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Pequeño Homenaje a Poe y Rulfo

Pequeño Homenaje a Poe y Rulfo


Publicación:01-11-2020
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La mujer no estaba perdida, solo no sabía que había muerto en una fiesta de Día de Difuntos

La Fiesta de María Aurora

Olga de León G.

Llegué temprano a casa de mis padres para mí fiesta, porque no quería perderme nada de lo que en ella pasara. Ya no vivía en mi casa y pocos de la familia quedaban allí. Pero yo sabía muy bien que sería una fiesta especial y por lo tanto, la mayoría de los parientes harían lo mismo… vendrían temprano. Eso pensé: la mayoría asistirá solo por el gusto de encontrarnos tras más de cuarenta años de no vernos; otros, por curiosidad: por ver cómo lucen los demás; por eso, estarían a tiempo.

Las cosas no sucedieron tal cual. Pues nadie había llegado aún, pero mi ánimo y mi ilusión por verlos, no contaron los minutos ni las horas transcurridas, antes de que apareciera el primero.

Me había sentado en el centro de la sala, esa inmensa sala que tantos años se había visto y oído colmada de gentes y de voces entremezcladas con el sonido de la música retumbando desde las paredes hasta el alto techo del lugar, que era el doble de cualquier otra habitación de la casa. 

      Ahora esa gran casa se veía como un jacalón socavado en algunas de sus ventanas y paredes, también por la falta de tejas en el techo, a juzgar por lo que dejaban ver sin necesidad de acercarse a la puerta principal, ni de salir para mirar el cielo negro cuajado de estrellas y con algunas ramas atravesadas encima de los espacios medio huecos, entre tejas y techo. 

      Seguramente me quedé dormida, allí mismo, porque pronto me di cuenta de mi error. Sí habían llegado varios de la familia, los que tampoco se habían percatado de mi presencia, sino hasta que el sordo clamor del cielo, dejó que algunas aves entraran por los hoyos del techo y fueran directo al patio donde empezaron a repiquetear sobre el tronco viejo de la palma ya desmayada, que rompía más aún el viento, desparramando algunas de sus hebras secas encima de las sepulturas que seguían intactas, como si fuera el patio de un cementerio y no el de mi antigua casa.

      Fue entonces cuando recapacité en que no entendía qué pasaba, ni en dónde estaba. Pero no sentí miedo, no tenía motivos para ello. No, sino hasta que una dulce voz, un tanto apagada o como ahogada en su propia garganta, me dijo: 

      -María Aurora, ¿qué haces aquí, hija? 

      -Tía Emilia, ¿eres tú, verdad? Casi no te reconozco… Solo por ese viejo sombrero negro de  encaje y tul que cae sobre tu rostro.

      -¿A qué has venido a este Camposanto que está tan lejos de donde tú vives?

      -No entiendo qué dices. Yo estoy en mi casa, bueno en la casa en la que vivía hace cuarenta y tantos años, con mis padres… Pero, ¿y tú…? La voz se apagó y la figura casi sombra de la tía Emilia, se desvaneció ante mis ojos.

      De eso sí me di cuenta… Aunque ya no había ojos en mis cuencas vacías, que otra hora lucían pupilas medio claras, entre miel y color aceituna. Pero, yo podía ver muy bien, a pesar de que entonces ya era ciega.

      La fiesta sí empezó temprano, aunque la música casi no se escuchaba, parecía un suave murmullo o una interpretación con sordina. No le di importancia, al contrario, pensé: qué bien que suene bajito… Así, no se molestarán los vecinos. Y porque el plan familiar era terminar hasta las cuatro o cinco de la mañana, antes de que los primeros rayos del sol pegaran sobre la tierra y terminara el hechizo de mi fiesta que habría empezado a la medianoche.

      Tocaron todas mis piezas favoritas, las que más me gustaban cuando joven, y aún ahora de vieja, casi calaca de tan flaca que estoy. Siempre dije: -un día, adelgazaré sin sufrimientos ni privaciones de mis platillos italianos favoritos; y sin dieta alguna, ya verán que un día estaré tan, pero tan delgada, que el viento amenazará con levantarme en vilo. 

      Seguí recorriendo la casa, buscaba rostros conocidos. Me tropezaba con algunos, otros ni me saludaban, solo buscaban apurados la mesa de regalos, esos ya querían dejar su cariñito, cumplir e irse temprano. Eran los que habían venido de fuera, de otros estados y algunos del más allá de las fronteras de estas tierras.

      Seguí a los que ya querían irse, para ver qué regalito me traían. Una, que siempre fue curiosa: de niña, de joven, de vieja y aún después de muerta, seguro lo seguiré siendo después de muerta… O, ¿ya lo era? Alcancé a escuchar cuando alguien le pregunta a la que llevaba su regalito envuelto en una cajita: 

      -¿Qué le trajiste a Aurorita? -Una esclavita para el tobillo con campanita. 

      -¡Ah!, ¿y por qué con campanita? -Pues qué no te acuerdas, Tía Chela, que esta niña siempre fue muy andariega, muy traviesa, no se estaba quieta nunca y donde quiera se metía, hasta donde no la llamaban…  -Pues sí, cierto así era… y seguro así seguirá siendo. 

      -Entonces, si se les pierde entre alguna caja u hoyo que no sea el que le corresponde, sabrán dónde anda. 

      -María Aurora sonrió y murmuró: ni sueñen con que ese regalito lo estrene algún día, faltaba más. ¡Qué me pongan cencerro!, si antes no pudieron, ahora, ¡menos!

      El cielo comenzó a tronar y algunas nubes aparecieron tapando a las estrellas y amenazaban con estallar como vejigas de res a punto…

      La mujer no estaba perdida, solo no sabía que había muerto en una fiesta de Día de Difuntos, a causa de un borracho que fue a estrellarse embarrándola a ella en el frente de la casa de sus padres, a donde había acudido para llevarse algunas cosas olvidadas allí… Igual que ahora, había una fiesta en la que la festejada era ella; la recién aparecida en el panteón de sus seres queridos: La casa donde todos reposaban hacía más de cuarenta años.

      

Huesos quemados

Carlos A. Ponzio de León

      Estoy avergonzado del trabajo que se hace en la policía. El lunes, el Call Center recibió una llamada. Supuestamente era una emergencia, de parte de la señora que vive en la esquina de Ordaz y Santanita; dentro de nuestra área. Recibimos la orden, mi pareja y yo, para que fuéramos a indagar. Faltaban quince minutos para el cambio de turno y mi pareja argumentó por radio que el llamado debía ser atendido por nuestro relevo. Nos dijeron que la dichosa señora Cruz había dicho, palabras más, palabras menos: “Mi hijo está como un loco, me quiere matar”.

      Mi pareja bajó y tocó a la puerta mientras yo esperaba en la patrulla. Abrió la señora Cruz y explicó que su hijo había salido enfurecido, lanzando cuchillería contra la pared y que intentaba vender la camioneta de la señora Cruz, sin el consentimiento de ella. “Es un drogadicto y necesita dinero”. Se le preguntó si en ese momento estaba corriendo algún peligro. “No, ya estoy sola”. “¿Va a levantar la denuncia para que procedamos?” “Mañana”.

      Mi pareja regresó al auto y entregamos el turno bien tarde. Llegué a la casa con el hambre de los diez mil demonios en las tripas. Y al día siguiente, la cosa igual. Recibimos el llamado por radio para que indagáramos otra vez. Ahora, la señora Cruz había dejado claro que, si le pasaba algo, el culpable sería su hijo. Notamos que faltaban quince minutos para las seis y, esta vez, nos dieron oportunidad de entregar la tarea. Los compañeros de la noche se encargarían.

      Por la mañana nos enteramos de que no se había procedido. Los compañeros dijeron que ni siquiera se habían enterado, que nadie les dio aviso de la situación. “¿Iremos a buscar a la señora Cruz, colega?”, le pregunté a mi pareja. “Al rato que pasemos por su calle”, respondió él. Yo estuve de acuerdo. Pero fue hasta después de la hora de la comida que volvimos a acordarnos. Con la panza a reventar por los tacos de barbacoa y cayéndonos del sueño con la pesadez del alimento, fuimos a tocar a la puerta de la señora Cruz. Esta vez, me bajé yo. 

      Abrió el hijo. Me dijo que su madre estaba descansando, que no quería despertarla. Regresé al auto y le dije a mi pareja: “El tipo traía unos pelos muy alborotados, como de científico que acaba de poner a prueba su teoría, y la evidencia le indica que su hipótesis está mal. Hay algo raro”. Dimos aviso de ello a los compañeros de la noche, para que estuvieran al pendiente. Por la mañana nos dijeron que no hubo novedad. Ahora sí, a las siete en punto fuimos a tocar otra vez: Y el hijo, que la mamá estaba dormida.

      Pero el viernes volvieron las llamadas. Ahora, de los vecinos: que tenían días de no escuchar los gritos de la señora Cruz. Pero eso no era lo importante, sino que de la casa provenía un olor como a caparazón de tortuga acitronado, como a hueso quemado. “Arráncate”, le dije a mi pareja, antes de que terminaran de reportarnos por radio.

      No quiero hacerles el cuento largo. En la policía nos enseñan que debemos ser concisos. Sin mucha poesía. Entramos a la fuerza. Tres patrullas y una de granaderos. Quince elementos rodeando la casa. En la sala encontramos el cuerpo sin vida de la señora Cruz, boca arriba, quemada de los pies a la cintura. Muerta como tortuga mutilada, sin caparazón. El hijo intentó escapar por una ventana, pero no pudo. Esos compañeros de la noche tienen la culpa, desatendieron el asunto desde el martes que les avisamos.



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