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Indefensas memorables

Indefensas memorables
Fue un día de primavera cuando el sol brillaba en todo su esplendor

Publicación:27-06-2020
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Murió la que se arrastraba, mientras nacía la que emprendería el vuelo

La Maricruz

Carlos A. Ponzio de León

      A la Maricruz le gustaba escuchar música clásica, se le esponjaban las escamas cuando tocaba en la bocina las oberturas de Domenico Cimarosa, el compositor italiano del siglo XVIII. La Maricruz se me acercaba a donde estuviera sentado, diciéndome: anda, ponme de tu crema, y agarraba yo la Nivea y se la embadurnaba en la piel para que le quedara brillosa, lustrada, como si quedara lista para ser captada por la cámara de la alfombra roja en la entrega de los premios Óscar.

      Había una conexión especial entre la Maricruz y yo. Lo podía notar en su cresta, que la recorría con mi mano desde su cabecita hasta la cola: y ella me respondía: se movía de arriba a abajo pidiendo caricias y más crema Nivea. Con sus patas cortas se meneaba como si fuera calzando botines de anguila. Y cuando subía una de sus manitas a mi brazo, yo percibía que deseaba esconder sus garras afiladas para poder acariciarme sin hacerme daño.

      Su papada, blanda como césped tupido de hojas y pétalos de rosa, era el lugar perfecto donde depositar mis besos. La Maricruz movía la cola: delgada y fina, como si dibujara la línea del horizonte frente al mar. Ante mis besos, ella exhibía, estuviera quien estuviera presente con nosotros, su ritual de cortejo. Así era el amor que sentíamos el uno por el otro. Emitía su resoplido, inflando la papada, moviendo su cabeza de arriba a abajo con fuerza, como preparándose para cantar una escena de la ópera “El matrimonio secreto”, de su compositor favorito: Domenico Cimarosa. A esa iguana, yo la quería como a mi alma: tantas cosas que compartíamos.

      Luego vino el llamado de emergencia por la pandemia del COVID-19. Una tercera parte de los médicos que estábamos libres de guardia en el hospital, fuimos llamados a movernos a Oaxaca y Veracruz para atender las necesidades de la población bajo la enfermedad. Aunque el clima para la Maricruz era más propicio allá que aquí, no podía llevarla. Yo estaría ocupado durante días completos, durmiendo en el hospital que me fuera asignado: no me dejarían introducir a la Maricruz en él.

      Dejé cilantro fresco y hojas de nabo, suficientes para dos semanas, acomodadas en su plato. La última noche dormimos escuchando las sonatas para órgano de Domenico Cimarosa y le pedí a mi vecino de al lado que, si yo demoraba, le comprara a la Maricruz más vegetales frescos en el mercado. Le dejé las llaves del departamento y dijo entender las instrucciones. El vecindario entero supo que me iba; pues por la mañana, al partir con mi pequeña maleta, los niños que jugaban en el patio central de la vecindad me gritaron: “¡Adiós, doctor; nosotros le cuidamos a la Maricruz!”.

      El serpenteo del camión que me llevó a mi destino no evitaba que, de alguna manera, pensara en mi iguana. Por el camino observaba la vegetación de los cerros e imaginaba en lo felices que podíamos ser pasando juntos un domingo en uno de ellos: La Maricruz comiendo hojas de los árboles y yo cantando alguna aria de Cimarosa a pecho tendido bajo el cielo abierto que nos observara.

      Los primeros días en Veracruz, sin embargo, que pensé serían eternos sin la Maricruz, pasaron rápido. Ver tanta enfermedad en el hospital, atiborrado de pacientes, me dejaba exhausto, sin descansar y sin pensar en ella. Pasaron las primeras dos semanas y apenas y fui consciente. Sin acceso al celular en el hospital, tampoco me di cuenta de que este, adentro de mi maleta, se había descargado, y que había yo olvidado traer el cargador. La situación de pandemia, como ustedes saben, se extendió mucho más de lo que se tenía previsto, y a los médicos nos retrasaron el regreso durante meses.

      No sé qué tantas semanas pasaron antes de que yo emprendiera el retorno. Mi estancia en Veracruz, poco a poco se fue haciendo larga y cada vez me sentía más cansado de las muertes. Con frecuencia, intentaba consolarme pensando en la Maricruz y mi vuelta a la ciudad. Hasta que llegó el bendito día en que nos permitieron regresar: cuando los semáforos sanitarios cambiaron a sus colores de menor riesgo.

      Al llegar al vecindario, percibí un entorno lúgubre. Y así había sido: uno de los viejos habitantes del edificio, se había contagiado y no sobrevivió. Entré a mi departamento y noté el silencio. El espacio vacío. Volví a salir en busca del vecino y en ese momento, un niño que corría por el pasillo hacia el patio de juegos se quedó paralizado al verme. Luego caminó despacio, como intentando no hacer ruido, mirando al piso, evadiendo todo contacto visual conmigo.

      Toqué a la puerta de al lado y el espanto fue inmediato. ¡Doctor, estás vivo!, exclamó mi vecino llevándose las manos a su rostro. Balbuceaba mirando de un lado a otro, jadeando, hasta que pudo completar una frase: ¡Pensamos que ya no regresarías! Te creíamos muerto. Fue un momento de desesperación. Nadie tenía trabajo, la comida escaseaba… ¿Cómo te lo digo, Doctor? No sé explicarme… Fue una decisión del vecindario. La Maricruz… la cocinamos… estaba muy rica… moríamos de hambre… Y el hombre hablaba sin parar… y yo ya no escuchaba, solo sentía las mandíbulas trabadas y las lágrimas de mi coraje rasgando mis mejillas.

La María Ana

Olga de León González

 Murió la que se arrastraba, mientras nacía la que emprendería el vuelo. Así mismo sucedió. Fue un día de primavera cuando el sol brillaba en todo su esplendor. Tuvo a la selva entera por hábitat, esa fue su casa primera en el mundo de la libertad y el viento, los aromas y sonidos: el mundo del movimiento externo. Las copas de los árboles fueron su cuna; las nubes de día y las estrellas de noche, las cobijas que la arroparon fuera ya de su claustro en el que se fraguó su destino.

 Era tan hermosa, tan ligera y tenía tantas ansias por vivir… que se olvidó de lo que había sido su vida antes de tumbarse de encima el lastre de no ser. No ser lo que siempre había anhelado: el vuelo de un sueño vuelto realidad.

 Mi mariposa, sin embargo y a pesar de ser sabia en otros sentidos, no sabía que su tiempo de vida alada sería muy corto. Menos quizá que cuanto duró encerrada en su caparazoncito, protegida casi de cualquier enemigo. Y, a pesar de haber empezado arrastrándose por el suelo o los troncos y ramas de los árboles, una vez que tuvo sus alas no olvidó su humilde origen, por lo que siempre se mostró piadosa con los que sufrían o eran maltratados por otros animalitos, incluido el hombre mismo como villano.

Así que cuando supo la historia y el final en el que acabó La Maricruz, no pudo menos que lavar su tristeza con lágrimas y más lágrimas. Lloró tres días seguidos. Hasta que decidió no sufrir más, y planear cómo ayudar a los desvalidos y a los injustamente tratados.

 Salió al mundo, la mariposa que se hizo llamar Monarca, para conseguirse cierta autoridad, y así respetaran sus decretos en el bosque y la selva, tanto como en el desierto, los océanos y la estepa o las cumbres y picos más altos del mundo. Mientras viajaba del Norte a tierras y climas cálidos o templados, desde las alturas veía con cuidado si alguna injusticia sucedía a su paso.

 Pobre e ilusa mariposita, olvidaba que era tan pequeña… y el mundo, tan grande e injusto.

 Mas he aquí que una niñita, igualmente pequeña e insignificante para los potentados que dominaban las Comarcas y dictaban las leyes, supo de la hazaña de la mariposa, a quien llamó María Ana, y se fue a buscarla para ofrecerle su apoyo en todo cuanto hiciera ella u otro ser pacífico y altruista, a favor de las causas de la vida y defensa de los desvalidos.

 La niñita tuvo una idea que quiso transmitirle a la Monarca: Cuidemos un espacio en el mundo donde todas ustedes puedan pasar los crudos inviernos, sin morir… y hagamos lo propio con cada especie diferente, yo hablaré por ustedes en cada comarca o nación. Crearemos fondos para el bienestar de los mayores, y para los infantes de familias muy humildes…  Y, a jóvenes que necesiten de un empleo, les daremos la tarea de construir viviendas y hospitales, escuelas, campos de cultivo y mercados populares... Cada cual hará lo que sepa y pueda, o le enseñaremos a hacerlo.

 Apenas terminaba la niña su introducción al gran plan, cuando todas las mariposas Monarca empacaban ya de regreso a sus tierras frías…

 Por desgracia, ideas hay muchas, pero el tiempo es limitado, implacable y un gran tirano… A veces, no se alcanza a decir ¡buenos días!, cuando la noche ya está cayendo. Esta pandemia, ha trastocado todo, al tiempo creo que lo ha recortado y alrevesado; también se llevó a mi María Ana, demasiado pronto…

    



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