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Cantos del Silencio

Cantos del Silencio


Publicación:10-07-2021
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La vida era apetecible: un cielo inmenso pintado de azul, suavizado por blancos de diversas formas que se movían sobre él: las nubes

El canto de los pájaros

Carlos A. Ponzio de León

      El avión llegó con retraso. A mi destino final arribé en taxi, a las cuatro de la mañana. Timbré varias veces, pero nadie abrió. Marqué desde mi celular: “Ahora voy, Licenciado”. Pasaron quince minutos para que la puerta se abriera. La oscuridad no dejaba ver el color de las flores de los árboles que se asomaban por encima del portón metálico. Cuando el intendente apareció, tomó mi maleta y me pidió que lo siguiera. Al pasar por un largo pasillo, estiró su mano hacia una puerta y dijo: “La oficina de la directora. Ahí estará la Madre Superiora esperándole mañana”.

      Cuando estuve solo, apagué la luz y me tiré vestido sobre la cama, con todo y saco. Me tapé con la cobija que encontré encima del armario. El silencio en el convento era más profundo que el de la tumba de cualquier santo. Cerré los ojos y, a los pocos segundos, escuché la voz cuchicheante de una mujer. ¿Me hablaba a mí? Cerré los ojos nuevamente y volví a escuchar sonidos provenientes del baño. Me levanté con el corazón latiendo como si diera golpes en mi propio pasado: una máquina excavadora operando entre aguas movedizas. Entré al baño despacio y descalzo. Noté una luz que se filtraba de un pequeño hoyito en la pared. Ahora la voz de un hombre cuchicheaba. Me asomé a través del agujero.

      Pude distinguir las piernas desnudas de una mujer recostada en una cama y junto a ella, al hombre sentado y vestido en traje. “La luna se ha llenado de fuego”, dijo ella, y él pasó su mano acariciándole las piernas. Se apagó la luz y no logré ver nada más que oscuridad. Intentaba identificar los sonidos. ¿Besos y suspiros? De pronto: un leve toquido… era a mi puerta. Salí del baño. “¿Quién?”, pregunté en voz baja. “Olvidé entregarle su toalla”, dijo el intendente. Abrí y la recibí. “Disculpe. ¿Quién duerme en la habitación de la izquierda?”. “Era de la Madre Victoria; pero falleció hace años. Ahora está deshabitada”.

      Agradecí y cerré la puerta. Escuché el silencio pulcro, quieto, de mi cuarto. Volví al baño, a mirar, pero no alcancé a ver ni escuchar nada. Tardé una hora en reconciliar el sueño.

      A la mañana siguiente, la Madre Superiora me mostró los cuartos del orfelinato. Se trataban de grandes recámaras, con hileras larguísimas de camas para niños, pegadas en ambos lados de sus longitudes. Arriba de ellas: pequeñas ventanas se abrían y dejaban ver barrotes de hierro, los cuales impedirían entrar a alguien desde la calle.

      Cuando estuvimos de regreso en su oficina, la directora me facilitó los documentos pertinentes. “Los estudiaré esta tarde. Si no le importa, saldré a tomar un café para ello”. “No vuelva muy tarde, Licenciado. Las hermanas se inquietan cuando escuchan ruidos en las madrugadas, sobre todo cerca de la hora de Maitines”. “¿A las diez de la noche le parece bien?”. Ella asintió.

      Regresé a mi habitación por libreta y pluma y de salida, detuve mi andar en la puerta de la directora: “Hermana, ¿alguien tiene acceso a la habitación de la Madre Victoria?”. “Está vacía, licenciado, ¿para qué querría alguien ingresar?”. Contrariado, me disculpé por la impertinencia y salí a tomar un taxi.

      Concluí que debían realizarse ajustes menores a la redacción de las entrevistas con algunos padres adoptivos. Pero no había necesidad de cambios de fondo. A las nueve treinta de la noche terminé mi análisis legal. “¿A qué hora cierran?”, le pregunté al mesero. “A la una de la mañana”. Ordené otro té y un pastelillo de limón helado, cubierto con crema batida. Regresé al convento a las doce, hora de Maitines Ingresé con la llave que la Supriora me había proporcionado, mientras se escuchaban cantos desde la capilla.

      Entré a mi recámara sin encender la luz y me dirigí al baño. Oscuridad absoluta. Me senté en el retrete con la tapa abajo, extendí mis pies y comencé a recordar mis tiempos de juventud: cuando quise ser seminarista. Recordé el tacto de las hojas delgadas de las Biblias y cómo una mujer, la que se convertiría en esposa, cambió mis planes. De pronto, percibí un olor a rosas. La luz del cuarto al lado se encendió. Pude ver a una mujer desnuda dándome la espalda. A su lado había un armario negro con un florero encima; y adentro, rosas. Giró y se recostó sobre la cama. Un caballero en traje apareció para sentarse junto a sus pies. “De haber sido de otra manera, la luna hubiera adquirido su color de furia”, dijo ella. Y se apagó la luz. La noche se hizo esbelta ante mi vista. Escuché con claridad el canto de los pájaros en los árboles del patio, un tanto enmudecido: como el cuchicheo de un par de enamorado.

Huéspedes silenciosos

Olga de León G.

        Esa tarde, el viento se escuchaba como una sinfonía salida del follaje de los árboles. Los pajarillos, felices aleteaban y seguían el ritmo  acentuando ciertos acordes. El sol pintaba de colores entre pasteles y brillantes el entorno. La vida era apetecible: un cielo inmenso pintado de azul, suavizado por blancos de diversas formas que se movían sobre él: las nubes. 

      De no ser por un huracán que empezaba a formarse a casi seis horas de la ciudad, y de lo que sucedería luego, habría sido ese y los siguientes días,  cualquier otro del año.

    Recién habían llegado a la ciudad un par de mujeres y otro de hombres, hermanas gemelas ellas, y ellos igual, también idénticos. Solo la madre podía distinguirlos, bueno, las más de las veces, cuando no se proponían engañarla imitando los tics y modismos en la voz y la forma de caminar que cada cual tenía diferente, pero que ambos pares de hermanos y hermanas se las habían aprendido, para desconcierto de su propia madre.

    Se quedarían pocos días, según me comentó el administrador del hotel; justo estarían cuando los vientos del huracán tocarían tierra. Su apariencia no denotaba con precisión la edad que tendrían: aunque su mirada parecía de ancianos que todo lo saben y escudriñan con disimulo. En general, no aparentaban más de cuarenta años: no se podía determinar  fácilmente: raro: completamente raros: así fueron considerados por quienes los conocieron.

    Los tres primeros días no salieron, ninguno de los cuatro huéspedes. Nadie los vio después de que entraron a sus cuartos… Ni siquiera cuando a la cuarta tarde, abandonaron el hotel. Solo la gente de aseo y arreglo de camas y baños supieron que ya no estaban cuando por fin pudieron entrar a hacer su trabajo.

    Contaban con asombro y no dejaron de mostrar inquietud, los pocos parroquianos allí instalados al mismo tiempo que los cuatro gemelos (todos llegaron en el mismo tren del Pacífico), que durante el trayecto estuvieron siempre dormidos, no se levantaron de sus asientos, ni para ir al baño, y que tampoco los vieron comer a ninguna hora: el recorrido del tren había durado diez horas… venía del Norte.

    Por fin, al quinto día, hubo noticia de sus presencias: las mujeres lucían vestidos vaporosos largos hasta cubrirles el huesito de sus tobillos (a la usanza de dos siglos atrás); y eran de tenues colores con predominancia del azul-celeste y verde limón. Los varones de traje de levita, como militares para ceremonias especiales y con sus botines cafés, perfectamente aseados.

    Qué cosas tienen los pueblos, en donde todo se sabe y siempre hay quien lo vio todo… pero, también otros afirman haber visto otras cosas muy distintas. Yo, como periodista de campo y de investigación, tenía que buscar la verdad de los hechos.

    Era el quinto día del arribo de los gemelos: hermanos y hermanas, y seguía siendo un enigma su presencia en el hotel y en la ciudad

      Cuando el viento empezó a cambiar: no era suave ni fuerte, simplemente no era, no soplaba, parecía muerto o desmayado. Las hojas de los árboles, inertes, no bailaban ni se caían. Los perros de la calle fueron a agazaparse en rincones, pegados a los edificios… los más fuertes y sólidos, como que habían sido construidos después de dos terremotos que sufriera la ciudad.

    La calma es siempre bien recibida donde quiera, pero esta era una calma extraña, diferente a cualquier otro momento de quietud: el silencio podía escucharse, olerse y hasta sentirse en la piel. Fue, entonces, un personaje como esos que pintó Eduard Hopper, en Noctámbulos (Nightawk), La Autómata o La Gasolina. Cuadros que muestran la soledad y el silencio en lugares con personajes presentes y tan ausentes, a la vez.

    Los gemelos aparecieron de la nada esa tarde, en la que todos vimos cómo, parados de frente al hotel, extendieron sus brazos que fueron creciendo exponencialmente y abrazaron completamente el hotel.

    A primera hora de la mañana siguiente, los medios de comunicación, mostraban fotografías de los estragos causados por el huracán. Nuestro hotel quedó intacto, pero tenía incrustada en sus paredes, una especie de cinta hecha de telas en colores pastel, y amarrada en tramos por algo más fuerte, como piel de botines cafés.  

        Nunca volvimos a sabe de los gemelos: raros: y… silenciosos. 



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