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Agua que retorna al mar

Agua que retorna al mar


Publicación:05-06-2022
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Yo no tenía necesidad de explicarlo. Era mi asunto. Y yo debía hacer lo que es correcto: las cosas que me permiten dormir con tranquilidad cada noche

 Dormir con tranquilidad

Carlos A. Ponzio de León

      

      Legué trotando al cajero automático. Faltaban diez minutos para las cinco de la tarde y aunque la tienda de productos fotográficos se encontraba en la misma calle: sabía que cerrarían puntualmente. Digité el número para el retiro: ciento ochenta dólares y esperé a que la máquina me entregara los billetes verdes. El tiempo estaba quieto, como la eternidad del Mar Muerto. Cuando hizo su entrega, le arrebaté a la rendija los tres billetes. Esperé de regreso la tarjeta de débito roja, casi guinda, y con ella y los billetes en la mano, me apresuré sobre la acera para caminar doscientos metros en dirección a Central Square. Justo unos segundos a tiempo; pues empujé la puerta, entré y detrás de mí, el encargado cerró con llave para que nadie más pudiera ingresar. Me acerqué al fondo y pregunté en mi inglés fosforescente, rosa mexicano: ¿Tiene el Canon 75-300? El hombre echó un vistazo sobre los anaqueles a su espalda, subió una pequeña escalera y descendió con la caja blanca de letras negras. “Ciento setenta más impuestos”. Miré las tres notas de la Reserva Federal y noté algo extraño. Más asombroso que los dos meses de ahorro que me había tomado juntar el dinero y comprar ese lente para mi cámara fotográfica. Sostenía dos tarjetas bancarias, una en cada mano. Una era mía. La otra, no. Los dos plásticos eran del Cambridge Trust Company. 

      Salí de la tienda con el lente en una bolsa de plástico y las tarjetas en la billetera. Caminé el trayecto de regreso, en dirección a Harvard. El banco estaba cerrado. Los cajeros vacíos. Esperé diez minutos y no apareció nadie buscando su tarjeta olvidada en el cajero. Atravesé Harvard Yard rumbo al departamento 41, en el número 95 de Prescott Street. Entré desolado, imaginando historias, que la policía llegaría a buscarme, que inmigración aparecería para deportarme, que funcionarios del banco tocarían a mi puerta, que me expulsarían de la universidad. Y apenas era viernes por la tarde. Habría que esperar dos días y medio más para que llegara el lunes y poder acercarme al banco para devolver tarjeta y dinero. ¿Y si los cajeros tenían cámaras de vídeo? ¿Y si los noticieros reportaban el incidente? La policía haría un retrato hablado de mí, o presentaría los vídeos en el noticiero de las once de la noche y, alguien, tarde o temprano alguien… me identificaría. ¿Debía esconderme sin salir a la calle?... ¿Y el lente que acababa de comprar? ¿Dónde lo dejé? ¿Lo perdí frente al cajero?

      Revisé en la memoria cada movimiento que había realizado. Abrí la puerta del departamento, fui al baño, me dirigí a la máquina contestadora, escuché mensajes, en la cama dejé la mochila, de ahí a la cocina, y… nada… Otra vez. La puerta de entrada, el baño, salí, y… ahí estaba, en el piso, en la entrada. Media hora más tarde llegó Delaira. “No pasa nada. Claro que hay cámaras. Todo está bien. No le sacaste la billetera a nadie. Llegaste al cajero apresurado, sacaste dinero y te fuiste. Estamos en un país donde las cosas suceden con claridad. El lunes vas al banco”.

      El sábado por la noche estuvimos en el departamento de Luis y Sandra, que estudiaban el doctorado en ciencias políticas en una universidad al sureste de Boston. “Mira, Carlos, ni siquiera es necesario que devuelvas el dinero. Nadie te va a buscar por ciento ochenta dólares”. Y Sandra dijo, que su marido tenía razón. Cenamos comida china contenida en recipientes de cartón, que mandamos pedir por teléfono. Bebimos cervezas: Yo: Samuel Adams; Luis: Budweiser.

      El domingo lo pasamos caminando por las calles de Boston, colocamos una manta sobre el césped de un parque y comimos sándwiches preparados en casa y papas fritas.

      El lunes desperté a las ocho de la mañana, me metí a bañar, me vestí, bebí una taza de café y sin desayunar, me dirigí al banco. Le expliqué a una de las ejecutivas lo sucedido. “No se preocupe, señor, nosotros reportaremos el incidente y le explicaremos al cliente”. Le dejé el plástico y la misma cantidad de dinero que había retirado de mi propia cuenta ese fin de semana. ¿Realmente, la ejecutiva contactaría al hombre para devolverle el dinero? El martes por la mañana volví a buscarla. Que aún no habían podido contactar al tarjetahabiente. “No se preocupe, lo haremos”. Me retiré y al salir, sentí el apaciguado calor de los veinticuatro grados centígrados, bañando mi rostro.

      A media semana hablamos por teléfono con Luis y Sandra. “¡¿Devolviste el dinero?!” Yo no tenía necesidad de explicarlo. Era mi asunto. Y yo debía hacer lo que es correcto: las cosas que me permiten dormir con tranquilidad cada noche.

      

Con la pena ajena…

Olga de León G.

      Con eso de que los viernes no daba clases en el Instituto ni en la Facultad, aprovechaba para sacar los pendientes, pagos de servicios, de tarjeta de crédito, ir a la relojería para reponer pilas a dos relojes, llevar a arreglos un par de bolsas y recoger unas zapatillas y un par de botas del hijo, en el “Botín”. 

      Al final, el banco: la sucursal que está a cinco o seis cuadras antes de subir por Misterios. Llegué al estacionamiento y con calma bajé del auto, faltaba un minuto para las cuatro, sabía que era muy tarde, pero haría la lucha; si no, solo iría al cajero por algo de efectivo. Saqué la tarjeta del ahorro, tomé las llaves del auto, me colgué la bolsa sobre el hombro izquierdo y puse la alarma: descendí del coche.

      Un minuto después de las cuatro de la tarde, estaba subiendo los seis escalones, ingresé al área de cajeros, y pude ver tras las puertas de cristal que una señorita abría la puerta para que saliera el último de los clientes.

      Me acerqué, le pedí entrar: era muy importante para mí que hiciera un retiro superior a lo que el cajero permitía. Inútil. Ya no era hora. Ellos tienen muy claras sus reglas: todos adentro siguieron trabajando.

      Bueno, me dije, retiraré al menos para las medicinas, no puedo dejar sin ellas a mi esposo. Ayer había ido por él a su consulta... y en la farmacia no tenían el medicamento indicado por el Cardiólogo, y que no debía dejar de tomar ni un solo día… “A menos que quiera matarlo”, había dicho el doctor, en son de broma: de muy mal gusto, para mí. Pero, ese fue su modo de hacerme notar lo importante de no dejar de suministrársela diariamente. ¿Por qué?, pregunté ingenuamente, porque puede sufrir otra embolia; y esa, quién le dice que no será más fuerte y fatal.

      Iba cansada, por todo lo hecho desde la mañana hasta esa hora. Pero, sería lo último y podría ir a casa y disfrutar una siesta de media hora.

      Con todos esos pensamientos en mi mente: Introduje mi tarjeta, elegí el monto, esperé y tomé los billetes. Me di media vuelta y enfilé a la salida. Saliendo, pude ver que un hombre iba a los cajeros: era un vecino de la colonia, no nos conocíamos, pero sí nos habíamos visto; incluso él subía a diario en su auto más arriba de la casa: reconocí el auto también.  

      Recapitulando –ando también hoy algo cansada y muy desvelada-: Metí la tarjeta en el cajero y elegí, no la máxima cantidad posible, reservé $2,000 por si luego los necesitara. No quería traer en efectivo más de lo urgente. Retiré el dinero y el comprobante. Me di media vuelta, y subía a mi cochecito.

      Y también, como siempre hago, ya dentro del auto: acomodé lo recién retirado en la billetera y busqué -para poner en el lugar del tarjetero que le correspondía-, la tarjeta del banco.

      A veces, me digo -en silencio- solo para mí: un día perderé la razón o sufriré algún colapso… es mucho lo que traigo en mente, poco lo que duermo y, a mi edad, es demasiado de lo que me responsabilizo aún…

      Volví a bajar del coche, ahora más apurada (recordé que salí mientras alguien entraba y no había ninguna otra persona dentro del cubículo de cajeros, ni afuera). Y me acerqué con una idea clara: no podía ese hombre tomar mi dinero. El dinero reservado para urgencias médicas.

      -Señor, usted disculpe: ¿recogió una tarjeta que…? Con la pena ajena, por favor, regrésemela… -Sí, perdón. 

      -El aludido estaba ya afuera de los cajeros, pero si me tardo un minuto más, él habría subido a su auto.

      Mucho más nervioso y agitado de lo que a mí se me podía notar, con la cabeza gacha: metió la mano derecha al bolsillo de su pantalón: sacó una billetera y de ella extrajo mi tarjeta y acto seguido, cuatro billetes de $500… 

      -Discúlpeme, no sé qué me pasó… Como el cajero pedía si deseaba hacer otro movimiento le di a “retirar” y saqué este dinero: es suyo. Casi quise abrazar al hombre, y decirle: “¡gracias! No sabe el bien que me ha regalado”.

       La vida nos da y quita… Pero también nos da a raudales, cuando nos quita y vemos lo que de bueno nos regresa.



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