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A la luz de un refugio

A la luz de un refugio


Publicación:27-03-2021
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Ese domingo de vacunación, ambas sentimos que recibimos no una simple inyección, sino gotitas de vida y esperanza

La resurrección del amor

Carlos A. Ponzio de León

     

      Nada le emocionaba más que la llegada de los viernes. Pero Tania lo rechazaría si él le pidiera que fueran novios. Terminaría por alejarla. Declararle su amor: anatema, a pesar de la confianza que lograban cuando se reunían hasta tarde, los viernes por las noches, para compartir cervezas en casa de ella, a iniciativa de la misma Tania, quien estaba agradecida por las clases de matemáticas que le impartía a su hijo mayor, el que batallaba con los estudios en la secundaria. Ramiro dedicaba tres horas a la semana a explicarle al niño sobre ecuaciones cuadráticas y operaciones algebraicas, o de cualquier otro tema del que tuviera alguna duda. Pero ese viernes, cuando Ramiro llegó a casa de Tania, encontró el crucifijo de la entrada descolgado, encima de la mesa, al lado del sillón de espera de visitas. 

      Venía de casa de su compadre Luis, de la visita diaria. ¿Vas anca casa de Tania?, le preguntó la madre de su compadre, al despedirse. ¡A ver cuándo te le declaras a esa mujer!, le gritó desesperada la señora. ¡Te estás tardando y ella espera! A Ramiro se le dobló el tobillo mientras seguía caminando rumbo a su camioneta. Se le escapó un gemido de dolor casi imperceptible. No es nada, le dijo a la vieja cuando la vio acercarse. No, en comparación con el dolor que la señora padecía.

      Veinte años atrás, a Ramiro le faltaban dos semestres para graduarse de ingeniería civil, cuando su padre arribó con botes de pintura a casa, los que habían sobrado luego de pintar el negocio familiar donde vendían boletos de lotería. Ramiro se ofreció inmediatamente. Al día siguiente fue a tocarle a su amigo Luis. “Compadre, ayúdame a darle una pintadita a la fachada de mi casa”. En media hora tuvieron listas dos escaleras, las brochas y los rodillos. 

      Comenzaron a pasar pintura y el sol de la mañana lo sentían en las nucas. El sol se fue elevando y los brazos güeros se les fueron poniendo colorados. Comieron en punto, dando la una de la tarde: tacos de pollo que preparó la madre de Ramiro. También les trajo una botella de Coca-Cola grande, hielos y vasos. “Tan picosos estos tacos. Así cocina tu Má”, dijo Luis. “Yo creo que para las cinco terminamos”, respondió Ramiro luego de un silencio. “A ver qué hay de cena”.

      Descansaron media hora y volvieron a sus puestos frente a la fachada. Luis trepó sin hambre a la escalera: metro y medio de altura, se sentó hasta arriba para alcanzar la parte más alta de la casa con el rodillo. El sol comenzó a picarle en las mejillas, y luego a rebotarle en los ojos. A ratos bajaba y movía la escalera más a la izquierda, para volver a subir. Los mareos fueron primero ligeros. Él no aflojaba el paso. Descendía, reacomodaba la escalera y subía con el rodillo sujetándolo con fuerza en la mano derecha. Comenzó a preocuparle si la cantidad de pintura resultaría suficiente. De pronto pensó en un paseo en la rueda de la fortuna. Los mareos se hicieron frecuentes hasta que se fue de lado y con el rodillo quiso agarrarse de lo primero que encontró: sin saberlo: de un cable de alta tensión.

      La explosión se escuchó muy lejos. El cuerpo de Luis se incendió completo y al instante, y luego se apagó, cayendo a un trecho de varios metros de donde se encontraba. Los médicos quedaron estupefactos al verlo vivo. Totalmente quemado; pero vivo. Quedó sin habla y confinado a una silla de ruedas. Cada día, desde entonces, su amigo Ramiro lo visita, así sea por solo quince minutos. A Ramiro, la culpa se le vino encima como tambo de cemento. Lo enterró justo donde se encontraba en aquel momento. No terminó la carrera, ni se hizo de novia, ni de un trabajo serio. La iniciativa huyó de él por el resto de la vida, dejándole en el corazón: un pájaro muerto.

      “Déjame verte el tobillo”, le dijo la vieja, madre de Luis, a Ramiro. No había hinchazón. “Pide una señal, muchacho. Ya has cargado mucho tiempo con esta cruz”. Ramiro desvió la mirada a la fachada blanca de la casa. “¿Cómo se hace eso?”, preguntó Ramiro. “Ya lo has hecho; solo espérala”. 

      Ramiro condujo a casa de Tania despacio, pensando en el sonido de las hojas en primavera, en el de las chicharras que lo despiertan en verano cada mañana. Sintió un revoloteo de alas entre las pestañas, las cuales lograron exprimirle: una lágrima vieja y seca; luego, un torrente de agua helada. Orilló la camioneta hasta calmarse.

      Luego de timbrar en casa de Tania y entrar y ver el crucifijo descolgado, preguntó: “¿Eso?”. “Me lo pidió mi madre”. Hubo un momento de silencio blanco. “Voy a colgar esto”, continuó Tania, enseñándole una foto enmarcada en la que aparecían ambos, brindando durante una de sus reuniones. “Me haces sentir parte de tu familia”, le dijo Ramiro. “¿Quieres serlo?”, preguntó Tania, levantándose de puntillas para mirarlo a la altura de los ojos.

      Esa noche hablaron sobre el papel de los planos en la ingeniería civil, del poder del agua para limpiar heridas, y sobre los milagros. Hablaron del prodigio de las resurrecciones tras la potestad del amor. Y luego de la borrachera, y después de tantos años, hicieron el amor.

Un domingo de vacunación

Olga de León G.

      El padre había fallecido seis meses atrás. Nadie pretendía olvidar el sufrimiento de su pérdida, ni el dolor de varios meses mirándolo postrado en una cama de hospital, sufriendo los últimos días tormentosos para todos; especialmente para él, quien a juicio de los médicos estaba inconsciente, pero los dos hijos a su lado día y noche, sospechaban que no era así: mayor sufrimiento para él, quien quería decirles tantas cosas antes de partir, y solo se consumía en su angustia y desesperación interna porque sabía que eso ya no sería posible; y para ellos, que les partía el alma ver a aquel hombre fuerte y siempre seguro de sí, convertido en un delgado bulto bajo las sábanas en convulsión intermitente. Aun así, él intentó por todos sus medios telepáticos y amorosos, darles los mensajes que los hijos mayores debían conocer y transmitir a los más chicos.

Esa tarde, ellos lo supieron y a partir de entonces, con amor lo tranquilizaron, diciéndole al oído que ya no se angustiara más, que sabían bien cuál era su encomienda… y que cumplirían con ella.

Así que seis meses después del ritual del velorio y sepulcro, los mayores decidieron hacer un viaje por carretera, todos juntos: hermanitos, su madre y hasta el novio de la mayor de las hijas, iría: compartiría la tarea de conducir con el mayor de los hijos varones. Les hacía tanta falta darse un respiro en alguna playa. Lo hicieron… y con ellos viajó también su padre, no podían dejarlo, era el centro, el núcleo de su unión: era Semana Santa. Una fecha en la que ni antes ni después de la muerte de su padre -excepto ese primer año de luto- a ninguno de ellos, les gustaba salir. Siempre consideraron los días de la Pasión de Cristo, días de recogimiento y reflexión. Nadie se sintió mal por haberlo hecho, ni estuvieron tristes o con sentimiento de culpa o remordimiento, por haber salido de vacaciones con su madre a los pocos meses de la partida del padre. No había pecado en ello, y sí una gran tranquilidad, necesidad de sanar la gran herida, y volver a buscar la unión en derredor de la madre y los dos hermanos mayores: difícil tarea para quienes, a los veintiún y veintidós años, se tuvieron que hacer cargo: de la noche a la mañana, se vieron convertidos en jefes de familia de sus hermanos menores. 

Cosas de la vida, como ese viaje, todos apretujados en el Falcon rojo 1967, pero alegres y contentos; nunca más haríamos otro. La vida y los deberes van separando prioridades y postergando los tiempos del refugio para el amor

      Fue un hermoso viaje que siempre llevaré en mi corazón y en mi mente, por lo que dure aún con vida y salud, concluyó la viejecita que en un par de meses cumpliría setenta y cinco años. Yo la escuché atenta, no quería perderme detalle de su historia, lo que frecuentemente hago con quien me quiera regalar un trozo de su realidad o de su fantasía, ¡al fin escritora! Estábamos las dos acompañadas por un familiar, a la espera de ser vacunadas contra el terrible virus Covid 19.

      A mí me acompañaba mi hija; a ella, un nieto, cuya edad no pasaba de los treinta… Ambas teníamos muchas ganas de seguir en este mundo, yo con algunos años menos que ella. Y a pesar de que la hacienda de nuestros respectivos hogares fuera bastante modesta, sabíamos hacerla rendir; si bien, no era tan poca como en casa del Caballero de la triste figura, Don Quijote de la Mancha.

      Ese domingo de vacunación, ambas sentimos que recibimos no una simple inyección, sino gotitas de vida y esperanza. Y prometimos vernos en la misa del siguiente domingo, el domingo de ramos.



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