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Insignes maestros… y una madre

Insignes maestros… y una madre


Publicación:16-05-2020

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Los maestros pueden recordar durante años a sus buenos alumnos; pero los malos alumnos recuerdan durante toda la vida a sus buenos maestros

De guerras y emperadores

Carlos A. Ponzio de León

      Los maestros pueden recordar durante años a sus buenos alumnos; pero los malos alumnos recuerdan durante toda la vida a sus buenos maestros. Yo estoy aquí para contarlo.

      La historia comienza una noche de invierno en el patio de una escuela privada, donde un grupo de profesores ajenos: de la carrera de economía de la Universidad Autónoma de Nuevo León, se reunía para asar carne asada, con motivo del fin de año. La noche ya se había instalado y abajo, el fuego de carbón era la fuente de iluminación.

      Yo había arribado junto con mi madre, quien daba clases de redacción en esa misma carrera, de la que yo había egresado diez años atrás. A los treinta, era la primera vez que me encontraba en una reunión de carne asada con colegas de trabajo. Acababa de regresar del extranjero, de concluir el doctorado, y me había incorporado dando clases a mi alma mater, junto a quienes habían sido mis propios profesores.

      Era una reunión de cervezas que no parecía que terminaría en borrachera: un ambiente demasiado serio, demasiado adulto, demasiado economía. Y tampoco me sentía cómodo enfrentando lo que sucedía: era como si una pica hubiese excavado adentro de mí hasta tocar fondo en una verdad.

      Nuestro huésped era el Profesor Murillo. La escuela: su empresa para atender estudiantes con algún tipo de problema. Pum. La bomba atómica estallando sobre las cuerdas que ligan mi mente con mi corazón.

      Yo nunca había sido un estudiante aplicado; consistentemente, el típico rebelde e indisciplinado: de muchas materias reprobadas y recursadas. Incluso en alguna ocasión, mi estancia en la escuela de Loma Larga quedó en manos de un comité disciplinario que deliberó al respecto.

      En mis tiempos de estudiante, el Profesor Murillo impartía las Historias Económicas y las Civilizaciones Contemporáneas. Yo estaba cursando una de sus Historias, cuando nos llegó el primer examen parcial. Lo intercepté a él, llevando los exámenes bajo el brazo en su camino al salón. Le dije que no había estudiado y le pregunté si podría tomar el examen otro día. Aceptó intranquilo, preocupado. Arribó al grupo y anunció que cualquiera podría presentar ese día, o la siguiente semana. La mitad de los estudiantes desalojó el lugar.

      Yo no me presenté la siguiente semana, ni a clases, ni a los exámenes. Tampoco a la segunda oportunidad. Creo que, hasta ese momento, Ponciano Murillo jamás había enviado a algún alumno hasta tercera, a re-cursar la materia. Así es que había yo alcanzado mi notoriedad. Y con tantas materias reprobadas ya para ese momento, no afectaba mucho mi autoestima.

      Volví a cursar su clase. Para el nuevo examen final, (una prueba de cien reactivos rápidos), saqué bien: cincuenta de ellos. Así es que reprobé y me fui a cuarta y última oportunidad, antes de ser suspendido de la carrera. No estudié. Me senté frente al examen sin saber más sobre la materia, y Ponciano Murillo repitió la misma prueba. Recuerdo haberme limitado a responder los cincuenta reactivos que conocía.

      En algún momento, años después me pregunté: ¿Me atrevía a desafiarlo?  Han sido muchos los maestros de los que he aprendido lecciones y a los que les agradezco. Entre ellos, por supuesto, a Ponciano.

      La lección de Ponciano Murillo la entiendo hoy, a los cuarenta y tantos. Me llega como un alivio y como una atadura. Como espanto de gitano que se apresura bailando a mitad de la canción. La escucho llegar como el sonido agudo de cuerdas de guitarra que reconectan mente, espíritu y corazón. O como trompeta que anuncia la guerra de Troya y la llegada de un emperador romano.

      Ponciano Murillo me pasó en cuarta oportunidad; me otorgó el setenta. Ahora soy consciente de que, si yo no quería ser economista, la decisión en aquel momento debía tomarla yo, y no dejársela a él, ni a nadie más. Comprendo que el maestro fortalece la vocación del alumno. Y hay maestros que nos enseñan que la decisión de quiénes somos, está en nuestras manos.

Maestros Memorables

Olga de León González

 No sé si es obra divina o de mi certera conciencia, que no quiere lastimar a quien lo mereciera, menos a quien por ningún motivo lo merece, lo cierto es que los apellidos de mis maestras de primero, segundo y tercer año de primaria los tengo hechos un ovillo.  Habiendo estudiado en colegio privado católico, mis maestras fueron: la madre Casas y la madre Moreno. ¿Cuál en primero y segundo, y cuál en tercero? No lo sé. Solo sé que la de primero y segundo era un ángel, una madre algo regordeta, chapeada y de piel tan blanca que parecía bañada en leche, a quien amé y ella me amó. La de tercero, en cambio, era  muy joven, quizás apenas tendría veinte años; de piel morena y rasgos indígenas. A la distancia del tiempo, me parece que quizás ella estaba llena de prejuicios y rencores de clase; me miraba con crueldad, y así me trató el medio año que mi padre toleró su comportamiento, hasta que me cambió a un colegio mixto. En él cumpliría la otra mitad de tercero y cuarto año, lindas anécdotas ingenuas guardo de esa etapa.

      En la Secundaria, cómo no mencionar al primer maestro que me marcaría en mi inclinación hacia la expresión creativa y el pensamiento de las civilizaciones en el mundo, asignándome la tarea de lectora oficial en clase, el Maestro Cano. Luego, en Bachilleres, continuaría esa labor forjadora de espíritus ávidos de saber literario y de amor por la belleza en la expresión, mi querida maestra Celia Robledo, de quien yo algunos años más tarde, habría de dejar pasar la oportunidad que me brindaba de tomar sus clases en la Prepa No. 1 de la UANL, cuando ella se iba al doctorado en Alemania: cosas de la vida, ignorancia y poca visión de mi parte. Quién sabe…

Olga de León González

La casa de Sara

 -Ella casi no salía del departamento, eran los hombres los que entraban, no permanecían más de diez minutos y se retiraban. Todo el día duraba ese movimiento, que empezaba alrededor de las tres y media o cuatro de la tarde hasta después de medianoche. Unos ocho o diez hombres eran los que entraban por día, todos horripilantes, de mala pinta y peor facha.

 Fíjese que Sarita no es fea, más bien es atractiva, solo que tiene muy mal gusto para arreglarse y vestir; si es que a su apariencia puede considerársela con algún afeite o arreglo personal, y a su trapos arrugados y mal combinados, vestuario.

 Es una peladita como de dieciocho o diecinueve años, es mi vecina. Y ni modo de no darme cuenta de su vida, si para que quien viene a verla, pueda entrar, tiene que pedirme que le abra la reja, porque el departamento de ella está hasta atrás del mío.

 Lo de la pandemia le valió durante mes y medio, entraba y salía sin cubre boca y nariz, fume y fume y tose que tose… ¡Ah!, y muy abrazada de los fulanos que la visitaban. A veces como que hace fiesta, pero muy calladita sin mucho escándalo de música, solo se ven luces de colores girando en sus ventanas; luego amanecen unos tirados en las escaleras, porque no pudieron salir, pues ella no les abrió la reja para que se fueran. Seguro se quedaba dormida y ni sabía quién se había ido y quién no. Pero, por lo regular todos los fulanos nada más entraban y en menos que canta un gallo, ya estaban yéndose.

 Yo digo que esa casa no es de citas, es de ventas: ¡puro negocio! Antes, hace como dos años, la mamá también vivía allí. Pero un día se fue y dejó a la hija sola, se me hizo muy raro; a mí no me importa, pero qué madre dice: yo ya no puedo con ella… y se va, se cambia de casa… Se mudó a la colonia Del Valle. Así que Sara hizo, a partir de entonces, lo que quiso con su vida.

 Yo solo digo una cosa: si se quiere matar, que se tire de un puente o se dé un tiro… Pero qué culpa tenemos los demás… Por qué no usa cubre boca y nariz, si se la pasa con tantos fulanos, vaya a resultar asintomática y contagie a quien ni la debe ni teme. Parece que la chica ya la libró, por lo menos hasta hace una semana, cuando al fin vino por ella, en carro de Sitio, la madre. No se bajó del auto. Esperó, que cargaran el camión de la mudanza (no tenía refrigerador, ¡ah!, pero sí tele) y a Sara con una maleta, para llevársela. Se veían bien.

 Ayer, supe que internaron a su mamá. Le digo, qué gente tan irresponsable. Pobre señora, pero pues… ¿estará pagando lo que hizo?

 -No creo. Así no funcionan estas cosas. ¿Quién vive ahora en esa casa?

 -¡Sabe!, parece que alguien más renta el departamento. Solo que ya se le quedó el nombre: “La casa de Sara”.



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