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En las horas largas

En las horas largas


Publicación:20-05-2023
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Una bolsa de churritos rojos y una de papas fritas, ambas compartidas, además de unos traguitos de refresco negro me sacaron viva

La espera de Paloma.

Carlos A. Ponzio de León

      

      En el parque había un árbol de limones. El sol caía sobre sus hojas como una sábana de peces, tiñendo las hojas de tonalidades que iban desde lo muy claro hasta lo muy oscuro, haciéndolas parecer desde arenques plateados a palometas oscuras, pasando por las caballas. El viento de pronto desprendía una hoja seca, amarilla, haciéndola volar unos metros hasta que caía en la tierra sombra tostada. Las ramas se mecían saludando a los transeúntes y al poco tiempo se escuchaba crujir a una de ellas. Un pajarito no tardaba en aterrizar sobre alguna rama, por donde saltaba acercándose a la orilla, para luego emprender el vuelo nuevamente.

      Bajo el árbol de limones había una banca de acero, pintada en verde oliva, despintada en pedazos, dejando ver: un color negro azabache que, en ocasiones, bajo la luz intensa del sol, parecía azul violeta. En el centro del respaldo, en forma de corona, se encontraba un círculo y adentro de este, el águila juarista encima de un nopal de siete pencas, con las alas abiertas de frente, sosteniendo en su pico sin curvar, a la serpiente. Encima del águila podía leerse "República Mexicana" y abajo del nopal se extendían dos ramas, una de encino y otra de laurel.

      Desde lejos podía verse a Paloma sentada en la banca, bajo la sombra del limón. Una chica de veinticinco años, de estatura baja y complexión delgada que ocupaba una tercera parte de la banca. No había otro árbol cerca, ni otra banca. El solitario parque estaba inundado solo por la luz solar que caía sobre la tierra seca y algunas pequeñas áreas de zacate que apenas y podían notarse. Aunque el árbol medía casi tres metros de altura, a lo lejos se veía pequeño por la soledad que flotaba ahí.

      Observándola de frente, Paloma parecía tranquila. Se mantenía quieta, con la pierna izquierda cruzada sobre la derecha. Calzaba tenis blancos y llevaba jeans azules claros, además de una blusa de tirantes, estampada con figuras de flores, con pétalos grandes de colores. Hacía minutos que había cruzado sus brazos, mirando hacia un lado, notando a lo lejos el transitar de la gente por la orilla del parque mientras se dirigía a la iglesia. Sonaron diez campanadas y una bandada de palomas se desprendió de las ramas del árbol, emprendiendo el vuelo hasta el techo de un edificio de departamentos.

      Pasaron algunos minutos y Paloma miró su reloj de brazo. Las diez con quince marcó su Swatch Red Shore de extensible negro con vistas rojas y verdes en las orillas. La aguja horaria, corta y ancha, era de color rosa y el minutero era de color azul celeste. El segundero, pintado de color amarillo, era la aguja más delgada y aunque veloz, se movía lentamente, con una paciencia infinita ante la mirada de Paloma. Acercó el brazo a sus ojos cuando vio una hormiga caminando sobre su piel. Con un soplido amable, la hormiguita desapareció del brazo, aterrizando sobre tierra suave a medio metro de distancia de la banca.

      En el rostro de Paloma podía distinguirse cierto enojo. Ahora miraba hacia adelante, con la vista puesta sobre la tierra, a unos metros delante de ella, alcanzando a ver algunas piedras desparramadas en el camino. Su cabello corto apenas y rozaba sus hombros. Mantenía las manos sobre las rodillas, separadas la una de la otra por algunos quince centímetros, cuando de pronto comenzó a mover con impaciencia uno de sus pies, marcando cada segundo con un pequeño golpe sobre la tierra. Momentos más tarde, comenzó a mover las rodillas de un lado al otro.

      Transcurrieron algunos minutos y Paloma decidió levantarse. Se estiró de un lado a otro y se enderezó. Caminó por el borde del asiento del escaño hacia una orilla. Ahí decidió recargarse sobre el brazo de la banca. Cruzó la pierna derecha sobre la izquierda y continuó esperando. El sol comenzaba a calentar con más fuerza y el viento estaba quieto. Se escuchó el rodar de las llantas de un auto que pasó cerca. El cielo se despejaba de las pocas nubes que le quedaban. El sonido del órgano de la iglesia comenzó a llegar a los oídos de Paloma.

      Decidió darle una vuelta a la banca cruzándola por detrás y en la otra orilla, se detuvo mirando el suelo. Llevó las manos a su cadera y clavó su mirada en lo que parecía ser su hormiguita, acercándose al árbol. Estiró la espalda para doblar la cadera y continuó su camino a la otra orilla de la banca. Se sentó en la tierra, recargando su espalda en el borde del asiento del escaño. Recogió su pierna derecha levantando la rodilla y pasó su pierna izquierda por debajo de la otra. Unos minutos más tarde, se levantó y se dirigió a la parte trasera de la banca, desde donde lanzó una mirada hacia afuera del parque. Luego volvió al frente para sentarse otra vez.

      Minutos más tarde, arribó Roberto, un chico moreno, garrudo y alto, de cabello corto. "¡Hola!", dijo él, alegremente. "Vienes cuarenta y cinco minutos tarde", le respondió Paloma. "Me distraje en la casa viendo una película y no me di cuenta del tiempo". "¡No te importo!", respondió Paloma levantándose para retirarse del lugar y dejar atrás a Roberto, quien se quedó atónito, con los hombros levantados, sin hilar nada de lo sucedido.

Una bolsa de churritos rojos

Olga de León G.

      Llegué cinco minutos antes de la hora que nos citaron. "¡Ah!, yo llegué casi junto a usted". "Y, ¿han llamado ya a alguien?", "Un señor acaba de entrar". "¡Uf!... ¡No llegué tarde!". La mujer se relajó y esbozó una discreta sonrisa.

      Venía de un hogar algo lúgubre, triste y de ambiente pesado a pesar de que por largos momentos reinaba el silencio. Eran los ratos cuando ella recogía las cosas y ropa dejadas fuera de lugar. Pasaron las horas y el procedimiento para medir la curva de... no sé qué diablos, que se le iba aplicando a cada uno de los citados, todos venían acompañados por algún familiar, excepto una, que al verla con ese porte y su vestuario, a nadie sorprendió que la acompañara su chófer... o alguien de su despacho en el buffet de abogados o de la Secretaría donde quizás tendría algún cargo... qué sé yo, pero algo comentó cuando la señora mandó al hombre al auto para buscar su celular. Venía de Saltillo. Se había hecho cirugía por glaucoma en su ciudad de origen, con médico particular. ¿Qué hacía por acá? Yo entré entre los de a píe, los de transporte público o de auto muy viejito. La riquilla llegó tarde y la atendieron pronto, no tuvo que pasar las de "Caín", como el resto, incluida la que esto cuenta. 

      Recordó que no había tomado alimentos desde un día antes. Pero no le calaba el hambre. Sí, la falta de la sueño y descanso, que se había escamoteado en dos noches; no comprendía cómo razonaba, ni cómo soportaba estar sentada casi dos horas, esperando su siguiente turno para que fueran anestesiados sus ojitos y siguiera soportando el procedimiento de la toma de presión en ellos. Qué podía comer... no le gustaba lo de la cafetería: un sándwich de jamón y queso X, en pan de caja blanco, a: ¡cincuenta y cinco pesos! Su compañerita sentada al lado de ella, quien acompañaba a su papá, le ofreció una bolsa de churritos rojos. 

      Tomó su mejor decisión: Iría de una a tres de la tarde por la pensión que les da "Amlito" a los adultos mayores (de las mejores cosas que ha hecho). Se dirigió a recoger su auto de hacía treinta años, al estacionamiento: sintió una puñalada en la espalda cuando tuvo que pagar, ¡ciento veinte pesos! En fin, así son los negocios. Qué importa que los clientes en su mayoría seamos universitarios con modestos sueldos: Qué importa que haya uno más sin derecho a protestar y señalar tales hechos.

      Ni para qué contar que, yo, esta narradora ya algo ajada en su cuero, deslucida de cuerpo, mas no del cerebrito, ni del corazón, y con una hormiguita de amiga que la suplanta muchas veces en sus historias: quizás las mejores que ella cree que ha escrito, con su amigo, el elefantito azul...

      Pues sí, como les decía: esta narradora manejó con los ojos tiesos por la anestesia, muy tensa; pero llegó a tiempo para la última ronda de pruebas, la de las tres de la tarde.

      Que a qué hora terminaríamos, preguntaba mi familia: siempre al pendiente de la susodicha. Lo supe hasta que salí de surtir los medicamentos en la farmacia de Servicios Médico de la UANL, en Gonzalitos: salí de ahí a las ocho de la noche con treinta y cinco minutos, luego de trece horas de citas.

      Salí a punto del desmayo, pero viva: ¡Vivan nuestros derechos a la salud!, y que viva la organización de esos derechos para pensar en los maltratos de horarios o, morir en el intento por lograr un trato digno para los mayores de edad, pensionados o activos. 

      Una bolsa de churritos rojos y una de papas fritas, ambas compartidas, además de unos traguitos de refresco negro me sacaron viva. Tras cuarenta y ocho horas sin dormir y más de treinta sin alimento.



« Redacción »