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Alas celestiales en la tierra

Alas celestiales en la tierra


Publicación:23-10-2022
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Tuvieron que pasar varios años para que aquella niña obtuviera una respuesta. Pero la tuvo. Y varias veces platicó con Él

El Ángel de la Guarda

Carlos A. Ponzio de León

      MI hermano murió hace siete años. No debería decir “murió”: se mató. Conducía un coche en carretera, el cual no era suyo. Se desbarrancó. Fue un domingo de madrugada, día del padre. Venía de Durango a Monterrey a celebrar con la familia. Eso es lo que creemos. Creemos también que, ni la noche del viernes, ni la del sábado, pudo dormir. Un taquillero de la central de autobuses de Durango declaró que lo vio el viernes a mediodía, con su par de perritas, sin caja transportadora, simplemente amarradas con las correas. Quiso comprar un par de boletos para Monterrey, uno para llevar a las mascotas en el asiento junto a él. El taquillero le explicó que solo podían viajar en el compartimento de las maletas, dentro de una caja transportadora. Mi hermano dijo que iría a buscar una caja de cartón para meterlas ahí. Caminó a la oficina de maleteros y preguntó por cajas. No le pudieron proporcionar ninguna. Desistió momentáneamente y esperó afuera de la central para tomar un taxi de regreso a su casa. Se situó junto a la salida de los autobuses. Cuando vio salir uno, lo detuvo. Se abrió la puerta del camión y le preguntó al chófer si se dirigía a Monterrey. Que no. Se dio por vencido. Consiguió el taxi y regresó a su departamento. Tal vez fue un mensaje de su Ángel de la Guarda, porque imagino pudo dormir un poco esa tarde, aunque no lo sé con certeza. Por la noche se dirigió al aeropuerto, otra vez con sus perritas, para intentar comprar un vuelo hacia Monterrey. No encontró disponibilidad para esa noche. Un policía federal dijo que él y su compañero lo encontraron sentado, junto a su propia backpack y con mascotas, recargado en una columna adentro del aeropuerto, con la mirada perdida. Le preguntaron qué llevaba en la mochila. Les dijo que una cámara fotográfica. Lo obligaron a mostrárselas. Luego dijeron que no podía permanecer allí, que debía retirarse. Salió a la calle y al ver un auto, pensó que se trataría de alguno de esos agentes que mi hermano imaginaba vigilan la ciudad cada vez que tiene un evento psicótico: y que lo trasladaría a su hogar. El conductor debió asustarse cuando un extraño abrió la puerta trasera de su auto sin problema. “¡No, no, no!”, le suplicó el hombre y le pidió la cerrara. Así hizo mi hermano. También eso puedo imaginarlo. Entonces, pidió un taxi que lo acercó a su departamento. Y cuando estuvo a cuatro o cinco cuadras del destino, le pidió al conductor que se detuviera. Le diría que venían siguiéndolo para matarlo, por lo que debía arribar sigilosamente a casa, a escondidas, saltando la barda trasera del edificio, sin ser notado. El chófer describió la angustia del rostro de mi hermano como la de un animalejo moribundo bajo un cielo abierto, pero repleto de zopilotes volando en círculo para devorarlo vivo.

      Ese fin de semana, mi hermano realizó una llamada a Monterrey. Su número quedó registrado en la contestadora. Si alguien hubiera estado en casa para responder, se hubiera dado cuenta del delirio psicótico que estaba viviendo. Quizás habría podido hacer algo al respecto. Pero el destino no quería que las cosas fueran así. A la mañana siguiente, buscó al veterinario de sus perritas (que eran como sus hijas, su par de compañeras en soledad). A llanto abierto, se las dejó encargadas. Le dijo que ya no podía hacerse cargo de ellas ni liberar sus espíritus, todavía. El veterinario intentó obtener una explicación, pero mi hermano lo dejó atrás, con las correas en la mano. 

      No puedo imaginar qué hizo desde ese momento hasta el anochecer. Quizás durmió un poco, o tal vez estuvo en vigilia observando transeúntes. Pero a las diez de la noche, intentó encender su auto. No pudo. La batería se había descargado. Era como si su Ángel de la Guarda le estuviera pidiendo no moverse de la ciudad. Entonces, se dirigió a la caja de seguridad que guardaba las llaves de los carros de los vecinos, junto a la caseta del guardia, y tomó unas que conocía. Caminó rumbo al estacionamiento: el guardia detrás de él. Mi hermano giró para hacerle una señal con los labios, indicándole que guardara silencio. Salió del edificio en el auto de alguien más. Toda la noche condujo buscando la carretera a Parral, pero solo daba giros rectangulares sin salir de Durango. Otra vez, su Ángel de la Guarda. Se mantuvo haciendo eso durante horas hasta que tuvo que cargar gasolina para llenar el tanque. Al amanecer, finalmente se encontró rumbo a Gómez Palacio.   

      En carretera, a 120 kilómetros por hora, alcanzó a distinguir lo que pensó era un convoy del ejército que intentaba interceptarlo. Aceleró poco a poco hasta los 180 kilómetros por hora y pudo alcanzar al líder. Puedo imaginar el sudor de las manos de mi hermano sobre el volante y la adrenalina de estar viviendo una aventura en una película de acción, y la angustia que le calentaba la sangre hasta devorarlo mentalmente, y su necesidad de sentirse libre de toda persecución. Lanzó el auto, lateralmente, contra el líder del convoy para sacarlo de la carretera. Ambos, el camión del ejército y el auto conducido por mi hermano volaron al precipicio a más de cien kilómetros por hora. No hubo sobrevivientes entre los militares. Mi hermano siempre fue difícil de cuidar.

Embeleso por el cielo

Olga de León G.

Cuando de pequeña iba a la iglesia, a esa casa en la que habitaba Dios, pero que me decían también estaba en todas partes, yo me preguntaba por qué si lo sentía en mi corazón no podía verlo. “¿En dónde estás, señor dios? Acaso, ¿no me escuchas si solo te pienso y te hablo quedito, para que nadie más sepa lo que quiero decirte?”

Tuvieron que pasar varios años para que aquella niña obtuviera una respuesta. Pero la tuvo. Y varias veces platicó con Él.

Una de ellas fue cuando le cuestionó sobre sus apariciones en sueños. ¿Por qué solo me visitas mientras duermo? ¿Por qué no puedo verte cuando voy a misa con mi hermanito y mi madre? En dónde estás entonces… Será que son muchos los que te buscan y, ¿no alcanzas a llegar hasta mí? Aquí sigo diosito. 

Dónde está mi hermanita, la que nació antes que yo, la que se murió sin que la conociera. Quiero verla, quiero saber si a ella también le hago falta. Todos hablan de lo hermosa y buena que fue mientras estuvo entre los vivos en la tierra. Nunca podré igualarla… Ahora menos, ella es un ángel, un angelito del cielo… y yo una simple mortal que habla con ella, aunque no sé si me escucha, pues nunca me ha contestado, ni la he visto en mis sueños.

Pero, sí recuerdo con mucha claridad, como si hoy lo estuviera viviendo, cuando por las noches, especialmente las de verano o primavera, desde la ventana que había en el cuarto, detrás de la cabecera de mi camita, me colocaba de rodillas y desde allí miraba por horas hacia el cielo. Quería contar las estrellas, mas nunca lo lograba, eran demasiadas… 

     Y luego, de pronto aparecían unas que volaban, pasaban cual saetas o ráfagas de cohetes y desaparecían, eran las estrellas fugaces, las que cumplían los deseos de los enamorados y de quienes tenían la suerte de estar viendo el cielo cuando aparecían esas, las efímeras o poco duraderas, en el firmamento.

     Mi embeleso por el cielo empezó desde que tuve conciencia, como a los tres o cuatro años. Aunque mi madre me contaba que mucho antes… Yo no lo sé, no de cierto. A mi madre también le gustaba contarnos cuentos, o pequeñas mentiras inocentes con las que nos enseñaba algo, un principio de buena conducta o algo que nunca debíamos hacer si pretendíamos agradarle a Dios y todo su séquito de ángeles.

     Siempre creí que yo tenía un ángel de mi guarda… pero no uno como otro cualquiera. No, el mío era más grande, más bello, más bueno… Era uno que hacía magia y se metía debajo de mi cama o se quedaba arremolinado en un sillón junto a mí, o si más no había, se estaba toda la noche sentadito a un lado, cerca de la cabecera. 

     Así, por la mañanita, al despuntar el primer rayito de sol, el más tenue de todos, volaba: se iba y volvía si lo llamaba… aunque creo que venía todos los días y las noches sin que yo lo buscara… Me acompañaba al colegio, me ayudaba a cruzar las calles y me dejaba a la entrada de mi salón; varias veces me salvó de que me robaran o secuestraran, qué se yo.

     Aquel día especial, día único e irrepetible en nuestra historia, la de mi hermanito y mía, vimos a nuestro querido perro Oso, que se había ido de casa (según nos contaron nuestros padres; pero, que en realidad había sido sacrificado al contagiarse de rabia). Ese día, supimos a ciencia cierta y sin duda alguna, que Dios sí existía. Y que nuestros ángeles de la guarda, nos permitieron ver al Oso una vez más. 

     Mi embeleso por el cielo sigue intacto, aunque ahora sé que pude ser astrónoma… no solo filósofa y contadora de historias y cuentos.

     



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