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Recuerdos de un amigo

Recuerdos de un amigo


Publicación:03-10-2020
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Abrazo fiel que recibimos cuando la desgracia nos abruma

Abrazo fiel que recibimos cuando la desgracia nos abruma. Que se queda con nosotros a pesar del tiempo, la distancia y los avatares del destino. Basta con aspirar el viento que pasa en una tarde cualquiera, para revivir ese sentimiento. La amistad que enseguida refiere Carlos Alejandro, es una de esas historias bellas (Olga de León).

Protegiendo al prójimo

Carlos A. Ponzio de León

      

      A mis más de cuarenta y cinco años, aún no sé cómo se hacen los amigos. Pero sé que Lacho fue mi amigo desde la adolescencia. Estuvo ahí cuando me encontré atemorizado por el terror del pantano en que se convirtió la escuela secundaria para mí, en el tercer año. Cuando una serpiente danzó en la lengua inconsciente de profesores y alumnos. Seres humanos indiferentes al dolor de un jovencito de trece años, asediado por la diabólica culpa encajada por otro ser humano: una alumna de la generación.

      Supongo que fue por mí que, un día, mis tres amigos del recreo comenzaron a aislarse del resto de los alumnos. Caminaban para comerse sus lonches en la cancha de fútbol: el enorme pedazo de tierra roja que iba a dar hasta el río, sin la cal que delimita las áreas de juego, aunque sí con los pedazos de metal pintado de blanco que no podían confundirse con otra cosa que no fueran sus porterías de soccer. Y luego de comer, platicábamos sobre cómo saber la verdad.

      Nos habíamos conocido un año antes, en el segundo grado, cuando yo era un chico alegre, desinhibido y líder. Formamos, junto con otro amigo, la primera planilla que se hubiera conformado en esa secundaria únicamente con alumnos del segundo grado, y no de tercero. Pero un año después: Lacho, Temo y Nelson, mis amigos del recreo de la secundaria, comenzaron a irse hasta el fondo de la cancha de fútbol para perderse de la vista del resto de los estudiantes. Y ahí iba yo, detrás de ellos, tratando de alcanzarlos. Hasta que un día, Lacho me preguntó directamente: ¿Fuiste tú? Le respondí con la verdad: No. 

      Pero tampoco sabía quién había cometido la fechoría. Y eso me obsesionaba. Creo que a los cuatro nos empecinó durante un tiempo. Hablábamos y hablábamos tratando de descubrir quién o quiénes habían sido los culpables. Caminaba yo emparejado en fila con ellos y con Lacho, el enorme ser humano que desde entonces era ya.

      La generación estaba realizando ahorros para la fiesta de graduación. Eso lo guardaban entre una o dos alumnas. Pero un buen día, el dinero desapareció de sus mochilas. Alguien me echó la culpa. Prácticamente toda la secundaria se enteró. Me tocó ver a compañeros hacer gestos frente a mí, humillaciones sobre la versión del ladrón que tenían de mí.

      Al final de la secundaria, una compañera nos dio una clave y ayudó a descubrir quién había sido la causa de toda aquella desgracia para mí. La confronté. Lo negó; ¡pero se convirtió! Como es típico en las historias de terror, la niña malvada comenzó a llevar una biblia con la que caminaba durante el recreo, leyendo en voz alta mientras caminaba junto a sus amigas.

      Con eso vivo ahora. Con eso y con el recuerdo de Lacho que me animó durante las horas, los días, las semanas y los meses. Cuando a las maestras les conté, no hicieron caso, fueron indiferentes. Si la secundaria entera se había hecho alguna idea sobre mí, que así siguieran las cosas. Reconozco que la situación me desbordó: me revelé. Robé, literalmente con coraje, un día robé y me descubrieron en el intento. Sé que el asunto me sigue impactando. En parte, me hizo ser la persona recta que siempre trato de ser. Pero fue tan importante en mi vida, que esta cantilena la saco y la saco en mis textos.

      A la fiesta de graduación de secundaria, Lacho y yo asistimos juntos. No eran tiempos de chambelanes. Fue una noche en el centro de Monterrey, muy cerca del palacio estatal de gobierno. No recuerdo quién nos llevó, ni quién nos trajo, pero llegamos a la fiesta con pistolas. La idea no sé de dónde la sacó Lacho, pero supongo que el plan era que defendiéramos a la secundaria entera en caso de algún intento de asalto, y llegamos con pistolas de verdad, amarradas en los calcetines, debajo de los pantalones. Un tema sumamente delicado en estos tiempos; no en aquellos, como hoy. Naturalmente iban sin balas. Fue lo más cercano que Lacho encontró a pistolas de juguete. Y con ellas salimos a dar un paseo de vigilancia por el palacio de gobierno, pasando frente a policías municipales, a mitad de la fiesta. Regresamos a salvo a nuestras casas.

      Al final, nos despedimos de secundaria, pero volvimos a encontrarnos en preparatoria. En los veranos, al terminar las clases a las doce del mediodía, me invitaba a su auto. Subíamos y, con las ventanas cerradas, encendía la calefacción bajo el calor de la canícula. Ya que estábamos sudando y yo muerto de la risa, me decía: “Ponzio, enciende un cigarro”. Echaba el humo de mi Raleigh. Cuando terminaba, bajaba las ventanas y el calor de cuarenta grados que entraba: era el fresco más delicioso que podía sentirse en ese cielo.

      Pero también me hacía sufrir, el canijo, porque arrancaba el auto y salíamos de la Eugenio Garza Sada Sur por una calle cercana y me preguntaba: “¿Cuál es la casa?” Yo se la señalaba. Se estacionaba en frente, ante mi mirada insólita, y encendía el estéreo a todo volumen con la canción “Y por esa calle vive” de los Barón de Apodaca, esperando que tal vez la niña que me había gustado en secundaria se asomara por la ventana. Yo le rogaba que por favor nos fuéramos.

      Al terminar el bachillerato dejamos de vernos durante quince años; pero nos reencontramos luego, en varias ocasiones. En una, para tomar unas cervezas cerca de Más Palomas. Un bar que él eligió. Fue antes de 2010. Hablamos sobre la conveniencia de armar una revolución armada para el centenario de la Revolución Mexicana. Me dijo que contara con él. Luego nos encontramos por casualidad paseando por San Agustín y me invitó a comer. Me contó que tenía una novia bellísima, pero que él era muy celoso. 

      Un día fue a visitarla de sorpresa y encontró que un amigo de ella también había ido a buscarla. Cuando lo vio, Lacho estacionó el auto quemando llanta y bajó inmediatamente, con los puños bien cerrados, gritándole unas cuantas majaderías. El tipo salió despavorido y Lacho se fue detrás, corriendo hasta meterse en la casa de él para decirle que no lo quería volver a ver buscándola a ella. “¿Crees que lo vuelva a hacer?”, preguntó mi amigo con toda seriedad, haciendo un silencio, esperando una respuesta de mi parte.

      Le platiqué que me había divorciado y estaba componiendo la música más extraña de este mundo: clásica contemporánea. “Te voy a presentar a una muchacha que es una chulada, acompáñame”, me dijo. “Pero no la vas a poder hacer: ni tu amiga, no te va a hacer caso. Te apuesto lo que quieras”. Llegamos a la fiesta de cumpleaños. Era en un rancho hacia la carretera nacional al sur de la ciudad. Lo reglamentario, ahí: botas, jeans, sombrero y camisa vaquera. La música la amenizaba un conjunto de acordeón, bajo y guitarra: música norteña reciente. Yo vestía bermudas, huaraches de piel y playera.

      “Mira, es ella”, me dijo, “y si la conquistas”, continuó en su tono: un poco de burla: “ese va a ser tu suegro”: Un hombre enorme, de bigote, sombrero, camisa a medio abrochar que enseñaba los vellos en los pectorales. Pero que, además, se acercaba al grupo musical: le quitaba el micrófono al cantante e interpretaba de la manera más envidiable la música que tocaban. Un caballero que probablemente afirmaría que Beethoven solo había sido el perro de una película, y no un compositor alemán del siglo XVIII que se había quedado sordo.

      Ya estábamos con la cerveza en la mano cuando la hija se acercó a saludar. Con una mirada que saboreaba su propia sonrisa por adelantado, me dijo Lacho al oído: “¿Ya tienes listo tu tiro? Si bailas con ella, dejo a mi mujer en la casa y me regreso a seguir la fiesta contigo”.

      Ese era el tipo de situaciones fabulosas en las que Lacho me colocaba cuando nos veíamos, y que de alguna manera yo admiraba porque él tenía un sentido del humor insuperable y fino, que combinaba siempre con cierto toque grotesco. Algo que nunca he encontrado, en nadie más 

      “Ya estoy listo”, le dije después de unos minutos. Di el último trago a la cerveza y él consintió. “Mary, déjame te presento a un amigo. Él es Carlos, es compositor”. Recibí la mirada de una chica que se encuentra con un tipo listo para meterse al mar en la playa, cuando ella espera al chico dispuesto a trepar al caballo y montar con furia por la pradera. “¿Y qué clase de música compones?”, me preguntó cínicamente, al principio. “La última fue… Mi Credo… con K-Paz de la Sierra”, le dije en broma. Pero también en serio, para que lo creyera.

      Esa noche, Lacho violó su promesa. Ahí, no cumplió. Pero me dejó lleno de anécdotas e historias envidiables qué contar. Creo que, en él, detrás de sus bromas, siempre hubo una búsqueda incesante de la verdad: una verdad que, solo a través de él y sumergida en las risas que provocaba, lograba que se asomara por encima de las superficies.

      



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