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Cambios en tiempo, espacio y edad
Publicación:22-02-2020
TEMA: #Cuentos
Su vida había transcurrido durante los últimos cuatro años, con el alma llena de odio
Saltando desde el precipicio.
Carlos A. Ponzio de León
El auto se encontraba estacionado con el frente mirando hacia la acera y su parte trasera pegada a la barda del fondo del estacionamiento. En su interior, un hombre de barba muy larga enviaba un mensaje de despedida a través de su celular, en el asiento del piloto. Frente al auto y a unos cuantos metros, en la orilla de la banqueta, cuatro hombres esperaban el transporte público. El piloto encendió el auto y arrancó bruscamente, arrollando a los cuatro hombres. Luego cruzó la calle y chocó con otro auto que transitaba hacia el sur. El carro se detuvo con el impacto. El piloto sacó de la guantera un revólver y se dio un tiro en la cabeza. El estruendo del balazo retumbó a varias cuadras de distancia.
Su vida había transcurrido durante los últimos cuatro años, con el alma llena de odio hacia quienes lo tachaban en el trabajo de incumplido e incompetente, y de quienes realizaban burlas hacia su persona frente a sus compañeros. Había llegado a su empleo luego de una larga búsqueda y un período extenso de desempleo. Aceptó el trabajo porque se encontraba muy necesitado de dinero. Había tenido que suspender la construcción de su casa, y así, estando esta sin acabar, se fue a vivir en ella, a pesar de que le faltaba el techo a varias secciones del hogar. Durante ese tiempo, desesperado, recibió la oferta de un amigo: de venderle la casa a un bajo precio, por debajo de su verdadero valor, a cambio de que pudiera quedarse a vivir en ella. Y aceptó.
Pasaron dos años y el amigo finalmente le solicitó que la desalojara, tenía que venderla. En el contrato de compra-venta no había quedado plasmado el arreglo en el que él podría vivir en ella hasta su muerte. Había sido solo un acuerdo verbal. El asunto le horripiló hasta los huesos, como él solía decir. No tenía a dónde irse a vivir, ni contaba con un ingreso para rentar algún cuarto. Comenzó a dormir en su auto, estacionado en la calle.
A las pocas semanas recibió ayuda de otro amigo: Una oferta de trabajo en una oficina burocrática. Era una labor para economistas, realizando estudios sobre mercados; aunque él era ingeniero civil y no sabía nada sobre oferta y demanda. En la oficina, cuando los subalternos le reportaban avances, él solía decir: “¿Cómo lo ven ustedes?”. Aceptaba lo que los subalternos le dijeran. Todo mundo comprendió, rápidamente, que no sabía nada de los temas que trataba; pero su amigo, en la oficina, intentaba protegerlo: arrojándole poca chamba, asesorándolo y acordando él mismo con los subalternos de él.
Las cosas comenzaron a empeorar a través de los chismes en los pasillos, hasta que llegaron a sus propios oídos. Descuidó su persona, llegaba tarde a la oficina y dejó crecerse la barba. Luego llegó la queja ante el órgano fiscalizador: El puesto lo ocupaba él, una persona que no estaba capacitada, ni contaba con las credenciales para realizar las funciones. Se realizó la investigación, se tomaron declaraciones y se requirieron documentos. El acuerdo final: fue despedido y su jefe inhabilitado por haberlo contratado.
Para ese momento ya había logrado rentar un departamento cerca de la oficina. Ahora tendría que volver a la calle, y con la carga de la culpa sobre la situación en la que se quedaba su amigo, su exjefe, sin trabajo e inhabilitado. El dolor se le vino como raíz arrancada con un hachazo sobre la tierra, como el frío de una pedrada recibida en la frente; el odio, como un pozo profundo en el pecho. Emociones de las que había que deshacerse; saltando desde el precipicio.
Preámbulo del invierno
Olga de León
Poeta que naciste muerta
Tu tiempo no es aquí ni ahora.
Tu tiempo está por ser, en otra estrella,
en otra galaxia… y otro siglo, que aún demora.
I
Lucecitas azules vuelan entre los árboles
y, entre las sombras de la noche oscura, se esconden.
La luna y la tormenta con ellas se divierten.
Mas sabiéndose de alas raudas y silentes
no las derrumba el viento, ni se apaga su alegría.
Fueron de mi niñez y adolescencia
mi dulce compañía en las noches veraniegas.
II
Hoy, en el preámbulo de un invierno adelantado,
son en mi memoria un recuerdo amado,
de aquellas siempre áridas y calurosas tierras
que cual riqueza entrañable, el corazón alberga.
Tuve un día de las estrellas su brillo por techo.
La prontitud de ideas del relámpago y el trueno.
Y de la lluvia en verano
el beso del amor primero.
Vanse los años volando, cometas que el viento
va empujando, y eleva hasta perderse en el cielo.
No hay dolor por lo perdido. ¡Qué más he ganado!
¿Ilusión o engaño? De quien sabe que el reloj
nunca vuelve en reversa; ni para atrás, camina.
Cuán bellos son el Cielo infinito y el Universo,
que a nadie han engañado, salvo al autoengaño;
en su creación del arte de interpretar,
no sueños, sino la realidad de los ancianos.
Luces de una noche otoñal, ¿a dónde se fueron?
Y en círculos y curvas volaron
el camino donde mis pies descalzos danzaron
al ritmo de la lluvia y su sublime cántico.
III
Siendo de sonidos y silencios aprendiz,
un soneto quise escribir,
imitando el baile de la luciérnaga
y el brillo intermitente de sus alas.
Mi anhelo trunco fue en verano
Y en otoño cuando las hojas caen
y muere la verde esperanza.
Vuelve a renacer la vida olvidada
que en invierno, frutos da, inesperados.
Aviso alegre de inevitable fin
que llega con vides de gloria.
IV
He de regresar a la niñez y la adolescencia
para reencontrarme con los recuerdos
y, abrazada a ellos, volar hasta esas tierras
áridas y secas, cuya amorosa lluvia
encendió mi pasión literaria
y despertó mi vocación de vida eterna:
entregada a la enseñanza y al vuelo de luciérnaga.
Poeta que naciste muerta
tu tiempo no es aquí ni ahora.
Tu tiempo está por ser, en otra estrella,
en otra galaxia… y otro siglo, que aún demora.
Días apresurados: Reflexión
Olga de León
Vivimos al borde del mañana. Devoramos las horas, contamos los días que restan de trabajo, anhelamos desde el lunes que ya sea viernes, y solo hasta el domingo por la tarde deseamos que las horas y los minutos se retarden, que el tiempo se hubiese detenido en el sábado a medio día, o que el lunes suceda un milagro que nos permita decir: dios, ¡gracias!, todavía hoy no entro al trabajo. ¿Estamos trabajando demasiado? ¿En realidad, tenemos días de descanso suficiente? ¿Por qué no vivimos con tranquilidad? Lo sé, sé todas las respuestas a estas interrogantes… Y lo saben nuestros lectores.
La ansiedad domina nuestras vidas, el estrés es el pan de cada día. Los jóvenes viven con estrés, los niños también lo padecen, las mujeres nunca están sin él, es su eterna compañía. Los ancianos no han podido dejarlo en el pasado, porque siguen fingiendo que son jóvenes y la juventud va de la mano con la ansiedad y el estrés, en mayor o menor grado.
Porque lo estoy palpando a diario, alrededor, y porque me lo diagnosticaron como una de las probables causas del padecimiento que me aqueja, es que decidí darle voz a la historia de una mujer que he conocido circunstancialmente. Quien me cuenta:
La edad de jubilación, para quienes tenemos “la fortuna” de ser empleados, se ha prolongado: con eso de que ya no envejecemos a los cincuenta ni sesenta, ahora nos la quieren extender hasta los setenta. ¡Ah!, siempre y cuando no hayamos perdido tiempo en reacomodos, aceptación de perder años a cambio de la “basificación” (gancho que otorga la seguridad de no ser removidos o despedidos por deseo o antojo de los jefes o autoridades).
Nunca me preocuparon tales asuntos, con eso de que “yo no trabajo” sino que “me realizo” profesionalmente… Pamplinas, solo son eso pamplinas, hasta hoy lo comprendo, un surrealismo que le permite a los dueños de nuestras vidas laborales seguir abusando de los empleados, en los casos que esas situaciones se presentan.
Le explico, a mi amiga referida, que ese caso no es el mío (¡confío en que no!). Y, ella añade, con una sonrisa medio sarcástica: “ándele, así es, igualito que yo”. Tan fuera de tal situación me siento, que sigo estando activa y a pesar de ya no cotizar en el IMSS, desde hace más de dos años y medio -me cuenta la dueña de esta historia que yo refiero-, como debí hacerlo desde entonces, aún no cobro ni la pensión ni el dinero que deben darme por el tiempo transcurrido.
Qué es lo que está pasando, ¿quién ha satanizado los derechos, cuando se refieren a dinero? Sí, también lo sé: educación con demasiados valores, muy moral y… ¿religiosa?, por aquello de que el dinero es el diablo… ¿Será? Habrá que continuar con esta reflexión, en otra entrega.
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