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Huidas impostergables

Huidas impostergables
Y cada una sola, en su ciudad y su país de residencia, siguió riendo, sonriendo y disfrutando su reencuentro.

Publicación:20-06-2020
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La vida era tan sencilla entonces, con una aspiración larga

La mejor misa

Olga de León G.

      Ana y Martha solían ir a misa los domingos a San José Apóstol, a las cinco de la tarde. Cada una salía de su casa y se veían a la entrada del templo antes de que la misa empezara. Antes de que el servicio religioso terminara, se iban a la placita del centro del pueblo, se compraban una nieve y daban una o dos vueltas al quiosco, luego se sentaban a platicar y ver pasar al resto de las jóvenes que daban más de cinco o seis vueltas luciendo su figura y sus vestidos; mientras, los muchachos recargados en los autos estacionados en la acera de la plaza, deleitaban la vista y esperaban que pasara la que les quitaba el aliento y el sueño en las madrugadas de fin de semana.

      Era la rutina de los domingos. A las dos amigas, eso les parecía un tanto aburrido y ridículo, por aquello de quedar expuestas como una mercancía para que los varones eligieran a quién hablarle. …Y elegían. Claro que ellas ya sabían quién de los chicos se les acercaría y les haría plática, hasta que accedieran a que el joven las pretendiera, para luego de una semana o dos (¡cuando mucho!) se convirtieran en novios.

      Las amigas realmente disfrutaban el tiempo que pasaban juntas, que no era mucho, pues ambas tenían su semana muy ocupada en distintas tareas, además de las del colegio, en algunas de lo que ahora se conoce como actividades extracurriculares: clases de piano y de pintura o danza…

      Precisamente, las niñas se conocieron en la casa de Ana, a donde Martha ocurría a tomar clase de piano con la mamá de quien sería su amiguita por muchos años. Ana tenía un año y un par de meses menos, once, y Martha, doce, cuando empezaron a platicar después de las clases de piano, y de una manera natural descubrieron que tenían mucho en común: les gustaba leer cuentos para niños, poesía, algo de filosofía, y luego, entre los quince y los dieciséis, ya leían a Sartre, Camus, Hesse. Disfrutaban de sus charlas y reían mucho.

      La vida era tan sencilla entonces, con una aspiración larga, dijo Martha a Ana, por el auricular.

      Sí, pues he aquí que cincuenta años más tarde, las amigas se reencontraron virtualmente, gracias a las benditas redes sociales. ¡Tantos años sin saber una de otra! Y un día, Martha vio el nombre de Ana en una felicitación de cumpleaños que hizo a otra amiga común… De ahí surgió el hilo que  las llevaría al reencuentro.

      Los grandes problemas, añade Ana, se reducían a que nuestra amistad no era aprobada por alguna de las mamás de nuestras amigas, aunque a ellas no les importaba mucho la censura de sus madres. Sabia fue Paty, entre otras amiguitas, que nos conocía muy bien, dijo Ana. Sí, porque nos sabía leales, justas y defensoras de los oprimidos y maltratados.

      La absurda catalogación de mala influencia, fue una entre muchas otras anécdotas del reencuentro de Martha y Ana.

      ¡Cómo!, ¿eso le decía su mamá a Paty? Pero, si éramos unas “hüercas”.

      Pues sí, pero ella decía que éramos comunistas… Dice Ana, soltando una alegre carcajada.

      ¡Qué cosas, amiga! No lo fui, no lo soy ni lo seré jamás, contesta Martha. ¿Será que alguna gente ignorante, reaccionaria, medio rica y totalmente descerebrada, así considera a los que sí leen, a los humanistas y cultos? Ahora, rieron mucho más, ambas.

      Por teléfono la charla duró casi tres horas, cuatro intentos de despedida y un final que no podrá quedar como final. Se pusieron un poco al corriente de sus respectivas vidas y se prometieron volver a llamar y en cuanto la pandemia termine, o sea posible viajar, verse personalmente.

       Lo de la misa fue una anécdota que una de las amigas había olvidado. ¿Recuerdas que nos salíamos de la misa, a la mitad?, preguntó Ana. Y Martha le contestó: el humo del incienso me ahogaba, no podía respirar, por eso no aguantaba la misa completa.

      -Pues sí, y nos salíamos… He aquí por qué la mamá de Paty decía que éramos comunistas: “teníamos el diablo dentro”. Ambas soltaron sonoras carcajadas y así terminaron la charla ese día. Y cada una sola, en su ciudad y su país de residencia, siguió riendo, sonriendo y disfrutando su reencuentro.

Entre las hojas de los árboles

Carlos A. Ponzio de León

      Ramiro considera ir al cine: caminar un largo trecho para meterse a una sala de proyecciones a vivir una historia ajena; hace años que no lo hace. Busca en la cartelera una película de aventuras, que lo transporte al mundo donde pueda sentirse un héroe. Lo necesita. Además, en su realidad diaria, el trabajo lo consume de lunes a viernes, como la luz del sol al papel: quitándole su brillo y endureciendo su esencia para siempre.

      Compra el boleto en la taquilla y camina sonriente porque le esperan dos horas de sueños imaginarios que le harán sentir que su vida se ha transformado. Recuerda que tuvo una semana difícil. El miércoles salió enojado de la oficina; el proyecto que prepara no se dejó terminar y concluyó sus tareas tarde. Se dirigió luego al Metrobús, a una hora en la que la gente se amontona y empuja para lograr subir al vagón. Un hombre lo impulsó y le metió un codazo. Ramiro hizo lo mismo, como acto reflejo. El bribón aquel le soltó un puñetazo directo en la cabeza y de paso le fracturó el meñique cuando Ramiro quiso protegerse el rostro; terminó en el hospital, con la mano enyesada.

      Dejará de tocar el ukulele por las noches, al llegar a su casa del trabajo. La recuperación le tomará un mes, más el tiempo requerido para recobrar la agilidad que ya ha logrado. No es un instrumentista profesional; pero tocar le trae una hora diaria de satisfacción que compensa toda la insatisfacción del trabajo. Esa felicidad nocturna se ha acabado por lo pronto.

      Se mete a la sala del cine sabiendo que él, proyectándose en la historia de la película, será el héroe que al final acabará con el malvado: el mismo mugroso animal que lo golpeó en el Metrobús: imaginará que ambos villanos son el mismo. Pero ello no evitará que, en adelante, se estrese cada vez que deba abordar el colectivo cuando venga lleno de gente. Para subir al transporte público, en adelante esperará sentado en una banca de la estación a que el tráfico de gente se reduzca. Por eso hoy ha preferido caminar al cine, en lugar de ir en Metrobús.

      Una vez sentado, se da cuenta de que cometió el error de comprar palomitas; olvidó que le provocan una sed inmensa. Lo hace consciente cuando la película ha avanzado diez minutos y él ha terminado con media bolsa; cuando la urgencia de agua ya es insoportable. Se debate entre salir de la sala e ir a comprar un refresco, o quedarse sentado para no perderse ni un segundo de la historia que espera con ansia. Cruza una pierna y decide permanecer. Pero los labios comienzan a secársele. Siente una lágrima a punto de brotar, y que se le forma una herida salada en la lengua. Ha dejado de comer para colocar la bolsa de palomitas en el asiento junto al suyo.

      En la pantalla observa una escena en el metro de Nueva York. Los vagones van atiborrados de gente, cuando una persecución se desata de un vagón a otro. A Ramiro le comienzan a temblar las manos, a invadir el miedo.

      De pronto: patadas y puñetazos. El susto provoca un acto reflejo: Ramiro golpea con una pierna el asiento delante a él. El hombre ahí sentado se levanta enojado y le reclama; Ramiro no sabe qué decir a ciencia cierta, por los nervios; pero intenta disculparse. Poco a poco, nuevamente: la calma: el hombre vuelve a su asiento y la consciencia le recuerda a Ramiro... la insoportable sed. Esta vez, no lo duda. Se levanta y sale de la sala, luego del cine; busca una tienda dónde comprar agua embotellada. La encuentra bajo un anuncio luminoso. Bebe dos litros de agua purificada, casi sin respirar… e inmediatamente: las ganas de ir al baño, el sentimiento de frustración, el largo camino de regreso a pie.

      Hasta que algunas lágrimas destilan sus ojos. No ha podido transportarse al mundo de los héroes. Tiembla de coraje. No lo puede evitar: una pequeña mancha húmeda pinta su pantalón cerca de la bragueta. Ramiro comienza a caminar a paso normal; luego, más despacio. Admite lo que tiene que admitir: que está muerto del miedo, que no fue un héroe… y se da por vencido: Como un huracán que se deshace entre las hojas de los árboles.



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