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Breve tratado de las emociones

Breve tratado de las emociones


Publicación:26-01-2022
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Sea a través del miedo, la belleza, el amor, la compasión o la angustia, el extrañamiento ha sido, desde el inicio, unos de los resortes secretos

Decía H. P. Lovecraft que el miedo era la emoción más poderosa y antigua de la humanidad; y, con mayor precisión, sostenía que esa sensación era, en rigor, el miedo a lo desconocido. Tal era la sustancia de su poética narrativa: “El atractivo de lo macabro, desde un punto de vista espectral, generalmente es limitado puesto que exige del lector un cierto grado de imaginación y una capacidad para desligarse de la vida cotidiana”, afirmaba en su ensayo El terror en la literatura. Trasladando el horror a la vida cotidiana por medio del lenguaje (una retórica del terror que transformaba una atmósfera “normal” en algo siniestro), Lovecraft lograba cristalizar su escritura en literatura. Para Nabokov, en cambio, la definición más cercana de lo que era el arte radicaba en esta ecuación: belleza más compasión, pues “donde hay belleza hay compasión, por el simple hecho de que la belleza debe morir; la belleza siempre muere; la forma muere en la materia, el mundo muere con el individuo”.  La fragilidad de lo bello y nuestra condición mortal y atormentada pueblan las páginas del autor de Lolita. He traído aquí sólo dos aseveraciones, queda una infinidad en los anales de la historia del arte…

Sea a través del miedo,  la belleza, el amor, la compasión o la angustia, el extrañamiento ha sido, desde el inicio, unos de los resortes secretos de las producciones artísticas. En otras palabras: volver oscuro lo claro y ensombrecer lo luminoso, como una permanente vuelta de tuerca a los mecanismos básicos de reproducción de la realidad. Si recordamos los primeros versos de La Ilíada (“Canta, diosa, la cólera de Aquiles el Pélida, / funesta a los aqueos, haz de calamidades…”, la traducción, por cierto, pertenece a Alfonso Reyes), veremos cómo aparece inmediatamente una de las emociones más primitivas: la cólera. Entramos así en el terreno de las detonaciones artísticas: ¿cuál es el impulso que mueve al artista? La perturbación de la calma, el sacudimiento de la existencia. La emoción estética, sin embargo, también puede ser lo opuesto a la agitación: el grabado titulado Melancolía de Durero (compuesto entre 1513 y 1514) nos muestra a una figura alada absorta en sí misma, desconectada del mundo que le rodea (con sus instrumentos de medición: mapas, relojes, tinteros y plumas). 

Platón, gran defensor de las ideas trascendentales, rechazaba a la poesía por su condición mimética (imitadora de la realidad), pero sobre todo por ser producto de la inspiración y no de la razón. El poeta, sentenciaba el filósofo, no es dueño de una técnica propia (técne), como lo es un marino o un carpintero, sino que precisa de la ayuda de las musas para componer sus creaciones. En el fondo lo que se escondía aquí era un miedo a las emociones, o, mejor dicho, a la manifestación de las emociones y los afectos. A lo largo de la historia del arte podemos comprobar la existencia de largos periodos donde se intenta la domesticación de la creación a través de normas y preceptivas (fincadas en la racionalidad), seguidos de intensas rebeliones artísticas (tal vez, el caso de romanticismo sea el más emblemático, pues surgió como una reacción a la Ilustración y el racionalismo del siglo XVIII; aunque no fue el único: las vanguardias surgieron, al despuntar el siglo XX, como una respuesta visceral al extremado academicismo en las artes).

No debe extrañarnos, por lo dicho hasta aquí, el reciente auge de los estudios y las teorías en torno a los afectos y los sentimientos. Aunque sí debemos sospechar de la tendencia a polarizar este enfoque y reducirlo a una lucha entre racionalidad y emoción (¿acaso la razón no es también una forma de sensación? Y a la inversa: ¿no poseen las emociones su propia racionalidad?). El abuso de lo emotivo puede llevar a las producciones artísticas a caer en la sensiblería y la explotación comercial: vivimos en una época que tiende a ponderar los sentimientos (mientras éstos sean explotables y garanticen ventas o visualizaciones en las redes sociales) y denostar cualquier intento de razonamiento crítico.  ¿No habrá sonado la hora de tratar de encontrar un equilibrio? No podemos ya negar el papel crucial que han desempeñado las emociones en el desarrollo de las artes (y de la condición humana), pero tampoco podemos olvidar que no han sido sólo el producto del corazón, sino una proyección del cerebro. 

El sentir y el pensar van de la mano en cualquier tipo de creación, aunque creadores y teóricos se empeñen en negarlo.



« Víctor Barrera Enderle »