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Visitas y viajes sorpresivos

Visitas y viajes sorpresivos


Publicación:17-10-2020
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¿Acaso, esa era yo? ¡No! ¿En dónde me quedé?

Gente que se gana el cielo

Carlos A. Ponzio de León

      La historia comenzó con un proyecto para el que yo necesitaba financiamiento especial: debía realizar un pago cuantioso, en efectivo, para adquirir en ganga una flotilla de jets. Yo no contaba aún con una vista aguda para los negocios, pero un amigo me dijo: “Raúl, estas oportunidades solo aparecen una vez en la vida”. No era que yo necesitara jets privados para mis viajes; sino que la flotilla me abriría la puerta grande para los negocios con el gobierno.

      La opción de financiamiento más barato implicaba dejar los activos de las empresas en garantía, y la casa en la que vivía con mi esposa e hija. No me pareció riesgoso, pero preveía que en el futuro cercano habría un posible retraso de los pagos del préstamo, quizá únicamente durante algunos meses. Una parte del dinero que recibí, lo tomé directamente de mi amigo, quien se volvió socio inversionista del proyecto. A la vez, me hizo firmar algunos pagarés en garantía. Decidimos que, si llegaba la necesidad de retrasar pagos del préstamo, sería de uno de los pagos que tuviera que hacerle a él, no al banco.

      Luego vino el otro asunto. Habían pasado un par de años de que la esposa de mi socio había dado a luz a su último hijo, y él me pidió que la ayudara para que volviera al mercado de trabajo. Las cosas se complicaron... ella buscaba una aventura. Y se dio, lamentablemente, por un tiempo, hasta que yo puse un alto a la relación. Fue como el deshielo de un iceberg para ella. Me buscó y yo la congelé.

      Hasta que un día, su marido enfermó. Comenzó con una gripa y terminó internado en el hospital, con un virus que se le extendió por todo el cuerpo. Intentaron de todo; me consta. Yo aporté para los gastos y para que un especialista del extranjero viniera a revisarlo. Nadie pudo.

      Ocurrió el retraso de mis pagos. Se extendió como lo tenía previsto, durante varios meses. Hasta que mi socio falleció. Su mujer no mencionó nada sobre los pagarés, ni yo. Pero ella estaba enterada, dejó que los intereses se acumularan durante dos años. Mi deuda se infló como globo que irrumpe en los cielos. Y la mujer no tuvo compasión: Intentó hacer válidos los pagarés cuando llegó la última crisis económica que, con la misma deuda, me llevó a perder todos mis negocios. 

      Tanto trabajo acumulado y vino eso: una sombra espesa que me ahogó. Busqué refugio hasta en las coladeras. Mi mujer: me abandonó. Me convencí de que estaba viviendo un castigo de Dios, pero eso mismo me daba fortaleza para seguir. Continué... años más de trabajo continuo, con el objetivo de rehacer todo. Trabajé sin descanso elaborando planeaciones financieras y contables que pudieran reducirles el pago de impuestos a mis clientes: empresas constructoras. Fui creciendo hasta que pude volver a comprar la más pequeña de mis antiguas empresas.

      ¿Cómo arribar, desde donde estaba, de nuevo al éxito? ¿Cómo recuperar el patrimonio que había hecho? Las situaciones cómodas me habían llevado al fracaso. Ignorar a la mujer de mi exsocio, me arruinó. Tuve miedo de complicarme la vida. Así es que, ahora, la buscaría yo mismo.

      Costó trabajo complacerla: fingir que me atraía, fabricarle con mis labios, sueños a su medida, moldeárselos para sostenerlos frente a su mirada sorprendida. Me descubrí creyendo en ellos. Hasta que llegó la oportunidad de mi venganza. Lo confesó: había envenenado a mi socio, dándole a beber café mezclado con una toxina a base de bacterias. Eso le provocó a él, al inicio, una neumonía. 

      ¡Cierto!...  pienso que lo que cada uno de nosotros hizo, estuvo un poco mal. Pero la vida a veces tiene accidentes y equivocaciones, y no queda más que aceptarlos. Sin más. Por esos estamos aquí, ¿no?, ingresando a prisión. Si no, la gente que se gana el cielo, ¿de qué otra manera se lo ganaría?

    El infierno no es para todos 

      Olga de León G.

      

      Mi hija, sorprendida de que el cirujano comenzó a abrir su pequeña maleta y  daba algunas instrucciones al enfermero que lo asistiría, solo atinó a preguntar:

      - ¿Aquí la intervendrá?, Doctor. - Sí. - ¿Cuánto tardará? - Quince minutos después de que le aplique la anestesia en toda la zona. 

      - ¡Ah…!  - Entonces, viendo que nadie le pedía salir, Camila solo se hizo hacia atrás y allí se quedó.

      - El doctor me advierte que la anestesia me arderá como chile muy picante. 

      - Pero luego, solo sentirá que le muevo y junto partes de su piel, sin dolor; - allí, fue cuando supliqué: - Médico, solo haga lo más fino que pueda su bordado, yo tendré paciencia. Y se rieron ambos, él y mi hija.

      - Casi no se le notarán las cicatrices. Generalmente son un poco visibles, pero con el tiempo irán disminuyendo. Además, las mujeres tienen un gran aliado, el maquillaje.

      - Sonreí y volví mis ojos más allá del techo, miré hacia el cielo, en silencio. …para luego, empezar a hablar sin parar. La anestesia y los analgésicos fueron un raro coctel que me volvió una parlanchina durante media hora, hablé tanto como aquel pajarillo que cantaba en la rama del naranjo, antes de mi accidente, en el patio de la casa donde estábamos mi hija y yo. 

      - De pronto, su dulce canto enmudeció con mis gritos de dolor lanzados al viento, mientras mi cabeza golpeaba y volvía a golpear el duro y áspero piso. Todo se volvió negro con lluvia de gruesas gotas púrpuras que pronto formaron un tapiz en el suelo. Ahora, sobre una camilla que impulsaba un hombre de blanco, tuve la impresión de que el pajarito nos seguía, volando muy cerca del techo y las lámparas de luz, aleteando suavemente y girando su pequeña cabeza para confirmar que seguíamos en la ruta.

       En la casa de la ciudad, todo era paz, tranquilidad y trabajo de escritorio. Mi esposo no sospechaba lo que en la casa de verano había sucedido. Esa mañana le avisé de mis planes para visitar la casa de campo, y que probablemente no iría sola. Nuestra hija llegaría más tarde.

        Camila llegó temprano, tenía que dar su clase de Ballet en línea y por ello, necesitaba armar la escenografía, instalarse en la salita conectada a Internet para entrar por “zoom” con sus alumnas de puntas del quinto año. Dejaría todo listo para empezar veinte minutos después de comer. Comimos muy a gusto y tranquilas.

      Fue entonces, cuando mi hija recién había empezado su clase a distancia, que la rueca de la vida nos alteró todo. Camila casi volaba conmigo en su camioneta. 

      Cinco minutos atrás, gruesas perlas púrpura habían quedado sembradas junto a los rosales blancos, y fueron marcando camino del asador hasta la entrada a la cocina. El pajarito no cantó más.

      Llevada de la mano y abrazo de mi hija, llegamos al hospital: íbamos con un par de impecables toallas blancas, una que ella mantenía sobre mi frente, y otra que puso en mi mano para que yo contuviera la sangre que seguía brotando -cual fuente imparable- desde encima de mi nariz. 

      Y no vi las manchas en mi blusa sino hasta media hora después, cuando me la quitaron para calarme la bata blanca con que me subirían a la camilla, que ahora dejaba de correr… y ya detenida junto a una puerta abierta, oí que alguien decía: ya está aquí el cirujano.

      En efecto, ni seis minutos pasaron cuando el joven médico estaba frente a mí, haciéndome las preguntas de rigor… y mi hija atrás, pendiente de todo. 

      - Finalmente, tuve conciencia de que era demasiado lo que yo platicaba, y que eso podía distraer al médico, mientras sus manos metían aguja e hijo en mi piel, así que opté por callarme. Una hora más tarde, con los quince minutos asegurados por el gentil y excelente cirujano plástico, el bordado en piel, terminó.

      Esa tarde, noche, y madrugada del día siguiente hasta las seis de la mañana, los vivimos mi hija y yo como una especie de cuadro surrealista salpicado de realidades intensas y perturbaciones de ánimo: 

      La sala de espera era una mezcla de Murillo, Rubens al revés, cuadros de novela rusa del siglo XVIII, una Nibola de Unamuno y algún retablo de la Cueva de Montesinos del Quijote. Además del sueño de tres o cuatro prisioneros que tal vez desearían escapar, tras la consulta médica. 

       La viejecita de cien años, en bata blanca y no más de 40 kilos, doblada su espalda sobre el abdomen, que parecía iba a caerse de su silla en cualquier momento, nunca se cayó.

      Llegamos a casa y a nuestra bendita realidad; salvo por mi rostro. Los espejos mostraban algo raro: ¿Acaso, esa era yo? ¡No! ¿En dónde me quedé? 

      



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