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Destinos en el espejo

Destinos en el espejo
Nadie me esperaba, ni deseaba que nadie llamara por teléfono. Apagaría el celular.

Publicación:04-07-2020
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Una ligera brisa, soplo divino o caricia del cielo se sentía aún, cual prolongación de una madrugada fresca

Entre hormigas y alacranes

Carlos A. Ponzio de León

            “¿Dónde estuviste anoche?”, me pregunta Lorena con cierto cinismo, al encontrarme en la mesa de la cocina por la mañana, desayunando un par de huevos con chorizo y con los pantalones llenos de tierra. “Como si no lo supieras”, me hubiera gustado responderle sin remordimiento; pero le digo: “con mi madre”. Supongo me preguntará cómo la encontré; pero me dice, mientras sale de la cocina con un vaso de leche en la mano: “me saludas a mi querida suegra la próxima vez que la veas”. En realidad, Lorena no tiene la más mínima idea de dónde pasé la noche: aseguraría que estuve con Carolina, mi amante. Pero, a la vez, se las huele que ella y yo tenemos problemas.

      Mi relación con Carolina comenzó hace dos años, cuando yo sospechaba que Lorena, mi mujer, coqueteaba con uno de sus compañeros de trabajo. Se comunicaban seguido. Si ella lo hace, yo también puedo, y voy a engañarla, me dije encolerizado. De ahí nació mi relación con Carolina, a quien conocí en un restaurantito donde solía yo comer los días de trabajo. Ella era una mesera atractiva, con tres hijos de tres hombres distintos, con quienes había mantenido relaciones que, para entonces, ya habían terminado. Carolina era el sostén único de su casa. Llevaba una vida miserable de sacrificio que me fue fácil alegrar con un poco de cariño.

      Luego de dos años, se embarazó. Un maldito castigo de Dios. Yo no me podía hacer cargo del niño económicamente y Carolina, menos. Sucedió a las pocas semanas de que Lorena también resultara embarazada: ahora lo sé: de una niña.

      Con la pandemia, Carolina y yo dejamos de vernos. Nos comunicábamos únicamente a través de mensajes por celular. Las pocas veces en que yo salía de la casa para marcarle por teléfono, terminábamos peleando. “Te estás haciendo del tamaño de una hormiga”, me dijo un día, porque tuve que decirle que no podía pagarle el aborto en el hospital. “Pídeles un préstamo a tus hermanos, luego vemos cómo les devolvemos el dinero”, le respondí.

      Dejó de contestar mis llamadas. Me escribía amenazando que iba a tomar hierbas para provocarse el aborto. La famosa ruda. “Es muy peligroso; pide dinero”, le contestaba yo de regreso. Hasta que suspendió los mensajes. Pasaron algunos días y mi desesperación se infló. No concebía que fuera a provocarse el aborto en frente de sus hijos. Necesitaba ayuda y yo no encontraba la manera de proporcionársela. Hasta ayer, por la tarde. Le dije a Lorena que saldría a dar un paseo en el auto; pero fui a buscar a Carolina.

      La encontré encerrada en su recámara, ensangrentada, físicamente deshecha, sin poder moverse, con el feto en el piso junto a la cama. “Envuélvelo en una toalla y entiérralo”, me dijo ahogándose en lágrimas.

      Encerré a sus hijos en un cuarto y les pedí que esperaran hasta que yo volviera. Ayudé a Carolina a bañarse y cambié las sábanas de su cama. Al final, dijo que ella hablaría con su hermano menor para que fuera a ayudarla con el resto. Cuando sus hijos entraron a verla, Carolina estalló en llanto, como la erupción simultánea de varios volcanes a lo largo de una cordillera: una explosión de gritos tras otra.

      Yo salí con el feto de un hijo; mi hijo no nacido, y anduve en el auto sin poder controlar el dolor en el pecho, sin saber a dónde ir, sintiendo el rodar de las llantas como si fuera mi cuerpo el que se restregara contra el pavimento: Y así anduve, perdido entre las calles, hasta que me detuve frente a un parque. No sé cuánto tiempo me quedé ahí, ido, tan vacío y a la vez tan lleno de lágrimas y ardor en el estómago.

      Al terminar de vaciar el llanto, encendí el auto y me dirigí a la carretera rumbo a Laredo. Tomé alguna de las entradas de terracería en el camino y luego de algunos minutos, bajé del auto con la llave de gato para cambiar neumáticos. Hice un pozo como pude, a golpes de piedra y patadas sobre la tierra seca y dura. Aunque las ampollas no tardaron en formarse, no me detuvieron. El dolor en el pecho me obligaba a continuar.

      ¿Cómo voy a amar a mi hija con Lorena, después de esto?, me perforaba la mente y el corazón preguntándome.

      Al finalizar, lo dejé ahí, sin saber exactamente dónde, tapándolo con la tierra misma que había sacado, sin haber podido regalarle más que un pozo oscuro y erosionado en un monte, de treinta centímetros de profundidad, lleno de hormigas y alacranes.

     

Entre nubes grises y brisas suaves

Olga de León González

 La mañana era espléndida, sin demasiado calor. Amaneció el día con un sol reluciente y el viento soplando suavemente, moviendo los follajes sin dejar caer los pétalos de las flores. Una ligera brisa, soplo divino o caricia del cielo se sentía aún, cual prolongación de una madrugada fresca.

 Me levanté a la hora de costumbre, a las siete de la mañana, a pesar de ser fin de semana. Quería estar arreglada para cuando me cayera el chaparrón de preguntas de mi marido. Me había duchado en la madrugada, antes de meterme a la cama a dormir.

 Anoche regresé algo más tarde de lo que le anunciara a Raúl, que llegaría, casi a las tres de la madrugada. Él sabía bien en dónde estaba y qué hacía: trabajar, solo trabajar, para llevar algún dinero extra al hogar.

 Esa mañana se levantó casi una hora más tarde, de manera que para cuando entró a la cocina, el café estaba hecho y doña Lala ya estaba preparándonos el almuerzo acostumbrado en sábado: Machaca con refritos, jugo de papaya con naranja y unas gotas de limón y tortillas de harina recién hechas: … para el señor, me dice; y para usted, ya tengo las de maíz.

 Por mi parte estaba yo terminando un guacamole y una salsa. –Buenos días, amor (lo saludé al llegar él hasta el desayunador). –Buenos, -me contestó; sin mirarme.

 Malo, muy malo el cuento, pensé. Habrá pleito, nubarrones o por lo menos una fuerte discusión. Nada de eso pasó. Terminamos de almorzar y él me avisa que saldrá, que estará fuera todo el día… que tenía asuntos pendientes… Por último añade: “No sé a qué hora regresaré, no me esperes despierta”.

 Para mis adentros, musité: esto estuvo perfecto, así es mejor, sin cuestionamientos ni discusiones… Seguramente ya va entendiendo que lo nuestro se ha terminado o está a punto de…

 Salió de la casa, y yo también a las dos horas, después de hacer algunas llamadas y darle la salida temprano a Lalita, bien que lo merecía, trabajaba en casa hasta en domingo cuando yo se lo pedía… ¡Claro!, le pagaba el día al triple. Pero, ahora con lo de la pandemia, ella era una bendición, nadie en su familia se había enfermado y ella misma era muy precavida con el uso del cubre boca y nariz y el gel que yo le regalaba cada quincena; además yo la traía los lunes y la regresaba a su casa el viernes o sábado, según fuera necesario. Hoy no sería así, tendría que regresarse en el uber que llamaría desde la casa, pues yo tenía el tiempo corto.

 Manejé durante poco más de media hora antes de llegar a mi destino. En el trayecto pude ver que el cielo se ensombrecía: gruesas nubes grises cubrieron mi camino y adentro del coche parecía haber caído la noche, cuando apenas era medio día.

 Mis ojos se nublaron y las hermosas estrellas brillantes, que la noche de anoche contemplaba sonriendo desde la ventana de mi recámara, se borraron de mi mente y mi recuerdo.

 Llegué hasta la dirección, al edificio que buscaba. Estacioné el coche, descendí y me dirigí al ascensor dentro del estacionamiento. Subí al piso número nueve y me anuncié en la recepción.

 Una señorita muy amable y formal, me pidió que tomara asiento, en diez minutos me haría entrar a la oficina. La cita la hice una semana antes y confirmé mi asistencia esa mañana, después de que mi marido se fue a sus ocupaciones extraordinarias, ¡en sábado!

 Aún no habían transcurrido los diez minutos, cuando la misma señorita me llamó y me dijo que podía pasar. Entré y saludé a quien se levantó para recibirme: Buenas tardes, doctor Balcázar. Pase usted… tome asiento por favor… Y, empezó él: No vamos a batallar: acaba de salir de aquí mismo, su esposo.

      Vino acompañado de una mujer más joven… y embarazada. Me dijo que estaba dispuesto a pagarle a usted la cirugía estética y concederle el divorcio en las mejores condiciones. Yo no sabía que él estuviera enterado… Tampoco yo, doctor.

 Entre nubes grises, rayos y truenos viajé de regreso a casa. Nadie me esperaba, ni deseaba que nadie llamara por teléfono. Apagaría el celular.



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