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Colores de tierra y cielo en movimiento

Colores de tierra y cielo en movimiento


Publicación:19-12-2021
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Ese día, el siguiente del que aparecieran las nubes y el haz de luz sobre su casita blanca, ya no apareció la niña frente a la ventana

Colores de tierra y cielo en movimiento

Olga de León G. / Carlos A. Ponzio de León

El ejército rojo

Carlos A. Ponzio de León

      Desde lejos pueden distinguirse: montículos de arena con diminutos trabajadores rojos. Hay muchos. Desde niño aprendes a no caer en hormigueros porque la lección suele ser de las más duras. Recuerdo que en el camino a la escuela: atravesabas un campo muy cercano al río. De niño no te fijas por dónde pisas. El cielo y las nubes roban toda tu atención. A la fecha, intento mirar arriba… sin poder ver lo que de niño admiré; ni olvido el día en que trepé a un hormiguero. 

      Aquella mañana rumbo a la escuela, me encontré con un cielo limpio, al cual apenas se le formaba una pequeña nube. Mis ojos se estremecieron al observar cómo crecía. Caminé en dirección a ella, alejándome del trayecto. Pisaba pasto y hierba virgen: alta, fresca y frondosa, sobre tierra húmeda, pero firme. Iba esquivando algunas piedras. Nada podría evitar que contemplara cómo terminaba de formarse aquella nube. Quería descifrar la forma en la que terminaría ante mis ojos, y estaba a un paso de verla por completo, cuando de pronto, sentí un montículo de arena firme y en segundos un ejército rojo que trepaba por mis piernas. Subían velozmente y mordían con sagacidad. Perdí la nube y tres semanas de escuela. Las hormigas me picotearon todo, intoxicándome y dejándome terriblemente adolorido de los pies a la cabeza.

      Luego, los años pasan y los campos cambian. En mi camino a la chamba, ahora paso cerca de aquel campo. Los habitantes acabaron con aquellos montículos y sus ejércitos rojos. El lugar lo ocupan comercios donde se venden: desde elotes asados hasta vinos que se fabrican en el pueblo. Son bebidas que cuando el hombre se encuentra con hambre, brindan cobijo y arrullo… Yo prefiero: ¡El Bacachá Puro!

      Al salir de la chamba, los viernes me lanzo con Don Lupe por mi litro de alcohol, una coca bien fría y una bolsa de hielo. Luego, en la casa, a veces cae mi compadre “El Beto”, y hablamos hasta encontrarle fin a la botella. Esa es nuestra manera de cerrar la semana. Mi vieja preparara sopes con salsa verde… ¡de la picosa! Cuando llega noviembre, ella se pone de manteles largos y prepara un adobo de cacahuate y jumiles. Para recolectarlos, hay que esperar a que pase el día de muertos y subir al cerro guiados por el zumbido. Hay que tener paciencia. Los jumiles son muy lentos y en el momento indicado comienzan a caer de debajo de las hojas. Es preciso no estresarlos, porque luego apestan. Ya en la salsa, su sabor a canela picosita es incomparable…

      Eso era lo usual cada año. 

      Pero, un buen día, las cosas cambiaron. Llegó la pandemia y llevamos más de un mes sin salir. La gripa voraz china nos ha mantenido encerrados y la chamba bajó. Mis salidas a contemplar el cielo también disminuyeron. El Bacachá y demás licores están en la lista de cosas no permitidas en producción. Ya ni los de las tienditas se animan a vender algo, porque la multa les sacaría hasta los ojos. Pero el Beto nunca falla y, llevando tantos días sin pisto, sé que se las ingeniará.

      Al caer la noche, escucho su troca acercándose, la reconozco por su escape como de aullido de lobo hambriento: Adivino que viene a visitarme porque finalmente lo ha conseguido. “Mire, no hay abasto; pero compré ron de caña, del que venden en el pueblo, el del chorrito, disque muy bueno”. “Pues mientras pegue, ¡bienvenido! ¡Vieja, prepárate los sopes porque mi compadre y yo vamos a resolver el mundo!”

      Entre risas, burbujas de refresco y crujir de hielos, acabamos con la primera cuba. El estupor lo sentí desde el primer trago: llegando vibrante a todo mi cuerpo. La euforia del elixir se intensificaba con cada pequeño trago. Había que engüerar la botella, por la escasez. Pero con la segunda cuba, en cosa de segundos, mi vista cambió, se me nubló todo y los sonidos aturdían. El Beto comenzó a gritar desgarradoramente. Se nos vino un dolor interno desde las vísceras que salpicó por todos lados, como espuma de leche que explota en la olla hirviente.

      Despierto en una cama del sanatorio. Abro los ojos, pero no veo nada, sigo aturdido. La enfermera pregunta que si oigo, que si siento, que si veo… Escucho que llama al doctor: “¡El intoxicado ya despertó!”. Crecen los murmureos y la cercanía de unos pasos caminando hacia mí. No logro ver ni las sombras.

      “Sr. López ¿cómo se siente?”. 

      “No puedo ver”. 

      De pronto, advierto aquel ejército rojo de hormigas caminado sobre mi cuerpo.

      “¿Qué chingados está pasando?”

      “Logró sobrevivir a una intoxicación por alcohol adulterado; pero ha perdido la vista de manera permanente. La bebida le causó daños neurológicos muy severos. La sensación de hormigueo en el cuerpo es una condición que lo acompañara el resto de su vida”.

      “¡Duele, montoneras! ¡Duele! ¡No paran de mordisquear! Están arrancándome el pellejo a trozos…”

Niña por siempre

Olga de León G.

Cuentan las gentes del pueblo de una niña que nació santificada, que vino al mundo a salvar a los desamparados, a los abandonados de la mano de Dios, porque Dios tenía ya demasiado trabajo con tanto mal en el mundo y tan pocos dadivosos que quisieran ayudar a sus semejantes sin esperar nada a cambio: eso decían.  Nació en una casita blanca con techo de paja y paredes de adobe, habitada por sus tatas y cinco hermanos. Todos varones y mayores que ella.

Los años pasaron y la niña aquella se quedó niña y pequeña. En el barrio decían que era porque casi no comía ni dormía, solo muy de vez en cuando, pues siempre había alguien que la necesitaba y ella estaba para todos los que reclamaran su ayuda.

La niña no se daba cuenta de que los años pasaban y se fue quedando sola, con sus tatas viejitos. Sus hermanos pronto se fueron al otro lado, a donde todos se iban para ganarse el sustento y mandar dólares para que las familias que iban dejando, por no poder pasar el río todos juntos, pudieran tener con que comprar sus alimentos y mandar a los hijos a la escuela. Casi nunca los chamacos avanzaban más allá de cuatro o cinco años de escuela, pues les salían trabajos que les dejaban dinero… 

Hasta que los hijos de aquellos hermanos de la niña santa, se hacían grandes y también jalaban para irse de mojados a buscar mejor suerte entre los vecinos gringos, fueran güeros o solo medio güeros, que ya había muchas cruzas entre prietos y blancos, por más que fueran o no legales y derechas o chuecas las mezclas, entre los de allá y los de este lado que cruzaron el río Bravo, en pedazos traicionero y asesino… Que en sus aguas murieron muchos, sin alcanzar la otra orilla.

Un día la niña amaneció enferma, nunca antes se había enfermado de nada, ni siquiera una gripa común y corriente. Pero no se quedó quieta ni en la cama, amaneció trabajando como siempre lo había venido haciendo. 

      Se vistió con su gabán blanco y arrimó su silla hasta el postigo de la ventana principal de la casita de sus tatas, y se dispuso a rezar con el rosario enredado entre los dedos de sus manos, la mirada concentrada en las cuentas y cubierta cabeza y parte del rostro con la capucha, mientras uno a uno, los dolientes se iban acercando. 

      Todos la describían de piel tan blanca como el papel bond y mirada dulce y piadosa, pero sobre todo hablaban de sus manos pequeñas y milagrosas, que no necesitaban tocarlos, para aliviar sus males. Lo cierto es que nadie había visto su rostro una sola vez, quizás cuando empezó su labor de santa, cuando aún era verdaderamente una niña muy niña.

Comenzaba a derramar bendiciones al despuntar el alba y se retiraba hasta que ya nadie quedaba frente a la ventana, casi siempre al empezar a anochecer. Ese día, en el que amaneció enferma, sobre el techo de su humilde casa, se habían ido acercando un grupo de nubes gordas y blancas, no grises, así que nadie pensó que llovería. Y, ciertamente, no llovió, pero adentro de la casa se oscureció el día mucho antes de que anocheciera. 

Al día siguiente, por la mañana, las nubes gordas y blancas seguían sobre la techumbre de la humilde casa, solo que ahora estaban coronadas por un haz de luz en forma de cruz que se podía ver desde muy lejos.

      Los peregrinos se acercaron atraídos por ese fenómeno natural que los vecinos le atribuían a la misma niña que jamás había crecido… y que, al cabo de más de cinco décadas, ya le decían la “enanita santa”, pues no admitían que pudiera seguir siendo una niña

      Ese día, el siguiente del que aparecieran las nubes y el haz de luz sobre su casita blanca, ya no apareció la niña frente a la ventana. Tampoco se supo nada de sus tatas. Los tres desaparecieron entre las nubes blancas. 

      Así nació la leyenda.



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