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Día de Muertos: Pequeño Homenaje a José María Roa Bárcena

Día de Muertos: Pequeño Homenaje a José María Roa Bárcena


Publicación:30-10-2022
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Lupe, de la Huasteca

Carlos A. Ponzio de León

      

      Sabemos cuándo ocurrió la transformación de Lupita en Lupe, la de la Huasteca: fue en aquella época en la que yo viajaba en avión con frecuencia, de la Ciudad de México a Monterrey, en otoños que puedo decir eran demasiado calurosos para el resto del país y que podrían situarse entre 2016 y 2020, porque recuerdo que trabajaba para una compañía internacional, que me enviaba a realizar inspecciones de los equipos de transporte terrestre que salían hacia los Estadios Unidos; lo sé con la certeza del hombre que se acalora al llevar puesto un suéter en una ciudad azotada por un sol de cuarenta grados centígrados.

      Subí a un taxi Uber y me tocó un chofer parlanchín que resultó ser originario de Tampico y que sabía exactamente cómo se llamaba el dueño del equipo de fútbol Pachuca. Un conductor que, sin tener idea de que yo conocería a Lupe, la de la Huasteca, me contó esta historia que vengo ahora a narrar aquí. Le había resultado escandaloso a nuestro amigo que, con los movimientos feministas que se han puesto de moda, las mujeres se hayan dotado de todo tipo de libertades, incluso para serles infieles a sus maridos, cuando ellos lo son.

      El tampiqueño me dijo: “Traigo esta historia que me sucedió el sábado y necesito contar, porque no doy crédito. Recibí una solicitud de taxi. A mí, la aplicación no me muestra el destino hasta no recoger al cliente. Llegué a lo que era una gasolinera, donde se suponía estaría el pasajero, y ya me había enviado un mensaje pidiendo que no me demorara, porque estaba en una situación urgente. Con calma me detuve, miré por todos lados y luego de un rato, apareció una mujer, quien se subió a mi carro”.

      “Oprimí el botón para iniciar el viaje y vi que había que llevarla al Hospital de Cardiología. Supuse que tenía a un enfermo ahí, quizás a su papá. Yo traía las ventanas del auto como ahorita, hasta arriba, por el aire acondicionado. Miré por el retrovisor y la mujer estaba oprimiéndose la nariz con los dedos. “¿Trae usted loción?”, me preguntó. Y sí… pero no es que yo me bañe en ella. “¿Es usted alérgica?”, le pregunté. Me dijo que lo era para todas las lociones de hombre. Bajé las ventanas. “¿Le parezco fea?”, me preguntó.

      “Y yo… “pues no”. Y entonces me dice: “Mi marido me engañó”.”, seguía contándome el conductor de su conversación con la pasajera, mientras se llevaba la mano a la boca. Yo pensé en aquella canción de Ricardo Arjona, Historia de Taxi, en la que una mujer engañada por su pareja seduce a un taxista para cobrar venganza. Y el conductor de Tampico continuó: “Y entonces me dice la chica: Pues ya estoy cobrando venganza”.” Y hubo un silencio largo, hasta que el chofer me dijo: “La mujer me cuenta: “Estaba en la gasolinera donde me recogió, porque acababa de ver a mi amante”. “Bueno, pero al menos disfruta usted a su amante, me imagino”. “No me gusta. El único hombre con quien disfruto estar es con mi marido”.” Y el de Tampico hizo un largo silencio, hasta que le pregunté: “¿Y luego?”. “Pues me dice la mujer que finalmente descubrió por qué él la engañó”. ““¿Por qué?” “Porque a mí no me gusta hacer el amor con él”.” Entonces volteé a mirar al conductor y me dijo: “Yo me quedé igual”.

      ““Me dice la chica: “Es que yo soy lesbiana. No me gustan los hombres”. “¿Y por qué se casó con su marido?”. “Pues yo tenía novia y él estuvo insistiendo mucho, hasta que me conquistó. Y por mí se hizo cardiólogo. Era camillero. Yo lo apoyé, le ayudé a conseguir una beca. Trabajaba mientras él estudiaba”.” “Total”, me dijo el taxista a mí, “la chica sentía que el hombre le debía todo.”.

      “La llevé hasta Cardiología y ahí la estaba esperando el marido. Un tipo con porte, alto, que se acercó a abrirle la puerta. Todo un pelado bien comportado. ¡Ah!, pero antes, me había dicho ella: “¿Nos puede llevar de Cardiología a otro destino?”, “Sí”, le dije, “nada más añada el destino en el teléfono”. Y entonces ella se baja, le da un beso al hombre y se suben los dos atrás. Debe haber un tema de bacterias ahí, ¿no, amigo?”,” me pregunta el chofer. Asentí.

      Y el de Tampico continuó: “Que me aparece el nuevo destino: El Cementerio Dolores. Y yo: ¡Ah, chinga! ¿A esta hora?”.

      Entonces, queridos lectores, yo me quedé helado, porque esa historia la había escuchado repetidamente en los taxis que me recogían en el Aeropuerto de Monterrey. ¡Esa mujer ya está muerta! ¡La conocí en la cuadra de juventud! Se llamaba Lupita y vivía en la Huasteca. La noticia hizo eco en los periódicos hace siete años. Cuando descubrió que su marido la engañaba, Lupita los mató a ambos. Luego, ella se atravesó la garganta con un cuchillo. Desde entonces dejó de ser Lupita y le dicen Lupe, fantasma de la Huasteca. Ella y su marido están enterrados en el Panteón Dolores desde hace siete años.

A la espera de…

Olga de León G.

Hace pocos días, en un acto muy de mi temperamento, ante la afirmación de una mujer con quien recién había iniciado una charla más o menos baladí y no, por lo que se entenderá luego, le dije: “Pero, usted no parece tener el cuerpo de alguien a quien se le va el apetito y come poco o casi nada, cada día”.

“¿Me veo gorda?”, me pregunta, quien se me había presentado como Juanita. “No mucho, yo diría que gordita; mire, más o menos como yo. ¿Cuánto pesa?”, le lancé la pregunta como balde de agua fría, sin preámbulos, para no darle tiempo a negarme una respuesta o decir una mentira. Y me contestó: “82 kilos”. (Probablemente sí le quitó a la verdad unos dos kilos).

“Yo peso 76 (hice lo mismo que ella, me quité dos). Ve usted, andamos muy parejo; y sé que también traigo varios kilos de más”.

“¿Cuánto quisiera usted pesar?”, me preguntó, y continuó diciendo: “A mí, me gustaría pesar lo mismo que usted”. “No, yo sé que debería bajar más, unos diez kilos, por lo menos.” “Ah…”

Estábamos sentadas frente a los consultorios del único Geriatra que asiste por las mañanas, y el de Psiquiatría. Supongo que ella iba por atención con psiquiatra; a menos que fuera a consultar al Geriatra, en nombre de su mamá. No le pregunté, me pareció que hacerlo, sería demasiado agresivo.

Me concentré en mi esposo, le pregunté si estaba cansado, me dijo que un poco, yo le dije que seguramente tendríamos que esperar todavía, pero que seríamos los primeros del turno de la tarde. Afortunadamente, la enfermera que tomó nuestra hoja, con la indicación de la hora de la cita, le dio celeridad a la consulta y nos informó que pronto nos atendería el Dr., ya fuera de Medicina Interna o Geriatra. Y así fue, en menos de diez minutos ya estaban llamando a consulta a mi esposo.

La mujer sin apetito -aunque con obesidad- recién entraba al consultorio de Psiquiatría, tras oír el nombre de Juana María… Y caminaba con cierta parsimonia y tranquilidad no muy naturales (según me lo pareció a mí). Me quedé con el deseo de decirle adiós y desearle buena suerte, para ella y para su mamá.

Salimos contentos de la consulta y buenas noticias: dos medicamentos de la noche, se le retiraron a mi marido, y otro cambió de la mañana a la noche. Todo a pedir de boca: mejorando… Nos dirigimos a la Farmacia, para recoger el suplemento alimenticio que no nos habían surtido la semana pasada y que tan bien le cae a mi esposo para darle fuerza en sus piernas (en opinión de él mismo); ese, de los cuales, la gordita le robaba a su mamá, dos o tres cajitas a la semana: Ojalá la ayuden: las cajitas, o el psiquiatra; pero, que no la mediquen… ¡pobre!

En el instante que esas ideas cruzaron por mi cabeza, deseé volver a encontrármela una vez más… en nuestra próxima cita, para decirle que la veía más delgada o, menos gordita; creo que más delgada le caería mucho mejor. Tan sencillo que es hacer feliz a las personas que sufren; si solo nos pusiéramos en su lugar, o como suele decir un conocido cliché: “en sus zapatos”.

Nos dirigimos hacia nuestro cochecito, que a punto está de pasar a la historia como un clásico de casi cuatro lustros; si antes no se rinde y tira la toalla. Íbamos contentos y a pesar de los 30 grados centígrados y el sol en todo su esplendor a las tres de la tarde de un lunes de septiembre a la mitad del mes, nuestro cuerpo y espíritu rebozaban felicidad. El hijo estaba aterrizando en el Aeropuerto de Orly… y nosotros íbamos a casa, en los suburbios de Aviñón. Allí lo esperaríamos.

Pregunté a mi esposo, ya en el auto, qué impresión le había causado la mujer con quien platiqué mientras esperábamos entrar con el médico. “No vi a nadie enseguida de ti, o de mí”. “¿Estás seguro?” “Sí, muy seguro”. Ya solo quedábamos tú, yo y las asistentes… No supe qué más decir. Bueno, mi amor, vayamos a casa…

¡Todo está por terminar! Sí… Y, Aviñón está muy lejos, ¡mejor vámonos a la casa en Satélite! 

“Y, ¿la mujer?”, preguntó mi marido. “¡Qué sé yo! Quizás la veremos en la próxima cita. ¡Los fantasmas y los muertos suelen volver!”.



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