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Cuando la naturaleza ayuda

Cuando la naturaleza ayuda


Publicación:03-07-2022
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Aquella noche, ¡nos llovió sobre mojado!, pero el cristal roto, hecho añicos hacía varios meses en el baño de la Biblioteca, no pudo ser la causa

El cristal hecho añicos

Olga de León G.

La lluvia pasó a ser tormenta. Era un espectáculo de película, pocas veces visto por esos lares. La que creí que era neblina, no fue sino el viento que quebraba a ratos la vista, achicando las gotas de lluvia que se veían a lo lejos, quizá a unos setenta metros, más allá del parque más grande de la colonia. Ese que nunca han arreglado las autoridades ni vecinos. Ese en donde las corrientes que bajan del cerro, de la zona ahora fraccionada y plagada de edificios de más de cinco o siete pisos y casas de dos o tres plantas, vienen por debajo de ellas, de las casas y departamentos construidos no hace más de diez o doce años: los que aún no se caen, según mi vaticinio (con perdón del Señor que vive en los cielos, y de los que los habitan).

Pues, he aquí que esas corrientes desembocan en el parque, y han erosionado el terreno: dejando tremendas grietas y boquetes, ahogando algunos de los arbolitos sembrados por los vecinos y trayendo, además, piedras y basura. 

Eso no es lo de menos… Una sequía así sucede cada diez años o más. Pero, si se agravó tras la tormenta y los desastres que trajo sobre las casas, ahora, debido a tanta agua.

Me asomé al sótano, que algún día fue una hermosa y ordenada biblioteca…hoy da tristeza ver la decadencia de sus dueños en la acumulación de objetos: réplicas de pinturas clásicas, efigies y antigüedades, de principios del siglo veinte y de mucho antes, armas de la época de la revolución… y tanto más entre escondidos sin intención bajo papeles, documentos, libros… Nada se luce… Todo se pierde entre polvo y años de abandono… 

Casi pierdo pie, cuando en la oscuridad veo que había agua saliendo de los escalones. Al bajar, extendiendo mi brazo izquierdo atrás de la puerta para encender la luz, y veo añicos de espejo en el suelo…

Volví arriba, no lo pensé ni un instante, abrí la puerta principal y salí al pequeño jardín. Como era de esperarse, estaba inundado, y yo tenía que sacar el agua con lodo y hojas secas de allí. A mano limpia, a mis setenta y cuatro años, comencé a sacar el agua hacia la cochera que está al nivel de la calle. Y entre eso y sacar las hojas y palos secos de allí, escarbé junto a la barda de ladrillos rojos donde sabía que había un espacio precisamente para que la corriente saliera. Permanecí bajo la tormenta casi una hora.

Finalmente, cuando juzgué que había sacado suficiente líquido y un montón de hojas secas, entré de nuevo a la casa y me dirigí, ahora, al patio por una cubeta y un trapeador. Ya en la biblioteca, comencé la tarea de secar el cuarto: los dolores a todo lo que daban. Sentía que mi cuerpo se iba a quebrar de la parte lumbar, y que mis piernas no me sostenían.

Para el día siguiente, cuando la tormenta con rayos, truenos, relámpagos y con el furor de los dioses que cayó una noche de película, acabó, como por arte de magia, se llevó mis terribles dolores. Lo que ni las fuertes pastillas contra ello habían logrado.

Aquella noche, ¡nos llovió sobre mojado!, pero el cristal roto, hecho añicos hacía varios meses en el baño de la Biblioteca, no pudo ser la causa de tales avatares… 

Así, sin cortarse ni un dedo, esta anciana cuidadora tuvo que volverse mujer maravilla, en pijama de franela y sudadera afelpada…

Un kilo menos

Carlos A. Ponzio de León

Ahí estaba ella, blanca y quieta, desnuda bajo las sábanas, junto a él, como diosa de la fortuna cuando nos sonríe luego de una larga ausencia. Sus pechos: dos yeguas desbocadas corriendo por la orilla del mar: su cintura descendiendo al valle de pan y vino: un mordisco de labios que desgrana el oro del naranjo. Quieta como las llamas del fuego que no pueden escapar de la fogata, sino es solo como humo. Mujer que escucha desde lejos: la sangre descender, desde la bomba ardiente, para recorrer el cuerpo entero de su amante. Se habían conocido en un concierto de música fina y, a la vez: un espectáculo estruendoso y soez con chillidos y navajazos de sonidos contemporáneos. Música culta. Luego vino la invitación a comer: se alargó hasta convertirse en cena. Caminaron juntos en busca del taxi. Cuando a Eleonora se le dobló el pie al pisar con el tacón una piedra, Pedro la tomó del brazo sujetándola con cuidado, como chorro de agua marina que cae dentro de la cuenca de nuestras manos. Y en la cama, entre las sábanas, él le preguntó: “¿Vas a ser mi novia?”, “sí, pero tienes que bajar de peso”. “Yo no sé cocinar, para seguir una dieta”. “Yo te voy a preparar la comida los domingos, para toda la semana”. Al día siguiente, Pedro acudió al gimnasio, a tres cuadras de su casa. Pidió informes.

Seiscientos pesos al mes no era demasiado para su bolsillo. Pero no sabía usar los aparatos. El entrenador personal: mil quinientos. “Bueno… eh… en un mes le aprendo a esto y luego comienzo a hacerlo solo”, pensó Pedro. “¿Hace cuánto que no hace ejercicio?”, le preguntó el entrenador. “Como veinte años”. El joven lo llevó a la caminadora, ajustó los botones y le dijo: “Quince minutos. Ahorita vuelvo”, y lo dejó ahí, intentando sudar, sin lograr mucho. “Ahora para acá”, le dijo el entrenador al finalizar, haciendo una señal con el brazo, para que lo siguiera. “Hoy nos va a tocar el tronco superior, y brazos”, y lo encaminó a una máquina de polea. Ajustó el tornillo de bloqueo en veinte libras y le mostró la manera adecuada de realizar el ejercicio. “Tres series de quince. Va a descansar sesenta segundos entre cada serie”. Pedro no sintió que fuera suficiente peso para cargar, pero no rezongó. Se paró quieto, tan erguido como le es posible a una pera orgullosa, a punto de ser rebanada, y comenzó a doblar los codos hasta que sus puños alcanzaron los pectorales grasosos, sin soltar la helada agarradera de metal sudado.

La primera semana, Pedro notó algunos cambios en la barriga: se le desinfló más que ligeramente, mientras que las piernas le engordaron. Pero la aguja de la báscula no se movía, al menos no como él esperaba. Y al concluir el mes, Pedro, que aún tenía novia, observó que la báscula seguía marcando noventa y ocho kilos. “Estás transformando la grasa en músculo”, le dijo Lola, “está bien”.

Pedro logró relajarse con aquellas palabras, pero la hormiguita de la frustración le picó el ombligo. Cuando llegó el primer día del nuevo mes. Le pareció buena idea seguir con su entrenador. “Solo un mes más”, se dijo. Pero encontró la sorpresa de que el entrenador había renunciado. Sin entender bien a bien cómo funcionaba cada uno de los aparatos del gimnasio, siguió de frente, pasando el torniquete de entrada. Recordó que le tocaba ejercitar el tren inferior, por lo que fue y se sentó en la prensa de piernas. ¿Cuánto peso colocaba el entrenador? ¿No se suponía que él iba a prestar atención porque al final del mes, debía dejar a su entrenador? ¿Piernas juntas? Yo creo que ciento veinte libras son buenas.

Comenzó a elevar las pantorrillas. Definitivamente era más peso del que estaba acostumbrado, pero eso hacía el entrenador, ¿no?, incrementar la carga en cada sesión. Para la tercera serie, el esfuerzo lo obligaba a doblar su torso hacia el lado izquierdo. “Ya empecé, ahora termino la serie,” se dijo a sí mismo. Incluso la empleada de la limpieza se le quedó mirando. Su rostro, su pecho y su estómago se hinchaban como peces gordos, con cada levantamiento.

Al día siguiente, ejercitó el tronco superior. Y a los tres días fue a consulta con el doctor, por una molestia que le apareció en el estómago. Se recostó en la banqueta de altura, el médico exploró un poco, toquidos por aquí y por allá, el hombre de bata blanca giró su cabeza a la derecha, pensativo, llevó sus dedos a la boca y dijo: “Parece una inflamación en el intestino grueso. Esperemos que eso sea”. Extendió la receta y Pedro salió con la mente puesta en la farmacia más cercana. Compró todas las pastillas en sus versiones genéricas. 

Al día siguiente, volvió al consultorio. “Quiero pedirle si me puede recetar algo para el dolor del estómago, doctor; ha estado creciendo. “Ya le receté algo para el dolor”, respondió el médico, “entonces no es abdomen agudo. Acuéstese”. Y luego de algunos segundos, preguntó: “¿Aún tiene el apéndice?”. “¿Cómo podría no tenerlo?”. “Se puede inflamar por una bacteria, y debe quitarse”. “¡No me diga eso!”. “Se puede obstruir y como conecta con el intestino grueso…”. El silencio duró lo que la exploración. “¿Le duele aquí?”. “Mucho”. “Necesita irse al hospital directamente, a que le hagan exámenes y si es apendicitis, lo operen”. “No tengo dinero, solo el IMSS”.

“Úchale”, le dijo el doctor. “Tienen muy buenos cirujanos; pero los médicos generales le van a querer decir que es otra cosa. A veces ese servicio es tan chafo como… Mire, lo mando con mi diagnóstico y no salga de ahí si no es con exámenes que descarten la apendicitis”. 

A los dos días, Pedro salió de la operación y, finalmente, con un kilo de menos: lo que pesaba el apéndice. 



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