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Opinión Editorial


Vidas paralelas


Publicación:27-07-2022
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Alfonso y Gabriela obtuvieron reconocimientos, viajaron por el mundo y desempeñaron cargos públicos, pero hoy los evocamos por las frases que redactaron

Tomo el título del célebre libro de Plutarco para ensayar una lectura doble. No busco la extracción ni la exhibición del carácter moral de los implicados, sino sólo la descripción de algunas acciones. La biografía debería ser, ante todo, un manual heterodoxo de conducta ante las innumerables adversidades que nos presenta a cada paso la existencia. Y la biografía de escritores: la narración de las estrategias para hacer compatibles a la literatura y a la vida. 

Tenemos así el caso de Alfonso Reyes y Gabriela Mistral. Dos escritores que lucharon, desde diversas circunstancias, por la conquista de su vocación literaria. Ambos alcanzaron el reconocimiento y, a su manera, fueron “víctimas” de la institucionalización (es decir, estuvieron condenados a ser más un nombre que una obra). Nacidos en 1889 (Gabriela en abril, aunque su acta bautismal la registró como Lucila Godoy;  y Alfonso, nombrado así en honor al futuro rey de España, en mayo); provenían de  los extremos de América Latina, y crecieron bajo la estela del modernismo (un año antes, Rubén Darío había publicado en Valparaíso Azul…), pero aventuraron sus exploraciones estéticas a otros campos y a otras edades (la cultura grecolatina, en el caso de Reyes; la teosofía, en el de Gabriela, por citar sólo dos ejemplos). 

En rigor, provenían de mundos diferentes: Reyes pertenecía a la burguesía militar del porfiriato; y Mistral al ámbito rural del norte chileno. El primero recibió una educación esmerada, que culminó con la obtención de un título universitario; la segunda, se formó de manera autodidacta, leyendo cuanto libro cayera en sus manos, y ejerciendo por la libre la profesión de maestra de primaria. La vida les quitó pronto a seres queridos: el padre de Reyes murió acribillado frente el Palacio Nacional en 1913, el padre de Gabriela su fue de la casa cuando ella era una niña. La necesidad de reinventarse se hizo patente. En sus cuadernos privados, Gabriela escribió: “¿Qué si tuve otro nombre? Sí, yo tuve dos: el que dieron de veras (Lucila Godoy) y el que me di de mañosa (Gabriela Mistral). Y el nuevo me mató el viejo: una en mí maté, yo no la amaba”.  En la “Oración del 9 de febrero”, ensayo privado que Alfonso guardó en el cajón hasta su muerte, exclamó que, tras la desaparición del general Reyes se fue  “rehaciendo como pude, como se rehacen para andar y correr esos pobres perros de la calle a los que un vehículo destroza una pata; como aprenden a trinchar con una mano los mancos; como aprenden los monjes a vivir sin el mundo, a comer sin sal los enfermos”.  

Tras la tragedia: la errancia. Reyes se autoexilió en Europa y comenzó una larga etapa de formación literaria; Gabriela recorrió la alargada geografía chilena enseñando en salones maltrechos. 

Los salvaron la escritura y el ejercicio constante de autorrepresentación: ellos mismos forjaron su propia imagen y, a diferencia del llamado “hombre de letras” decimonónico, se convirtieron en intelectuales y utilizaron a la cultura, al arte y a la educación como medios para la transformación social.  En 1914, Mistral ganó los Juegos Florales de la Sociedad de Estudiantes de la Universidad de Chile con 3 de los “Sonetos de la muerte”; en 1915, desde un austero piso madrileño, Reyes redactó Visión de Anáhuac. Habían encontrado ya sus propias voces.  En 1922, Vasconcelos, encargado de la Secretaría de Educación Pública, invitó a Mistral a venir a México para participar en las misiones culturales. Ese mismo año se publicaría en Nueva York su primer libro: Desolación; en 1922 aparecía también Huellas, la primera recopilación poética de Reyes. Los libros, como las personas, suelen establecer vínculos entre sí. 

Unos años más tarde se encontrarían en París: las vidas paralelas se cruzarían y se volverían entonces diálogo: amistad cultivada hasta el final. “La serenidad de Gabriela está hecha de terremotos interiores”, escribió Reyes en  1950; y Gabriela, en 1926,  ya había advertido en su amigo regiomontano “la gravidez del pensamiento en cada rama fina de la frase”,  además de “una vida interior que se revela a cada paso”. Alfonso y Gabriela obtuvieron reconocimientos, viajaron por el mundo y desempeñaron cargos públicos, pero hoy los evocamos por las frases que redactaron. Al final, las vidas se vuelven escritura y así permanecen. 



« Víctor Barrera Enderle »