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Trampas del destino

Trampas del destino
La vida le estaba sonriendo nuevamente.

Publicación:15-08-2020

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Como alguien que finalmente entiende que escuchar en un parque el canto simultáneo de cien pájaros, tal vez sea más grande que negociación humana alguna

¡Cómo pasa el tiempo!

Carlos A. Ponzio de León

Al año de su regreso a las empresas, Raúl tuvo un accidente en auto que lo dejó en silla de ruedas y con un brazo deshecho. Podía ponerse de pie con la ayuda de un bastón, pero la recomendación de los médicos fue la de que siempre se le trasladara en la silla de ruedas, empujado por un enfermero, quien también se desempeñaría como su chofer.

Treinta años antes y con treinta kilos menos, había sido un joven apuesto y delgado: un brillante ejecutivo en traje oscuro de corte inglés, con quien era posible cerrar negociaciones en media hora. En aquel entonces, empleaba un anillo de matrimonio durante las reuniones de trabajo, aunque en realidad, era soltero. Hablaba con una mano en la barbilla y con la otra se ayudaba para señalar la información que presentaba en papel a sus clientes. 

      Y ahora, a los cincuenta y cinco, se le ha caído algo de cabello y en su rostro se dibuja una sonrisa triste, francamente en caída, como catarata que desciende desde lo alto de la montaña hasta el punto más bajo sobre la tierra. Ya no está casado, pero aún lleva su anillo de veinticinco años de matrimonio y no recuerda cuándo fue la última vez que se lo quitó. El oro no sale fácilmente de su dedo. 

      Cada vez que puede, compra un billete completo de lotería. Nunca la ha ganado; pero, aún no pierde la esperanza. Su chofer lo deja tomando un café mientras hace las vueltas del mandado para la semana. Raúl sabe que se le agota el tiempo y es indiferente a ello. “Bien podría haber no nacido”, se reprocha de vez en cuando, pensando que su vida no ha hecho alguna diferencia en el universo, ni siquiera en el mundo cercano de sus negocios.

      Lo que le divierte durante la espera en el café es la manera en que su vaso gira cuando lo mueve de un lado a otro con el popote, lo cual también le permite saborear el azúcar que se ha ido hasta el fondo, cuando bebe el café del vaso. Ya no gusta de leer periódicos; no le entretienen las noticias, ni los deportes, ni los espectáculos. Solo poder jugar con el vaso de café, así se encuentre aún lleno. Eso lo hace volver a sentirse niño. Eso y la belleza de las golondrinas que observa, cuando se posan sobre las ramas del árbol frente a la acera; libres.

      Sabe que a él se le escapa la libertad. Conoce exactamente cuándo ocurrió; pero no comprende bien el por qué. Fue uno de esos golpes temerarios del destino, como haber recibido un navajazo en las mejillas.

      Sin embargo, Raúl recuerda los tiempos en que se sentía capaz de alcanzar cualquier objetivo que se proponía en la vida. Era un jaguar listo para atacar a su presa. Elegante; pero peligroso para el resto de los animales. Un comodín de manchas que, frente a la mirada en blanco y negro de otro animal, puede camuflarse entre los brazos y hojas de un árbol.

      Y logró mucho en la vida, aunque él no es consciente de ello. Intenta medirse y…  ¡se ve pequeño! Lo que nunca logró, fue realmente llegar a conocer a los demás. Siempre tan preocupado por lo que los otros pensarían sobre él cuando, en realidad, a nadie le importaba tanto. Sus puntos de comparación siempre consistieron en figuras de los negocios y mitos del pasado, seres fabricados por la sociedad, no los hombres de carne y hueso que todos ellos fueron en vida.

      Y ayer que el chofer regresaba, acompañado, para ayudarlo a levantarse, para subir en la silla de ruedas, Raúl aceptó su derrota. No entiende exactamente qué estuvo mal y qué estuvo bien en la vida, pero lo comprenderá pronto, al seguir el camino de reflexión al que se ha metido, para aceptarse tal como fue, tal como es, y para hacerlo con compasión. Como alguien que finalmente entiende que escuchar en un parque el canto simultáneo de cien pájaros, tal vez sea más grande que negociación humana alguna. Lo acepta con resignada compasión por sí mismo.

      

¡…como ladrón de medianoche!

Olga de León G.

Leila llegó a la góndola de Elvira, tal como dos días antes se lo había prometido. Le dijo que la visitaría y le compraría un labial indeleble, de los que no dejan el color sobre la superficie interna del cubre boca y nariz. Le dio a probar dos diferentes, y terminó comprándole otro distinto, uno de marca y mejorcito, uno que ella le recomendó desde la primera vez que la visitó en su tiendita de paso.

Platicaron un poco y Leila se atrevió a preguntarle si era casada; quería recomendarle que leyera cierto cuento que a ella la había hecho reír mucho. Pensó, si es casada o lo fue, lo disfrutará. A leguas se veía que Elvira era una más de las que pertenecen al club de las “sometidas”, las que viven y sobreviven bajo el yugo de su “macho”, esos de la generación de los cincuentas, y mínimo en esa etapa debía estar el marido de la dueña de la góndola de cosméticos. 

      Nunca lo hubiera hecho, lo que la compradora buscaba era no entretenerse más de tres, cuatro minutos… Pero se entretuvo media hora.

Y, no era que le molestara platicar con quien fuera, al fin mujer, Leila era una buena conversadora… Pero esa tarde tenía un poco de prisa, varios asuntos debía atender, todavía. 

Elvira se abrió con su cliente, como nunca antes lo había hecho. Estaba ansiosa por compartir con alguien que le tomara en serio sus cuitas: “me estoy divorciando”. ¡Excelente!, la felicito. Esta respuesta, la sorprendió. Pero, ¿por qué piensa usted eso? Pues porque cuando una mujer toma una decisión tal, solo puede deberse a una de dos razones, o ambas: es muy valiente, o ya le colmaron la paciencia

Pues sí, pero las cosas no sucedieron de esa manera, no. Déjeme decirle que, simplemente, él se fue, huyó llevándose apenas si un poco de ropa… y nada más. Por toda explicación dejó una nota: “Me voy porque ya no te aguanto”. No solo no se despidió de nuestros hijos, sino que al mayorcito casi lo atropella.      

Pues, ni modo, ya se le fue, ya la dejó en paz. Disfrute esta nueva situación con sus hijos y enséñeles a afrontarla con entereza. Ninguna mujer es un apéndice del marido, ni está totalmente supeditada a él, por más dependiente que la mujer lo sea.

Dígame señora, dígame más cosas que me ayuden a entender y estar feliz por estar sola. Con la desesperación por lo que no termina de entender, pintada en su rostro, Elvira le suplica a Leila le siga hablando, le llene sus huecos en el alma y la mente con palabras sabias, por breves y parcas que sean.

Hubo una breve pausa, y luego retomó la palabra, la mujer herida. A Leila, le preocupó que Elvira no viera los beneficios del abandono. Mientras que Elvira estaba desesperada por saber, por qué lo hizo así, de esa repentina manera.

…¿Cuántos años tiene usted, Elvira? Cincuenta y cinco. Y, ¿él? Cumple sesenta en un par de días… ¿Le hará falta lo que su marido aportaba para la economía del hogar? Para nada, pues hace más de diez años que él dejó el taxi… en eso trabajaba… aunque tampoco me daba dinero, ni tenía para sus necesidades médicas. Yo soy la que siempre lo atendí y le pagaba un seguro…

Y, por qué cree que se fue, ¿le preocupa eso? No mucho. Por mí, nada; algo, por los hijos. Su principal problema era su infidelidad y el cómo me celaba a mí. ¡Claro!, le respondió de inmediato Leila, el león cree que todos son de su condición.

Ya no se preocupe, ahora tiene la oportunidad de ser más feliz, de vivir en paz. ¿No cree? Elvira sonrió con pocas ganas, solo le repetía una y otra vez a su cliente: hábleme más seño, dígame cosas bonitas como esa de que ahora tengo un camino nuevo por delante, que seguro viviré mejor…

Sí eso haré, al cabo seguramente él encontró una que no piensa y lo levantó del camino y ya van el par de tontos juntos, a ningún lado… A lo mejor ella cree que pueden pelearme y quitarme la casa… Pero, no. Vivo en una casita buena que estoy pagándola a uno de mis hermanos, la casa era de mi hermano. ¡Ay!, señora, discúlpeme el atrevimiento y la confianza para contarle todo…

Leila se despidió y le dijo que volvería en una semana más, a ver qué cosita le compraba, para saber que estuviera bien… y que ya estuviese convencida de que el marido no le hizo un daño al dejarla… Por el contrario, la más beneficiada de esa huida, “como ladrón que se va a media noche”, fue ella, Elvira. La vida le estaba sonriendo nuevamente. 



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