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Cuentos que no son cuentos

Cuentos que no son cuentos


Publicación:15-10-2022
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Que te cuenten mentiras, siempre y cuando sean interesantes y bellamente relatadas, es un deleite, amigo

La Güerquillilliya y su abuelo

Olga de León G.

Que te cuenten mentiras, siempre y cuando sean interesantes y bellamente relatadas, es un deleite, amigo. No sufras por que pienses que la gente te “toma el pelo”, tampoco importa si los demás eso creen; con que tú sepas distinguir entre realidades y fantasías y goces o sufras tanto unas como las otras, será suficiente para que sigas cuerdo en un mundo cada día más ausente de locos creativos e iluminados y, sí, pletórico de prosaicos contadores de pescadores sin peces ni anzuelos… Con eso, ya estás del otro lado, donde nunca llegan los que se quedan como estatuas de mármol plantados en sus límites geográficos y emocionales.

Este cuento que he iniciado sin iniciar, sino del que voy tejiendo su final, porque quiero empezar por donde terminaré, para estar segura de que todo cuanto quiero decir, hoy te contaré, es uno de esos que escuché de niña o lo soñé algún día postrada en mi cama, enferma. O me lo contaron los fantasmas que habitan en mi recámara, y se niegan a salir de ella, mientras yo continúe habitando por estos lares, donde viven los nunca vistos ni escuchados: los ancianos. Los olvidados en cualquier rincón y donde lo mejor que pueden hacer, es seguir allí, agazapados, escondidos, como si no existieran.

- Ya verás, hijita, cuando llegues a nuestra edad, –que te deseo de todo corazón, llegues- cómo te volverás invisible a los ojos de los jóvenes y los no tan jóvenes.

- ¿Por qué abuelito, cómo puede alguno, no verte? Yo sí te veo y te veo muy bien; también veo a la abuela.

- Porque ellos piensan que ya nada podemos aportarles que sea de provecho alguno para sus vidas. Hasta en los hospitales y clínicas, a las nuevas madres les dicen que no escuchen los consejos de los mayores, que consulten con el pediatra, por eso, somos los desechables: los invisibles en casa y los estorbos en la sociedad.

- “Ya muérete viejo, le estás robando oxígeno a tus nietos”, le gritó un joven no tan joven, uno de esos de la Generación X, a mi tío, cuando trataba de cruzar, sobre las líneas naranjas trazadas en el asfalto, la calle de lado a lado y con el semáforo a su favor, en verde.

- Quise gritarle algún fuerte y escandaloso improperio, mas solo atiné a decirle: “energúmeno”.

Hoy, con el corazón astillado en mil partes, como que en cristal lo tengo

convertido hace más de mil años, desde que nací de mi madre Gema y mi padre Talión, voy por la vida presenciando el final de una estirpe que se acaba día a día: los más educados, los más sensibles, los más amorosos, los más respetados y respetables, los cuidadores, los protectores, abnegados y entregados a sus tareas y responsabilidades respectivas, según sean hombres o mujeres, o simples compañeros unos de otros.

Dicen que la vida es la mejor maestra de todos. Pienso que no siempre, pues algunos nunca aprenden las lecciones que da la vida, y van por el camino lamentándose de sus derrotas o sus acciones fallidas, para lograr lo que 

cada uno quiere o quiso. Yo no tengo ni una fórmula ni una vara para medir la mejor o peor acción cometida; solo sé que mientras haya vida, todo es perfectible. Lo lamentable sería que ya no tengamos tiempo para enderezar rutas ni corregir desvíos. 

Tratemos de vivir con un solo precepto: “No hagamos a los demás lo que no queremos que alguien nos haga a nosotros”. Y así, con este sencillo argumento, podremos vivir en paz con nuestros congéneres y ser, verdaderamente, felices.

“Como te ves, me vi”; y quizás mejor. “Como me veo, te verás”; si tienes la suerte de llegar a mi edad… y llegar con salud y dignidad.

Los abuelos son el gran tesoro de la humanidad en el presente y en el futuro. ¡Ojalá no acabemos con ellos!, disminuyéndolos, ofendiéndolos, exigiéndoles demasiado… pero, sobre todo: ¡sin volverlos invisibles! Una sociedad se enriquece con la sabiduría de los viejos: ¡respetémoslos!

“Gûerquillilliya, Gûerquillilliya… te quiero mucho, preciosura… y aquí estoy; soy tu abuelo” (CPE).

El remordimiento inaudito

Carlos A. Ponzio de León

Tal vez fue porque algún tipo de remordimiento le arrebataba el alma, o tal vez porque temió ser descubierto por algún vecino mirón que estuviese parado frente a la ventana, que pensó en llamar a la policía. De pronto y de la nada, le llegó el momento del arrepentimiento porque pensó incluso en acudir a alguna Iglesia a confesarse. Lo cierto es que a esa hora no encontraría ninguna parroquia abierta, ni tampoco conocía a algún sacerdote a quien acudir, ni a nadie a quién despertar de madrugada. Tomás se sintió abandonado por Dios, caminando entre las hierbas de las faldas hundidas de un cerro que poco conocía y en el que se había detenido transitando por una carretera de San Luis Potosí. A más de trescientos kilómetros de la Ciudad de México, la soledad titilante de las estrellas se hacía más profunda cada vez que escuchaba el ruido de un tráiler circulando cerca. Y de pronto, frente al silencio llano de los árboles, imaginaba la torreta encendida de un auto de la Federal de Caminos y se lanzaba tirando su cuerpo completamente entre la maleza. Si se le aparecía una víbora o una rata, ya quizás poco importaba. Tendría tiempo para levantarse e ir a morir a la orilla de asfalto. Pero poco a poco, habiéndose desecho de la bolsa negra de plástico, decidió, con el palpitar tranquilo de su corazón, regresar a su auto y alejarse más de la Ciudad de México, ir en busca de un teléfono público desde dónde realizar una llamada telefónica sin usar su celular. Tenía que informarle a Martha de todo: que las cosas habían salido como las habían planeado.

Tomás y Martha habían sido compañeros de primaria en el barrio que los vio crecer. Coincidieron nuevamente en la secundaria y aunque a Tomás le gustaba Martha, ella prefería a un chico mayor que era mecánico a las afueras de la colonia. Ni Martha, ni Tomás, concluyeron el bachillerato. Ella se convirtió en costurera para una empresa que fabricaba uniformes quirúrgicos, ubicada al sur de la Ciudad de México. Tomás se volvió peluquero y tenía tres negocios al norte, en Tlalnepantla. No le iba mal, pero de vez en vez enfrentaba dificultades económicas que le hacían cerrar uno de los negocios hasta que las condiciones mejoraban y volvía entonces a abrir su barbería en el sitio que encontrara disponible cerca del centro de su municipio. Había estado en prisión antes de ser peluquero, por agresión física contra su novia. Le rompió la frente y le abrió los muslos con una navaja de afeitar, en un arranque de celos. Las heridas no causaron daños permanentes y a los tres años salió libre. Fue cuando decidió enderezar su camino y entrenarse como peluquero. 

Para cuando él y Martha coincidieron en Facebook, hacía quince años que no se veían. Cada encuentro despertaba una pasión agridulce en un cuarto de hotel en Tlalpan. Ella estaba casada con Ramiro, el antiguo mecánico convertido en conductor de tráiler. Con el paso del tiempo, los amantes dejaron de gastar en hoteles y esperaban a que Ramiro saliera de viaje para que los encuentros fueran en casa de ella. Por eso, Ramiro sospechó de las posibles infidelidades de su mujer, y por un vecino que le avisó. 

Fue un domingo de tarde que, como ya lo tenía anunciado, Ramiro subió al camión y emprendió trayecto, según esto para Sonora. Pero todo era una mentira. Porque a las dos horas volvió. Estacionó el tráiler a cinco cuadras de su casa y caminó hasta ella. Ahí los encontró en la cama. Tomás y Martha sigilosamente descubiertos mientras se acariciaban desnudos debajo de las sábanas. Ramiro estaba furioso, pero sobre todo herido, estocado por la espada del matador. Amenazó con asesinarlos un día. Tomás se levantó de la cama para defenderse en caso de ser necesario y cuando lo tuvo cerca, con una zancadilla derribó a Ramiro y se le lanzó al cuello hasta asfixiarlo. Martha regresó con un cuchillo y le apuñaló el corazón, cinco veces.

¿Qué hacemos? Descuartizarlo y meterlo en una bolsa. Esperaron al anochecer. Con la sierra eléctrica de la zotehuela, lo hicieron pedazos. Cabeza, brazos, piernas, torso. Todo en una bolsa negra de basura y luego en otra para que aguantara el peso. Lo metieron en la cajuela del auto de Tomás y él agarró carretera: primero hacia Querétaro y luego rumbo a San Luis Potosí. Cuando encontró un valle con casas lejanas a las faldas de un cerro al que le dicen La Joya, descendió para deshacerse de lo que quedaba del marido de su amante. 

Regresó al auto y condujo rumbo a Ciudad de Valles. Ahí realizó la llamada telefónica desde una caseta. Marcó a la policía y denunció a Martha. Especificó dirección completa y dónde encontrarían al marido. Tomás desapareció y no se ha sabido nada de él desde hace once años.



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