad.

Lo único que se le ocurrió pensar para no sufrir un infarto, fue que él seguía dormido en el sillón de la estancia: solución clásica.

La sombra plateada, androide sin género o de multigéneros, lo atrajo hacia sí y le indicó un pequeño espacio donde debía entrar: una especie de cuarto en el centro de un área boscosa con paredes de cristal. Joel entendió, era su oficina. 

Siempre se había quejado del trabajo de siete horas encerrado frente a un ordenador de palabras, una impresora y otros aparatos. Allí no había nada de eso, solo usaría diferentes lentes, para tele transportar sus ideas y ver las de otros.

Nada más había en ese prístino y claro espacio del mundo cibernético en el que ahora se hallaba. Sin embargo, su memoria humana lo traicionó, él no era Joel, no en realidad, sino Alicia, quien había escrito los cuentos de la hormiguita colorada, así que tuvo una debilidad -al fin, mujer- y trajo al nuevo mundo, sin quererlo, con el pensamiento, a su fiel amiga: la hormiguita colorada. 

Este emblemático y diminuto personaje saltó al hombro derecho de Alicia, y de un piquetito, la regresó a su trivial y aburrido presente, al que algunos llaman "El país de las maravillas". No el de Alicia, sino el de la hormiguita y su gran amigo, el elefantito azul.

(Un piquetito de hormiga nos puede volver a la realidad. ¡Ojalá!, no a la material y prosaica, sino a la de materia onírica e ideal).

      



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