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A la espera…

A la espera…


Publicación:05-06-2021
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Amanecieron con el anhelo de elegir a alguien que fuera verdaderamente honesto

Un restaurante de mejor calidad

Carlos A. Ponzio de León

      Entraron al restaurant erguidos, dando pasos cortos, cuidadosos, con las espaldas firmes como montañas que permanecen fijas a pesar de haber vivido siglos de tormentas y huracanes. Fueron recibidos por la anfitriona con una sonrisa que recordaba el vapor de una cocina ácida y dulce: exquisita, vestida en saco y pantalón oscuro, como pulpo en su tinta, y con la camisa pincelada de un tono azul como el color del mar a cien metros de profundidad, abotonada por pedrería que parecía fabricada con conchas de la playa lunar. “¿Mesa para tres?”. El caballero asintió, mientras cedía el paso a su suegra y luego a su mujer.

      Fueron conducidos hasta una mesa para cuatro, al centro de uno de los salones. Un candelabro de oro que sostenía treinta velas electrónicas quedaba justo encima de ellos. Los comensales podían observarse en alguno de los espejos situados en las paredes. La alfombra roja brillaba. Sobre su mesa había una lámpara con la figura de una bailarina, colocándose las zapatillas, como si hubiese sido diseñada por Degas. La anfitriona les extendió el menú que: al abrirse, mostraba los precios suculentos del restaurant más fino en la ciudad. Nunca habían estado ahí. “En seguida los atiende un mesero”.

      Pasaron la vista por la carta impresa en papel Canson de cuatro pliegos, atadas las hojas por cordones, mostrando cortes de carne: mil cuatrocientos pesos; pescados: mil quinientos; botellas de vino de hasta quince mil pesos. Demasiado gasto incluso para ellos, acomodados empresarios, pero más que eso: era un gesto que demandaba la mujer en casa: para celebrar un año de matrimonio.

      El caballero había llegado de Inglaterra quince meses atrás. Un homosexual de clóset que, a los sesenta años, había conseguido el “sí” que lo libraba de la carga emocional de su soltería. La afortunada: una mexicana de cincuenta que odiaba a los hombres, excepto a su padre, a quien presumía y admiraba por haber tenido el valor de abandonar a su madre cuando estaba embarazada de ella. La mujer, ciertamente, era ciega de ojos abiertos, como se lo había dicho un terapeuta: su padre no había abandonado a su madre por la razón que ella señalaba: la de no sacrificar su propio futuro profesional. Esa, más bien, era una patraña que le había embadurnado su madre desde chica, para enfermarla maquiavélicamente de un deseo ferviente por el dinero. 

      Pero su odio al género masculino era algo genuino, más auténtico que su tierna sonrisa cincuentona y las palabras melcochosas con las que llenaba los oídos de sus amigos: su repulsión a los hombres provenía de los abusos sufridos y arremetidos por su abuelo, quien se hizo cargo de ella desde su nacimiento hasta la juventud. Desde su primer noviazgo, buscó relaciones con hombres que la maltrataban. Conseguía parejas que aguantaban sus silenciosas agresiones, cortas y dulces, pero certeras, sobre el corazón, hasta que ellos perdían la cabeza y terminaban golpeándola o abandonándola.

      Cuando los tres estuvieron listos para ordenar, notaron que a la mesa contigua había arribado una pareja de adolescentes, con la mitad de sus cabellos pintados en color violeta. Un mesero viejo, alto y delgado, se acercó rápidamente a los jóvenes para levantarles la orden. Vieron al mozo, como palo seco, caminar hacia la computadora e ingresar los platillos. Los camareros iban y venían, pero nadie se detenía en la mesa del inglés. “No nos presta atención, cariño”, le dijo su mujer con un gesto en los ojos, y con: su otra sonrisa: la que escondía, pero a la vez dejaba ver la frase: “en un lugar como este, que realmente vale la pena, eres insignificante, cariño”. Así, como tantas otras veces, y de tantas otras maneras, ya se lo había expresado durante ese año de matrimonio.

      “Joven, ¿podría tomar nuestra orden?”, “Disculpe, no es mi mesa”. “Joven, ¿podría llamar al jefe de meseros?”, “Un momento”. Mientras tanto, al lugar de los adolescentes, arribó una charola con ceviche peruano: carnes de pescado y mariscos marinada en aderezos cítricos. Igualmente, un plato con chorizo parrillero asado, condimentado con chimichurri. Y finalmente, dos tacos adobados al pastor, al centro.

      En la mesa del inglés, la tensión crecía como espuma de jabón en licuadora. “Cariño, ¿nos vamos, o quieres esperar más para hablar con el jefe de meseros?”. Transcurren otros diez minutos y el hombre convocado, no llegaba. Lo vasos de agua se habían consumido. De pronto, el encargado se acercó a la mesa. “¿Puedo hacer algo para volver su estancia más placentera?” El inglés explica que ellos llegaron antes que los jóvenes en la mesa de al lado, quienes ya han terminado de comer y ahora piden la cuenta, mientras que, a él y su familia, ni siquiera les han tomado la orden. El inglés se levantó con una indignación que jamás había sido vista. “Puede hacer más placentera nuestra estancia indicándonos cómo llegar a un restaurante de mejor calidad que el suyo”. El jefe de meseros se quedó callado y los dejó partir, sin decirles lo único que se le hubiera ocurrido pronunciar: “No conozco un mejor restaurante. Lo siento”. 

      

El sol se quedó dormido

Olga de León G.

  Aquel día de otoño hubo fiesta de mil colores y sonidos alegres en el pueblo. Nosotros, la familia completa (hermanos, sobrinos, padres, hijos) y muchos amigos y conocidos más que compartíamos ideología, estuvimos felices por el triunfo del recién encumbrado.

No tuvieron que cumplirse ni dos años desde su ascenso al poder, para que la alegría se tornara en desilusión.

- Ni modo, amiga, tendremos que reconocer que no todo lo que brilla es oro, y que tantos años de espera porque al fin nos tocara a los de este lado de la humanidad, un logro… quedó en loro que cada mañana enreda con su verborrea y mentiras, a los que se dejan o persiguen ser premiados con un hueso, algún día. 

- Y, aun así, ¡no puedo creerlo!, los anteriores se volvían loquitos para el cuarto o quinto año… Este, antes del segundo…

- Pues sí, amiga, así mesmo es, como diría alguno de los personajes de Rulfo, a quien admiro y sigo leyendo, como que cada día está más vigente, quizás más que antes. 

- “Dices que conoces al gobierno; da la casualidad que nosotros también… de la que no sabemos nada, es de la madre del gobierno… Dicen que es la patria…” (Luvina). Y los más pobres y la clase media, nomás pelaron sus dientes, unos con más que otros, pero todos ellos igual de molachos y fregados, en cuerpo y espíritu.

- Pues, como que a esta patria le salieron intereses y uñas largas, amiga; asintieron ambas y callaron (así concluyeron su diálogo).

      Al día siguiente, la gente de aquel pueblo se levantó y se animó un poco para ir a sufragar el domingo. 

      Era un seis de junio, como hoy, y aunque en el corazón guardaban pocas esperanzas y menos ilusiones, amanecieron con el anhelo de elegir a alguien que fuera verdaderamente honesto, bien capacitado y proveído de cualidades suficientes para hacer lo mejor por toda la comunidad, en los diferente niveles y sectores, con sentido real de lo que es la equidad: dándole más a los más necesitados y a los que más se esforzaban por cumplir, haciendo muy bien su trabajo… 

      Ese será -pensaban- el que merece ser elegido para el cargo al que aspira. Los habitantes de aquel pueblo, en edad de sufragar, quisieron ser auténticamente cívicos y cumplir con su obligación y derecho, así que una noche antes, se fueron a dormir y, previo a ello, pusieron su reloj despertador con tiempo para tomar sus alimentos, ducharse y salir con anticipación, para no andar con prisas por falta de tiempo.

      Mas, he aquí que ese domingo el sol no aparecía, los relojes se pararon a la una de la madrugada y la penumbra dominó el cielo. Ninguno de los que planeaban salir a votar por la mañana o a medio día, logró despertarse, no bien a bien. Abrían sus ojos, veían hacia las ventanas y a sus relojes despertadores y nada les indicaba que hubiese amanecido: ni el más tenue rayo de luz entraba a sus cuartos.

      Otros, los de más férrea voluntad, intentaban incorporarse y ni siquiera lograban sentarse al borde de sus camas. Los teléfonos no sonaban y la luz no apareció nunca esa mañana: El sol se había quedado dormido, plácidamente dormido entre las más espesas y alejadas de las nubes. Ni siquiera había luz de luna, pues ya no era de noche, cuando algunos despertaron a las seis, o siete de la mañana. 

      Todo parecía que fuera un plan de alguna fuerza mayor o seres extraños que quisieran darles una lección a los humanos. Pero, cuál lección y, por qué. Ese año, el seis de junio pasó sin que en ese pueblo salieran a votar sus posibles votantes; así que solo quienes no habían dormido, fueron a votar, pero, se encontraron con que las urnas ya habían sido levantadas y los votos contados, en la penumbra del día, pues el sol jamás brilló ni apareció en el cielo, tampoco emergió de entre los cerros, simple y llanamente, ese día: no hubo sol, ni luz.

      -Así es como se hacen las cosas importantes, amiga. ¿Cómo?

      -En lo oscurito… y entre pocos…



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