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Quebrantos y conquistas

Quebrantos y conquistas


Publicación:22-08-2020
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Una chiquilla de dieciséis años escribía una carta que le dictaba su tía abuela. Era una carta de amor

Declaración de Amor

Carlos A. Ponzio de León

      

      Estimada señorita: Me quedo tanto tiempo sin saber de usted, que se me ahogan los pensamientos y emergen todas las dudas, todos los celos. Olvida enviarme un mensaje, una palabra, contarme de las cosas suyas. Siento que se esconde para que yo no sepa de sus asuntos, a mis espaldas. Pienso que de pronto me miente cuando le pregunto, y entonces mi corazón rueda por el suelo, como simple esfera decapitada. Perdone que se lo haya dicho, pero es que desquicia usted mi cama solitaria, alimenta la incertidumbre de este viejo y pierdo toda noción de quién soy, hasta que se me seca el aliento.

      Pero cuando usted viene a visitarme y estamos juntos un tiempo, mis ojos no hacen más que mirarle hasta incomodarla: me enorgullece estar junto a su sonrisa de niña orgullosa, a su júbilo distintivo y el brillar de su rostro. Y cuando usted mira mis ojos y encuentra ternura, ese afecto está ahí, por usted, incluso dispuesto a ser pisoteado por su partida.

      Ande, subamos juntos. Despeguemos unidos desde el ojo del huracán que se forma debajo de esta silla. Cimbremos la nostalgia hasta destrozarla. Recuperemos el tiempo perdido. Démonos un beso maullándole a la luna: bajo cuya luz, distingo sus ojos de noche larga. Usted sentiría el abrigo, el escudo seguro de mi abrazo que la protegería. 

      Entonces, su corazón híbrido navegaría entre mis besos y sus pechos, híbridos de usted y de mí, de luz de luna incierta y oscuridad de estrellas, de silencio de los troncos y de sonido de las hojas, de aroma a piel bajo las luces de un concierto, ellos, sus pechos, se acercarían más a mi cuerpo.

      Pero cuando usted habla de partir, siento que: calamidades secas se vuelven sus labios: dejan la espectacularidad del rayo electrificante, de ser la entrada al enigma húmedo de la noche. Y justo en ese instante, aparece otro latigazo: su sexo se vuelve una montaña lejana de frutos verdes, de cuantiosa lluvia que se aleja de mis labios y yo sigo, como río estéril que de pronto busca inundarse del sudor de un pájaro que asciende y canta incendiándose frente al sol.

      Y más adelante, el epicentro del universo se vuelve su cuerpo. Las estrellas aterrizan en sus brazos abiertos que me esperan, y una lluvia de meteoros abraza su vientre. Soy entonces yo quien detiene el tiempo, quien se derrumba sobre su santo cielo.

      No hay cabida en este mundo para el palpitar de mi corazón, que retumba contra la costra de las montañas, que se abandona al sonido de las campanas: que despiertan a los volcanes, hasta acariciar el fondo de los mares. Navego imaginariamente sobre su cuerpo desnudo, como tigre protector, dejándole un temblor intenso entre la piel.

      Ahora lo sabe: usted me arrebata los suspiros como disparos de metralla. Mi corazón se vuelve un cañón a punto de tumbar un cerro, una cabalgata de llantos escondidos, a los que les pido que no vuelvan a asomarse. En mi sueño, no quiero despedirme de sus brazos, porque las lágrimas se soltarían como lluvia mansa de semillas sobre el campo. Aunque yo sé que de ellas florecerían las más hermosas imágenes poéticas.

      ¿Qué dice? Yo ignoraba que usted también, de vez en cuando, piensa en mí; y que a veces padece como yo. ¿Que con frecuencia lee poemas para aliviar el sufrimiento, para distraerse: del momento en que no estamos el uno junto al otro? Yo no sabía de eso. Había escuchado de sus pretendientes. Aunque estoy agradecido porque la veo cuando viene a visitarme, ocasionalmente: la admiro aquí, sentada a mi lado, escuchando historias, aunque sea únicamente cuando satisfacen su imaginación.

      Ahora sospecho, descubro, su amor: porque cuando enfermo de nostalgia, de su ausencia, vuelve usted a visitarme y trae consigo frutos en sus propias manos: fresas para mi corazón, duraznos para mi memoria y sandías para mi sonrisa. Comprendo, entonces, y solo hasta este momento, que usted también me ama. Dormiré esta noche, como golondrina que canta los más bellos sueños, adormecido por la brisa y la caricia del más grande brillo de la luna.

      Señorita, debo confesar que: se ha convertido usted en una amiga, pero también en la tormenta seca de mis sueños diurnos, en el golpeteo incesante de la lluvia sobre mis párpados. Mi amor es infinito, como el poético lenguaje de las bellas artes. Mi amor es un pedazo de universo. Usted es la poesía con la que sueñan estos labios, que ahora quieren preguntarle:

      ¿Querría ser mi novia, mi esposa? Prometo desterrarle el sufrimiento, la angustia loca de las noches frías, las ansias frescas en las poderosas islas. Derrumbe usted este tormento, y sea esta y el resto de las noches, solo mía.

La carta de la tía virgen 

Olga de León G.

Una chiquilla de dieciséis años escribía una carta que le dictaba su tía abuela. Era una carta de amor. Una carta que dirigía la adolescente a un pretendiente de más de treinta y tres años, un médico. Escribía sin deseo de hacerlo, poniendo en la hoja lo que su tía deseaba le dijera. Por qué tenía que hacerlo. Solo para complacer a una tía chapada a la antigua. La que ahora rompía sus propias reglas de etiqueta, según las cuales: una mujer no le declara, ni por asomo le deja ver su amor a un hombre, ¡jamás!

Y, con rabia contenida  dejó escapar una lágrima, cual furia de yegua de pura sangre a la que pretenden domesticar para llevarla a exhibición, y con una frustración que apenas si logra disimular bajo los puños apretados y las mandíbulas tensas, como  mordiendo un trozo de carne seca que no habrá de tragar, ni masticar, ni tampoco dejará caer sobre el plato... Así, continuó escribiendo. 

      Y lo hizo obedeciendo la imposición de la tía abuela virgen, cuando se enteró del rompimiento de la sobrina con el novio de su misma edad.

      Qué esperaría la mujer adulta: que un hombre mayor le prestara atención a su sobrina, y la pudiera ver como una mujer que ha sufrido un desengaño… Y, entonces, ¡él vendría a salvarla, montado en su negro corcel!

      ¡Cuánta cursilería, cuanto rebuscamiento!, escribía ahora en la novela corta que por encargo, debía entregar para la editorial dentro de dos semanas. Y con el entusiasmo de quien ama su oficio, la mujer, este tercer personaje, implante de la joven de dieciséis, siguió golpeando el teclado: “Nunca más supo aquella jovencita de la carta que le dio a su tía para que se la enviara al pretendiente de su personal gusto, un médico recién regresando del extranjero...

      Pasaron los años, corrieron los tiempos de las ilusiones, y el cielo empezó a cubrir su vida de negros nubarrones. El verdadero amor primero de la niña de los puños apretados y la carta perdida, su padre, murió una tarde muy mexicana, un dieciséis de septiembre. Y, la madre a los pocos años, muy cerca del mismo día. 

      …y entonces comenzó la verdadera carrera contra el viento que no dejó de soplar nunca, ni ella de correr como saeta tras las fragancias de las estaciones y los nuevos avatares que nunca la vencieron.

      Un día, cuando en la vida de aquella que fue niña a los dieciséis y princesa por siempre, a pesar de los golpes y las  heridas del camino no siempre blando ni sobre nubes de ensueño, cayó en sus manos un sobre con solo un nombre al frente: Dr. “X”… y el suyo, en la parte de atrás.

      El sobre había sido violado cuidadosamente, abierto con una espadilla de las que en los años cincuentas se usaban para eso, abrir cartas.

      No tardó en entenderlo todo: la tía nunca pretendió enviar su carta, solo buscaba entretenerse y entretener a la sobrina, para que olvidara su tristeza por el rompimiento con su novio de la misma edad: alguien no a la altura de las aspiraciones de la tía abuela, para su sobrina.

       Así se fue apagando la chispa de la juventud en aquella que empezó siendo niña aún a los dieciséis, para acabar creciendo demasiado aprisa.

      Tras leer el contenido de la carta que jamás llegó a su destino, ni al destinatario, la mujer ahora plena y madura, de casi cuarenta años, sonrió. Y se sintió aliviada, al saber que la carta murió no nata, sin el intercambio necesario que exige ser leída por el destinatario. 

      Para ella, ahora, fue una carta tonta, cursi e inservible. Finalmente, llegó al mejor lugar donde van los despojos de amor, faltos de cariño y de ilusiones, al cesto de la basura”. 

      

      Fin de la novela.



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