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Las ruinas de la cultura

Las ruinas de la cultura


Publicación:21-11-2020
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Pero un día les regresaré el desprecio. Sé que un día llegará mi reconocimiento

Aplaudiré haciendo sonar mis huesos

Carlos A. Ponzio de León

      Vivo fracturado. Un viejo amigo me lo advirtió, cuando emprendí mi camino. Él vivía igual, dividido. “Vas a sufrir buscando un reconocimiento que nunca, nadie, te va a querer dar, buscarás algo que nunca llegará”. Él era homosexual y vivía en un país oriental donde eso se castiga con la muerte. Y yo me siento muerto. Busco que un día, alguien finalmente me diga: “Abraham, lo conseguiste, eres un artista, finalmente has logrado convertirte en un artista”. 

      A veces creo que hago mal deseándolo… y que Dios me castigará por ello. Nadie nota mi talento. No sé qué deba pasar para que yo me sienta un artista. No cuento con la licenciatura necesaria. Sí, hay títulos, pero yo no estudié nada de eso. Ni siquiera sé, bien a bien, qué se necesita para conseguirlo. Tal vez que el gremio me reconozca. Que el gremio grite: “Abraham es un pintor, compren su obra”. Por fuera, soy un ingeniero en sistemas que ni siquiera practica un trabajo relacionado con computadoras; ni siquiera limpiando los baños en la compañía tecnológica más cercana. 

      En casa, mis padres pensaban que moriría de hambre siendo un artista. Concluí la prepa y el Tec de Monterrey me ofreció una beca para estudiar matemáticas. Pero mi padre quería que yo fuera rico, que sacara a la familia de la pobreza, así me lo dijo un día. Convenció al Tecnológico para que me dieran el cien por ciento de la beca, pero en la carrera de sistemas. “Es el futuro”, me dijo él. Lo que no tomó en cuenta es que yo sería un mediocre estudiando computadoras. Que, con todo y la ingeniería, muero de hambre cada día.

      Acabé sufriendo, apenas por encima del ochenta y cinco necesario para la beca, odiando los cables, las pantallas, los ceros y unos, el Java, el C, el Python y hasta el Visual Basic. Para mí, son cuatro cadillos entre los dedos del pie calzando botas. Cada vez que me encuentro con los compañeros de universidad, me siento un gusano intentando trepar el edificio latinoamericano. Todos ellos: tan exitosos, tan orgullosos del Tecnológico de Monterrey, con sus esposas e hijos, y yo con un trabajo mediocre con el que, aunque me da tiempo para pintar, pinto cuadros que no  se venden. 

      Ninguno cree que yo sea pintor. En la plaza, los colegas me ven con desdén, con sospecha. Ni siquiera me invitan a jugar ajedrez en las largas horas de espera por vender un cuadro. He optado por ofrecer bastidores y telas. Esas sí las vendo, de vez en cuando. En ellas pintan otros pintores, y algunos aficionados que, con sus salarios de tiempo completo, pueden comprar los materiales. Los domingos en el mercado, cuelgo mi obra y nadie, ni siquiera los vecinos de puesto, me dicen algo positivo, un: “buena suerte con la venta, es una buena obra”. 

      He concursado para el Salón de la Plástica en cinco ocasiones, y todavía, nada. Siento que pertenecer a él  me convertirá en artista. Y cuando me ven llegar, todavía dicen: “ahí viene el ingeniero en sistemas otra vez”. Y cuando anuncian a los ganadores y no aparece mi nombre, ni siquiera escucho un: “no te desanimes, a la próxima quedarás”.

      Lo que nadie sabe es que yo distingo lo que hay en mi obra. Mi metacognición es alta. Conozco la diferencia entre mi pintura y la de ellos, quienes no pintan más que lo que aprendieron en La Esmeralda, en la Academia de San Carlos, o en donde hayan sido formados. Son imitadores de los movimientos exitosos iniciados por otros artistas; son pintores hechos entre cuatro paredes ubicadas en el epicentro de veinte metros cuadrados, y no con la sangre del verdadero sufrimiento. No con la imaginación de la soledad del veneno en el ataúd, sin la furia del arcoíris que va desapareciendo frente a los rayos mortales del sol, sin la pasión estallando en las vísceras de un animal moribundo, como me siento yo.

      Pero un día les regresaré el desprecio. Sé que un día llegará mi reconocimiento. Y si para entonces: estoy muerto, me reiré de ellos desde la tumba. Me mofaré de la forma en que desperdiciaron sus vidas creyendo en famas fugaces, en aplausos mediocres e ignorantes, en las reseñas críticas de los conformistas que hablaron bien de sus obras. Ahí estaré, bien muerto pero sonriendo con los dientes pelones, haciendo sonar mis huesos, metacarpo y falanges, con mis aplausos… para mí. Y mi alma volará de regreso, haciendo viajes para ver mis cuadros colgados en museos internacionales y en muchas exposiciones. Seré un muerto feliz.

La vida dentro de un cuento

Olga de León G.

- ¡Esa hormiga es una floja, siempre empieza tarde y acaba pronto! 

-   ¿A qué te refieres?, hermana colorada

- A que a la hora de escribir sus cuentos, empieza al cuarto para las nueve  

de la noche y termina a las nueve treinta: ¡es una floja!, trabaja muy poco.

- ¿No será que a ella le funciona muy bien eso de la tensión y presión del

tiempo? O, a lo mejor como escribe narraciones breves sigue la técnica del cuento: entra tarde y sale temprano.

- ¿Cómo es eso?, preguntó una hormiguita mucho más pequeña y amarilla, 

que merodeaba por el rumbo.

- ¡No me digas!, ¿también tú quieres aprender a escribir, hormiguita

mantequera?

- Y como, ¿por qué no…?

- No te me alborotes, yo solo preguntaba, pues jamás imaginé que tú…

- Ándale, gusanito, nomás síguele por ahí, y perderás una amiga que

aunque pequeñita, soy bien picosita cuando beso… Quieres que te ande besuqueando luego; digo, yo también nada más digo.

Ambos amigos rieron, pues sabían que solo estaban bromeando, como que se conocían desde hacía tiempo.

- Pues bien, hormiguita amarilla, déjame te explico lo que yo entiendo y

aprendí, en una escuelita muy “nice” de esas para cerebritos y mentes especiales, disculpando la inmodestia…

- Ya, ya, amigo, sin más rodeos, ve diciéndome qué técnica es esa en el

cuento, la de: “entrar tarde y salir temprano”.

- Mira, por ejemplo, supón que quieres escribir sobre una intriga, misterio o

un hecho romántico… Tienes dos personajes principales y la escena se desarrolla en un bar… Entonces, empiezas así:

      “Miró en derredor, se sentó a la barra y pidió un Whisky en las rocas. Esa noche, el calor del día se había prolongado hasta tarde…” Fíjate muy bien amiguita, para empezar, en menos de dos líneas ya usamos cuatro verbos, mencionamos tres acciones y aludimos a una hora, entorno y momento… El lector no sabe de quién se trata, ni por qué entró a un bar, ni qué hará allí… Y tú no se lo dirás aún. Luego vienen dos o tres acciones y nudos (tropiezos o dificultades) de la trama, para finalmente terminar por ejemplo, con algo así: “Se dio media vuelta y se sentó en una mesa con quien ya la esperaba, como si supiera que esa noche… Los periódicos de la mañana siguiente dieron la fatal noticia…”.

- ¡Me gustó!, gusanito. Dime en dónde puedo aprender a escribir, como tú.

- No, hormiguita, como yo, no. Cada uno debe encontrar su propio estilo. Y, 

cada quién tendrá algunas temáticas preferibles o más accesibles a su estilo de vida, experiencias, lecturas, cultura, etcétera, etcétera. Ve a inscribirte a la Casa de Pollock, ahí te enseñarán a escribir, aprenderás lo que ni te imaginas.

      Mientras nuestros pequeños personajes se adentraban en la charla y se emocionaba una más que el otro con lo que hablaban, la hormiguita escritora comenzaba a enredar su historia, sin llegar a un punto ni muy claro, ni tan oscuro que pudiera resultar interesante para incorporarlo a la narración. 

      Apenas llevaba cuatrocientas treinta palabras, se levantó, dejó la segunda hoja a medio manchar y fue a prepararse un té… Esa era su determinación: tomar un té, no sabía si verde, negro o mate.

      Quién sabe, en qué instante la situación de las decisiones cambiaron; pero, la escritora llegó de regreso a su máquina con una copa de vino y no con el té, que lo dejó en un rincón de su intempestiva mente, o en la aburrida memoria de quien ya anda cerca de los sesenta… ¿Serán aburridas las mujeres mayores?, pareció escucharse la voz de la narradora omnisciente… La que pasaba de los sesenta… y quien se sabe todo de todos los personajes y hasta de los que no son personajes, pero por allí rondan, entre líneas y silencios.

      Una risa con sordina se expandió por la sala, creo que fue la risa de su padre, de la madre o la abuela, o la de los tres: las escritoras también tienen progenitores, metidos o no en este asunto de la escritura creativa, pero sí, los tres amantes del arte.

      Y, de pronto, como si la hormiguita amarilla y la colorada, que se había quedado callada desde el inicio dándole su espacio a la hermana mantequera, hubiesen seguido todos los movimientos de la hormiga que llamaron floja, la escritora, comprendieran que estaban tan cerca y tan lejos del misterio de crear una ficción, se metieron bajo un montículo de tierra que había en una esquina del cuarto y, a toda prisa, fueron haciendo camino… hacia La Casa de Pollock. 



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