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Pequeño homenaje a Krystof Penderechi

Pequeño homenaje a Krystof Penderechi
Krystof Penderecki

Publicación:04-04-2020
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Vuelvo a casa de mis padres. La noche es enorme y yo estoy tan solo, y la música de Penderecki abre mis ojos para sanar

Primer resplandor del día

Carlos A. Ponzio de León

En medio de la sala oscura, en casa de mis padres, hay una cama individual con sábanas blancas. Estoy recostado sobre ella, sin tapar, con ropa clara que se viste en pleno y caluroso abril de Monterrey. Me veo delgado. Hacía más de un año que no bebía alcohol: se contrapone al medicamento que tomo. Estoy a punto de cumplir años. Me acerco a los cuarenta. Mi madre ha sacado esa cama individual de su recámara, para que yo duerma en ella. No sé si mientras viví en casa de mis padres, la usé alguna vez. 

Nadie pregunta, pero estoy en medio de un divorcio, desesperadamente en busca de una nueva vida. Esa noche acompañaré al Doc al concierto de Consort en la Iglesia de Fátima, en San Pedro. Escucharé un pequeño coro a cuatro voces, más flauta, trompeta, violín y órgano: interpretarán música para misa de boda. Alguien se casa, no importa quién. Mi último matrimonio también fue en ese lugar, en la capilla.

Pero antes, esa tarde, quieto y recostado en la cama, a través de los audífonos de mi viejo i-Pod, escucho la Pasión según San Lucas, de Krystof Penderecki. Y con los ojos cerrados, me parece que puedo ver colores, asociados al sonido. Es la primera vez en la vida que me sucede algo así. No hay ansiedad, ni estrés, provocados. Quizás sea una buena señal, algo diciendo que mi búsqueda terminará en la música.

En medio del divorcio, creo que me encuentro bien: Pero he bebido con Becky en la recámara de su casa, con Lola en un cuarto de hotel, con Fiona en el asiento trasero de mi auto.  Llevo quince días en Monterrey y conozco la edad de quien está conmigo por el método anticonceptivo que usa. Lola ha querido presentarme con todas y cada una de sus amigas. Está más loca que yo. Terminaré llevándola, semanas más tarde, con su médico psiquiatra. He enterrado la ilusión de una carrera profesional lustrada por la economía.

Al acercarse la noche, el Doc pasa por mí, en su auto, a casa de mis padres, para llevarme a la Iglesia de Fátima. Al llegar, subimos por la escalinata de caracol al coro. Todos los músicos ya están ahí. Veo a Lenka sentada, con su flauta transversa. Hablo con ella, le pido que más adelante me revise una pieza para flauta y piano que no he escrito, y que no compondré sino hasta dos años después, y que Lenka nunca verá, sino que finalmente regalaré a Eva en la Ciudad de México, y que Eva nunca tocará.

En el coro participa David, quien años atrás había dirigido la escuela de música donde estudié brevemente, antes de entrar a economía. En ese momento conduce la Sinfónica Juvenil de Nuevo León, además de cantar esporádicamente en bodas cuando es contratado por Consort. Antes de que inicie la misa, y en las interpelaciones a la música que realiza el sacerdote, platicamos de sus estudios en el extranjero; yo le comento de mis planes de abandonar la economía para componer. Me confiesa que él dejó de escribir música el día que se graduó de su posgrado en composición. Escribí notas mientras fui estudiante, me dijo; pero abandoné eso cuando me gradué. Jamás volví a escribir.

En mi época, continúa diciendo, había un polaco que se había hecho mundialmente famoso, Penderecki, ¿sigue componiendo? Extraordinariamente exitoso, le respondí. Le platico de su Pasión según San Lucas. De las telarañas plateadas que la música de Penderecki teje en los oídos, de la pasión que levanta en los viejos y en los enfermos, en cómo su voz musical se hunde en la tierra para luego salir velozmente proyectada por el universo.

A mis amigos de adolescencia y juventud, a los de la cuadra, no les interesa la música clásica. No cuento con mucha gente con quien platicar sobre el tema. Excepto en ese grupo en Monterrey, donde también está Chuito, el chelista, tenor y compositor; Sala, el tenor de copete y buen mirar; George, el pianista, quien aporta su departamento para que se realicen las bacanales musicales hasta el amanecer: Lieder de Schubert, de Schumann y Brahms. Tríos sencillos en los que yo participo: para flauta o violín, chelo y piano. 

Chuito está ahí, cantando como tenor en el coro que musicaliza la boda en la iglesia de Fátima. Él no se ha casado. Considera que el matrimonio es una trampa. Y eso pensará el resto de sus días. De alguna manera, su novia le cree; no duda de ello. El noviazgo les cae bien. A George no le lastima su último divorcio. Tampoco su más reciente noviazgo: poco a poco va cayendo en la red. También considera que las nupcias son una trampa, pero las aceptará: Años más adelante, su novia se embarazará, habrá boda y su participación en las bacanales del grupo, terminará. Sala seguirá, como siempre, con su ruca y las bacanales.

Súbitamente, en la iglesia de Fátima, la boda concluye. Aleluya, aleluya. La pareja siguiente espera a la puerta de la entrada. No estamos invitados al ensamble musical de esa otra boda. El Doc recoge el dinero de su paga en un sobre. Yo podría continuar ahí, escuchando música en vivo, sin sentir nostalgia, ni culpa, ni nada de nada, por los novios en turno.

Pero mi divorcio me deja un vacío enorme. Lo intento llenar con la vida de mis amigas, con el beso en la mejilla de una desconocida, con un viaje en auto al café para platicar con los jeans marcados en la entrepierna de una chica. O con mis notas lentas y desdibujadas en la partitura; pero nada logra cerrar el abismo. Solo la música de Penderecki, que dice: Adelante, como pulso de asteroide ciego en la noche, con una textura helada que se confunde con un anillo de oro blanco.

Vuelvo a casa de mis padres. La noche es enorme y yo estoy tan solo, y la música de Penderecki abre mis ojos para sanar, para permitirles llorar hasta el primer resplandor del día.

Tocando el cielo y el suelo

Olga de León González

La música de Penderecki me cubrió de miedo y a la vez elevó mi espíritu. Fue la música de este genio, la que por el año de mil novecientos setenta y cuatro, logró que siguiera sentada en esa enorme sala cinematográfica del entonces, Distrito Federal, a donde Carlos y yo fuimos a ver “El Exorcista”. Película que no vi más de un tercio, porque el resto lo pasé con mis manos cubriéndome la cara: no soporté tanto terror, maldad y horror. Ahora ese film es un clásico cuya música lo elevó del infierno al cielo, pero ella sola, igual es sumamente tensa, y mantiene con la piel de gallina a las almas de corazón de pollo y seda. Entonces estaba embarazada del que sería nuestro primer hijo, siete meses después.

Hoy, caminaría por la orilla de una playa, tocando su espuma y su arena. Miraría al horizonte por encima del azul intenso. Y, ya cerca del cielo, con mis dedos entre las nubes, tocaría mi cítara un son muy triste y al mismo tiempo alegre y lleno de esperanza.

O, si mañana, por fuerza del destino, latir más no pudiera mi cansado corazón, entonces, lenta, muy lentamente dejaría que mis piernas con sus alados pies, brazos y torso bailaran un minué. O tal vez un tango lastimoso y nostálgico por el amor que se fue. 

En medio de la tarde callada y solitaria, hoy me invadió la nostalgia: ¿desde cuándo soy madre, con el primer hijo? La memoria contestó: De niña.

Recuerdo que no solo quería estar bien y contenta, sino que también lo estuviera mi hermanito un año y cinco meses menor. Y según fui creciendo, pasando de los siete, a los doce y catorce años, procuraba divertir a los que les llevaba cinco, seis u ocho años: les contaba cuentos que yo  inventaba. No sé si ellos lo recuerden, o si fue algo pasajero, y no guardaron constancia de eso. 

Fui una niña que disfrutó su niñez en todo el resplandor de una infancia bastante agradable y suficientemente fácil como para no tener más preocupaciones que las de vivir. Y sin embargo, me reconozco de entonces y ahora, atenta a que a  quienes amo sean felices. Mas, igual fui una niña que disfrutó mucho ser solo niña. Como cuando en primaria, bailaría con otras compañeritas el Vals de las Flores de Tchaikovski. Y me veo feliz, pretendiendo ejecutar un “Grand écarté lateral”. Mis compañeritas me seguían en el intento; por supuesto, no nos salía. Pero, yo sí lograba bajar hasta tocar el piso.  

Así como el cielo que miramos no es el mismo para todos, Tampoco para Penderecki. Algunos ven solo nubes; otros, oscuridad; otros más, un techo cuajado de estrellas y algunos, ráfagas de fusiles; tampoco el suelo es igual para todos, por desgracia…



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