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Un pueblo que rinda sus frutos

Un pueblo que rinda sus frutos


Publicación:03-10-2020
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San Pablo se resiste a aceptar que Dios haya rechazado a Israel

Uno de los problemas a los que tenían que dar solución los cristianos de la primera hora provenientes del judaísmo era el que trata San Pablo en su epístola a los Romanos: “¿Es que ha rechazado Dios a su pueblo? ¡De ningún modo! ¡Que también yo soy israelita, del linaje de Abraham, de la tribu de Benjamín! Dios no ha rechazado a su pueblo, en quien de antemano puso los ojos” (Rom 11,1-2). San Pablo se resiste a aceptar que Dios haya rechazado a Israel, a quien desde antiguo había prometido la salvación. Pero si formula esa pregunta es porque, por un lado, era evidente que Israel no había acogido a Jesús como el Mesías Salvador enviado por Dios y que sus autoridades religiosas habían obtenido del gobernador romano Pilato que fuera condenado a muerte en la cruz; y, por otro lado, era también evidente que muchos gentiles habían abrazado la fe en Cristo y habían acogido el Evangelio.

Respecto de la situación de Israel, San Pablo reconoce su defección y sigue preguntando: “¿Es que han tropezado para quedar caídos? ¡De ningún modo! Sino que su caída ha traído la salvación a los gentiles, para llenarlos de celo. Y, si su caída ha sido una riqueza para el mundo, y su mengua, riqueza para los gentiles ¡qué no será su plenitud!” (Rom 11,11-12). Era un hecho que Israel no se convirtió a Cristo y que, en cambio, se encontraban comunidades cristianas en Asia Menor, Grecia, Italia y hasta España. Era un hecho que la salvación prometida a Israel, por la cerrazón de éste, rebalsó hacia los gentiles. ¿Cómo explicar este hecho? Esto es lo que hace Jesús en el Evangelio de hoy por medio de la parábola de los viñadores homicidas.

Este parábola fue dicha por Jesús para interpelar a las autoridades religiosas de Israel, con la esperanza de que cambien y se conviertan. Sus destinatarios están claramente indicados: “Los sumos sacerdotes y los fariseos, al oír sus parábolas (se incluye también la parábola de los dos hijos enviados a trabajar a la viña), comprendieron que estaba refiriéndose a ellos” (Mt 21,45).

Jesús presenta el caso de un propietario que plantó una viña y, después de rodearla de todos los cuidados, la arrendó a unos labradores y se ausentó. Cuando llegó el tiempo de los frutos, envió a sus siervos a recibir sus frutos; pero los labradores “agarraron a los siervos y a uno lo golpearon, a otro lo mataron, a otro lo apedrearon”. Y lo mismo hicieron con otros siervos que mandó. Entonces “les envió a su hijo, diciendo: ‘A mi hijo lo respetarán’”. Pero al ver al heredero, los viñadores, en la esperanza de adueñarse de la viña, “lo agarraron, lo echaron fuera de la viña y lo mataron”. ¡Mataron al hijo, echándolo fuera de su propia viña! A esta altura la parábola ha adquirido el valor de una alegoría: la viña es Israel, es decir, lo que Israel significa por su condición de pueblo elegido de Dios, según la identificación de Isaías: “Viña del Señor es la casa de Israel” (Is 5,7); los labradores son los israelitas concretos; los siervos que el propietario envía son los profetas, por los cuales Dios amonestó incesantemente a su pueblo: “Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros padres por medio de los profetas” (Heb 1,1); el hijo es el Hijo de Dios enviado a su pueblo: “En estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo” (Heb 1,2). De éste, la misma epístola a los Hebreos dice: “Jesús... padeció fuera de la puerta” (Heb 13,12).

Jesús pregunta a los oyentes: “Cuando venga el dueño de la viña, ¿qué hará con aquellos labradores?”. Todos responden unánimemente: “A esos miserables les dará una muerte miserable y arrendará la viña a otros labradores, que le paguen los frutos a su tiempo”. Jesús concuerda con esa decisión y concluye haciendo la aplicación de la parábola a la situación real: “Por eso os digo: Se os quitará el Reino de Dios para dárselo a un pueblo que rinda sus frutos”. La condición de pueblo de Dios, “la ciudadanía de Israel”, que es la destinataria de las promesas de salvación, se quitará a los israelitas para darla a los gentiles. Esto es lo que ocurrió en la historia, como lo dice San Pablo en su carta a los efesios: “Recordad cómo en otros tiempo vosotros, los gentiles según la carne,... estabais a la sazón lejos de Cristo, excluidos de la ciudadanía de Israel y extraños a las alianzas de la Promesa, sin esperanza y sin Dios en el mundo. Mas ahora, en Cristo Jesús, vosotros, los que en otro tiempo estabais lejos, habéis llegado a estar cerca por la sangre de Cristo” (Ef 2,11-13).

Jesús dice esta parábola con la esperanza de obtener la conversión de sus oyentes: sumos sacerdotes y fariseos, a quienes advierte precisamente porque los ama y los quiere salvar. Si San Pablo tanto amaba a su pueblo que, al verlo lejos de Cristo, llega a escribir: “Siento una gran tristeza y un dolor incesante en el corazón, pues desearía ser yo mismo anatema, separado de Cristo, por mis hermanos, los de mi raza según la carne, los israelitas” (Rom 9,2-4), ¡cuánto mayor dolor sentiría Jesús al ver a sus hermanos según la carne cerrarse a la salvación que se les ofrecía y perderse! Su intento de obtener la conversión de sus oyentes no fue vano, pues muchos de sus primeros seguidores fueron del círculo de los fariseos, por de pronto San Pablo, y el libro de los Hechos de los Apóstoles nos ofrece este dato sobre los primeros convertidos: “En Jerusalén se multiplicó considerablemente el número de los discípulos, y multitud de sacerdotes (se entiende, sacerdotes judíos) iban aceptando la fe” (Hech 6,7).



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