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Luciendo con elegancia e intensidad

Luciendo con elegancia e intensidad


Publicación:24-07-2022
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La ostra que perdió su perla se quedó sin luz, en la oscuridad de su hábitat

Bajo el brillo de una copa de vino

Carlos A. Ponzio de León

      Javier entró al salón de cortes de cabello y encontró un lugar relativamente oscuro y con ilustraciones colgando de las paredes: calaveras, hombres con barbas puntiagudas, hípsters de anteojos cuadrados y cabellos color verde. No había fila de espera, solo un hombre voluminoso y alto con poco cabello, acercándose a la calvicie, sentado en una silla de estética y que no paraba de hablar con la única peluquera: quien lo atendía frente al espejo. 

      Eran pocas las ocasiones en que Javier entraba a una peluquería. Normalmente hacía el trabajo él mismo, primero con una máquina de fabricación china que se le descomponía con frecuencia, y luego comenzó a realizarlo con las tijeras de la papelería. Ocasionalmente le pedía ayuda a alguna amiga. De niño y adolescente el cabello se lo cortaba su madre. Pero, ahora, cuando entraba a la barbería, lo hacía con la determinación de un golpe de hacha sobre un madero, porque sabía exactamente lo que iba a pedirle a la señorita.

      “¿Cuánto cuesta el servicio para caballero?”, preguntó Javier a la recepcionista. “El paquete estratégico sale en cuatrocientos cincuenta. Incluye masaje en el cuero cabelludo, una cerveza y una mascarilla”. “Necesito un corte estratégico; pero no de ese tipo”, respondió Javier. “El corte básico incluye el corte más un agua mineral o natural, por doscientos cincuenta pesos”. “Ese. ¿Cuánto debo esperar?”. La chica se levantó de la silla y le dio la vuelta a la barra para dirigirse con la peluquera. Le dijo algo al oído y volvió a su lugar. “En cinco minutos sigue usted”. Javier tomó asiento en el sillón negro de piel, bajo la pared de imágenes ricas en ilustraciones apocalípticas. Esos cinco minutos le fueron suficientes a Javier para dar un repaso a varias de las ocasiones en que había acudido a una peluquería.

      La primera, en la colonia donde vivía con sus padres a los doce años, en Monterrey. La familia enfrentaba el compromiso de asistir a una boda esa noche y la madre no podía cortar el cabello a todos. Envió al niño con la peluquera de la colonia. No, precisamente, con la peluquera chismosa que atraía a la clientela necesaria para llenar un estadio de fútbol, sino con la nueva: la que acababa de abrir su negocio en la calle de Santa Anita, en la sala de su casa. Cuando la mujer acabó, le preguntó a Javier, mientras el muchacho se colocaba los lentes para mirarse frente al espejo: “¿Qué te parece?”. Y al notar la falta de alguna reacción en el muchacho, la mujer le dijo: “Si no te gustó, puedo recoger los cabellos del piso y pegarlos de regreso con Resistol”. El joven no sonrió. ¿Aquello era posible? ¿Le cobraría una cantidad adicional si aceptaba? En fin… descendió de la silla de la estética y pagó el precio del corte.

      Javier también recordó el día en que, a los treinta y siete años, entró a un centro comercial en la Ciudad de México, y una voz desde su interior le dijo: “Nunca olvides este día”. Iba a cortarse el cabello porque esa tarde impartiría su primera clase de Apreciación Musical en El Péndulo de la Roma Norte, en el Foro El Tejedor. El primero de los días de su nuevo futuro, alejado del cemento y de la arena en las obras que hasta entonces construía para convertirlas en edificios de casas habitación. Llevaba años soñando con componer música; pero, primero, necesitaba conocer las obras de los Grandes Compositores, por lo que se animó a preparar un curso de Apreciación Musical con los conocimientos de teoría musical que hasta entonces tenía. Esperó su turno. Luego, fue llamado a tomar asiento en el sillón de barbero y escuchó la voz de la dama que le preguntó: “¿Cómo quiere su corte?” De la boca de Javier salieron las únicas palabras que solía pronunciar en esas circunstancias. “Algo moderno”. Pero fue la última vez que las repitió, porque aquel fue, verdaderamente, el último día de su vieja vida.

      Once años después, en este presente y bajo las imágenes de calaveras y mujeres de cabellos colorados, esperando a que el voluminoso hombre de amplia calva dejara de hablar y hablar con la peluquera, sabía lo que iba a decir ante la pregunta: “¿Cómo lo quiere?”.

      “Necesito parecer un coleccionista de arte”, le dijo, “estar adelantado a la moda”. La mujer se emocionó. Comenzó con las tijeras de corte y rápidamente pasó a las de esculpir. De pronto, iba y venía con las tijeras de hoja curva y con las de cocodrilo. Veinte minutos más tarde, Javier quedó listo. Se colocó los anteojos. Se miró aterrorizado y pensó: “Bueno, definitivamente esto es adelantado a nuestros tiempos”.

      No había conseguido componer música en esos once años. Pero había conseguido un trabajo como espía en los banquetes ofrecidos por embajadas. Cuando, en la reunión de esa noche, fijó su objetivo y se acercó a ella para platicar, se presentó como tal: coleccionista de arte. “Pensé que usted era arquitecto”, le dijo ella. “Conozco sobre la creación de espacios, lo cual no está muy alejado de la arquitectura”, respondió él. Esa noche, él la acompañó en el Uber a su casa y obtuvo lo que necesitaba: su dirección postal bajo un pelambre de árboles sobre Avenida Reforma. Y su número de teléfono celular: el golpe de vino tinto que había que alumbrar bajo la luna. 

La ostra perdió su luz… 

Olga de León G.

Subió a su auto y tomó rumbo. Iba en busca de un accesorio para el vestido largo que luciría esa noche, en el baile anual del Casino. Era el Club “Blanco y negro”. Por eso su vestido tenía algunos visos blancos, un blanco entre marfil y perla en los holanes de las mangas y el cuello en corte “V”, así como la banda que ceñía su cintura. Al principio no le gustó eso de la banda en color claro: “me hará ver gorda, medio cuadrada… ¡no sé!”, -arguyó. Su madre y su tía, por vez primera estuvieron en sincronía: “Tienes una cintura demasiado pequeña y amplias caderas, lo que acentúa tu cintura: Te verás muy bien, para nada, gorda”. 

Tenía tres años de casada con Luis, y aún no tenían hijos. Por decisión de ambos esperarían tres años más; cuando la casa ya fuera de ellos, y no del Banco. Total, treinta y un años, era una ideal edad para traer al mundo a su primer hijo.

Se concentró en la conducción del auto y la dirección de la casa que buscaba. Le habían dado esa dirección con la seguridad de que allí hallaría lo que quería: un collar y aretes finos, a buen precio.

Se estacionó, o aparcó el auto -como diría Luis-, en la acera de enfrente a donde estaba la casa con el número 1683.

Oprimió el botón del timbre y esperó. Dos minutos después, la reja antes de la puerta se abrió y alguien acudió a abrir la puerta principal, que era de fina madera, caoba, seguramente; Marina no sabía mucho de maderas, solo reconocía el pino, cedro y caoba.

- Buen día, señorita. Llega usted muy puntual. Pase, por favor. La conduciré a la salita de espera, enseguida bajará quien la atenderá.

- Permítame su vestuario, lo colgaré aquí mismo. Qué bien que recordó traerlo, así podremos orientarla mejor en su compra. 

      Con las manos libres, aprovechó para confirmar su cita con la chica que le daría forma al corte de cabello que traía, un poco simplón. En fin, le pondría lucecitas y arreglaría todo lo del rostro: una ligera exfoliación, nutrientes para párpados, comisuras de los labios y frente. El masaje facial la hacía sentirse muy bien. Pareciera que la rejuveneciera, ya que le tumbaba la cara de cansada y desvelada que tenía a diario.

Dejó mensaje en el “chat”; de inmediato recibió respuesta: - La esperamos dentro de cuatro horas y media. - ¡Perfecto!, allí estaré. – Eso le daba tiempo para ir a comer a casa y descansar media hora. Estaría en la estética ligeramente antes de las cinco de la tarde… y saldría de allí, transformada, embellecida: lista para llegar a su casa, ponerse el vestido, los accesorios y... 

Ya se estaba tardando la dueña del lugar en bajar y mostrarle lo que tenía para ella, en esta ocasión especial, su primer baile de casada en el Salón del “Blanco y negro”. De muy jovencita, antes de los catorce años, la habían llevado sus padres a un Baile del Club “Blanco y negro”, en Matamoros, Tamaulipas. Este era aún más exclusivo, en su ciudad de residencia, y no tendrían que tomar la carretera.

Por fin, bajó la Miss, impecable en su vestuario y con su apariencia siempre fina y elegante. ¡Buen día!, Marina preciosa. Veamos qué necesita usted. Se dirigió detrás del mostrador que ella tenía enfrente; se agachó un poco y extrajo de un cajón un estuche de madera fina –caoba, seguramente-.

Marina ya estaba frente al mostrador: La ostra que sacó la Miss, y los aretes con perla y un pequeño brillante, fueron los elegidos. La mujer sabía qué le gustaba a su clienta, y le iría bien con el vestido de noche: pues, aunque eran perlas (joyas diurnas), también llevaban un diamante cada arete y el dije en platino, dos junto a la perla casi recién extraída de su concha… 

      Literalmente así fue, La dueña abrió la ostra y la perla cautivó a Marina: La ostra que perdió su perla se quedó sin luz, en la oscuridad de su hábitat.



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