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Despedidas y bienvenidas de Navidad

Despedidas y bienvenidas de Navidad


Publicación:25-12-2021
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Violeta, de reno viejita y joven mascota

Santa Clos a plena luz del día

Carlos A. Ponzio de León

Santa Clos detestaba las tormentas de nieve. Le dificultaban la salida del Polo Norte, alentaban la entrega de regalos y le podían enfermar a sus renos. La última ventisca peligrosa, hacía unos cinco años, casi le había provocado una neumonía a Rodolfo. Por eso, cada día 23 de diciembre, Santa Clos encendía el televisor y revisaba el pronóstico del tiempo, para decidir si debía abrigar a sus animalitos. Comenzaba por revisar los noticieros en la parte más oriental de Rusia y en Fiji, luego en Australia y las Islas Salomón, llegando a Indonesia, Japón y las Coreas, y continuaba recorriendo los canales del televisor, pasando por Europa y África, hasta cruzar Inglaterra y finalmente a América. Ese año, haría frío, pero al parecer no habría tormentas. Hasta que encontró un tema en Canadá: pronóstico de frío pesimista. Pensó en su reno más viejito, una hembra de nombre Violeta

Santa Clos ya había decidido desde meses antes, que esa sería la última navidad recorriendo el mundo para Violeta, porque de lo viejita, ya no veía muy bien, le estaban saliendo cataratas. Santa Clos la jubilaría después de esa navidad

Pero el viejo sintió un presagio: se asomó sigilosamente al cuarto de sus renos y contempló a Violeta en su cama, durmiendo. De pronto, como si hubiese advertido la presencia de su amo, el reno hembra abrió los ojos y husmeó con la nariz. Notó al viejo bajo el umbral de la puerta y su panza gorda saltarina a lo lejos. ¡Jo, jo, jo, jo!, rio Santa Clos al ver al reno. 

“Tú no irás”, le decía el hombre de barba blanca a Violeta, deteniéndola de salir de casa, cuando se aprestaban para el viaje. El animalito insistía. “No, no”, le repetía su amo. Entonces ella dio una patada en el piso de madera. “¡Ah!”, soltó el hombre dando luego un suspiro. “Está bien, vámonos”.

En el trineo, Violeta ocupó su lugar de siempre: Al frente, a la izquierda de Rodolfo. Santa Clos trepó con las bolsas de juguetes y gritó: “¡Andando!”. Los animalitos se echaron a trotar hasta correr a toda prisa, con la elegancia de las gacelas que alcanzan la velocidad de un trueno. Comenzaron a elevarse hacia el cielo. 

Realizaron las primeras paradas con el dominio de los expertos. A ir de oriente a occidente iban alcanzando: una nueva noche en cada zona horaria. Violeta mostró cansancio cuando llegaron a España, pero continuó decidida, adelante. En Canadá encontraron el tremendo frío que era un poema a la muerte helada. Estornudos salieron de algunos renos, y sobre todo del viejo reno hembra.

Al regresar al Polo Norte, lo primero que hizo Santa Clos fue llevar a Violeta para recostarla tapada, con la propia cobija del viejo, junto a la chimenea. Pasaron dos días y el reno no se levantó. Santa Clos le marcó al mejor veterinario del Polo Norte. “Está muy mal”, dijo el médico, “y muy viejita… su recuperación va a tardar, probablemente tiene neumonía”. Violeta de pronto intentaba levantarse, pero se desvanecía. Y así pasaron los días: el viejo al pendiente, y ella, buscándolo con la mirada, intentando decirle algo.

Santa Clos la acariciaba, recordando cómo la había traído a casa. Le había asignado nombre desde antes de conocerla. No necesitaba nuevo reno cuando, un amigo que lo visitaba le dijo: “Si fueras a comprar un nuevo animal para tu trineo, ¿cómo lo llamarías?”, “Violeta”, respondió inmediatamente el más famoso habitante del Polo Norte. Un año después… vino la necesidad. Se dirigió con otro amigo, quien criaba renos en Noruega. Apenas se miraron, hombre y animal bebé se enamoraron. “Me la llevo”, dijo Santa Clos cargándola en sus brazos.

Cuando la entrenó en el Polo Norte, Violeta fue de los renos que aprendieron rápido. No le tomó más de una semana encontrar el impulso y movimiento de patas que la hacían volar. Cuando vinieron los primeros vuelos largos, le gustaba visitar Europa: sus bosques y campos con flores. Disfrutaba de oler amapolas rojas y los azulejos en Alemania, las flores de las nieves y las rosas de Bulgaria. Y cuando eran temporadas de descanso, acompañaba a Santa Clos en sus veladas escuchando música. Y hay que decirlo, de pronto el viejo le daba un pequeño sorbo de whiskey con soda mineral, y ella probaba con gusto: dos o tres lengüetazos, no más. Lo prefería a la cerveza.

Pero ahora que Violeta había enfermado, el médico no había recomendado más que agua de manantial, hojas de sauce y abedul… y algunos pedacitos de manzana. Durante la siguiente visita del doctor, la salud había empeorado. El animalito ya no intentaba ni levantarse. “Le quedan muy pocas fuerzas”, dijo el veterinario, “y unas cuantas horas”. Santa Clos la tomó en brazos y preparó el trineo. El resto de los animalitos se puso muy triste, pero sabían lo que el amo deseaba: Un último vuelo desde el asiento del hombre, contemplando las ciudades y las montañas y los mares. Fue ese el día que nació una leyenda en la tierra: El único día en que los niños del mundo dijeron haber visto el trineo de Santa Clos volando a plena luz del día.

Dios habla con Santa Claus

Olga de León G.

Todo estaba listo para salir a repartir regalos desde el Polo Norte hasta la Patagonia, y por toda Europa, Asía, Oceanía y Groenlandia, debían empezar de acuerdo a los usanzas y horarios de cada país y continente. Santa parecía moverse un poco más lento que otros años; pero tenía ayudantes elfos y geniecillos diversos muy jóvenes, hijos, nietos y hasta bisnietos de los viejos acompañantes de Santa en las tareas de la fabricación y reparto de juguetes. Eso equilibraba las cosas.

Aquel día, en la casa de Santa nada era ni muy normal ni demasiado extraño, solo la rutina de cada año. Quizás un poco más nutrida y atareada, puesto que año con año había más niños en el mundo, que con gran ilusión esperaban la Noche Buena, para ir a la cama pensando en el regalo o los regalos que encontrarían a la mañana siguiente: junto a su cama, bajo el árbol de navidad, si en casa tenían uno, o entre el musgo y la paja, y los pastorcillos del nacimiento.

Mientras Santa disimulaba el dolor de cadera que le aquejaba hacía tiempo, uno de los elfos se percató al mirar por la ventana que, afuera, el trineo estaba especialmente extraño, como un tanto nerviosos los renos, pues giraban sus cabezas de un lado a otro y se comunicaban entre ellos.

Por fin todo estaba listo para hacer el primer viaje. Santa sonrió satisfecho, y se dirigió a tomar asiento al frente de su trineo y en medio de sus geniecillos ayudantes, que irían con él, ambos eran nuevos en eso, pero iniciaban con gran entusiasmo. 

A punto de soltar su primer ¡Jo, jo, jo!, todos los renos giraron su cabeza y lo vieron fijamente, luego uno de ellos señaló hacia atrás del trineo: de entre los regalos que allí habían subido aceleradamente, apenas unos minutos antes, empezó a sobresalir una pequeña perrita de carne y hueso que no era un juguete, ni era regalo para ningún niño.

De inmediato Santa Claus supo de quién se trataba: Violeta, la perrita ya bastante viejita que en la tierra se negaba a morir y dejar a sus abuelitos. Ellos también se resistieron mucho tiempo a dejar que se fuera al mundo de las almas buenas de los perritos. Violetita, al sentirse descubierta, se apenó. Así era ella, nunca quiso causar problemas: Se hizo rollito, lo más apretadita que pudo, y volvió a esconderse bajo los juguetes. 

Entonces, Santa pegó un grito llamando al jefe de carga de los juguetes que estaba dentro de la casa, y este salió apresurado: Señor, mi señor: ¡qué pasa!, exclamó. A ver, Tomás, explícame cómo es que la perrita Violeta está aquí en el Polo Norte y entre los juguetes que debo empezar a entregar, ya, en tres minutos. No lo sé señor, yo tampoco la había visto.

De pronto, se escuchó una voz clara y profunda, que no se supo de dónde provenía, y dijo: Santa, viejito siempre sonriente y feliz, deja de refunfuñar, yo fui quien te la envió. Ella llegó hasta mi pesebre y rogó porque le diera alguna encomienda para hacer feliz a la gente, pues sentía que aún le quedaba un aliento de vida para ayudar a aliviar el sufrimiento de otros… Dime tú, que también eres mi hijo y uno de mis mejores ayudantes en estos tiempos de paz y amor: Yo, ¿qué debía hacer?

Avergonzado, Santa Claus dijo: lo que has hecho ha sido lo mejor, Señor. Tus deseos son órdenes para mí. La llevaré conmigo y dejaré que se quede acá entre nosotros, o en el hogar que ella escoja para renacer: cumplir con tu voluntad es mi regalo de Navidad, Señor.

Y la voz no volvió a escucharse, solo retumbó, sonoro y alegre el ¡Jo, jo, jo!, de Santa. Violeta salió de abajo de los juguetes y, feliz, movió su colita.



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