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Cuentos de soñadores despiertos

Cuentos de soñadores despiertos
Y la levedad

Publicación:14-03-2020
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Y bajó repentinamente, no porque quisiera bajar, sino porque el viento la hizo regresar

Con los ojos bien abiertos

Olga de León González

Y bajó de las alturas en donde andaba. Ya se había quedado demasiado tiempo por allá, escuchando las cuerdas de instrumentos de metal y algunos de madera, que daban creación y paso a sonidos de gran belleza acústica. La vida entre las nubes, el azul cielo y el viento que a ratos se movía como meciéndolo todo, y otros se quedaba estático, cubriendo con su manto térmico lo que estaba a su alcance, fue para ella una especie de ensoñación. Esa vida la proyectaba a un mundo idílico, un mundo irreal, pareciera que la vida fuera otra y la misma vida, una… ¡de gloria y de paz!

Y bajó repentinamente, no porque quisiera bajar, sino porque el viento la hizo regresar. Ya con los pies en la tierra y despojada de las alas que arriba tuvo y disfrutó, empezó a sentir el peso de su pasado, y entendió claramente lo poco que aprovechó cuanto había aprendido. 

Ahora, vino su hora del reencuentro con la que fue, y con la que sería o debería ser, después de la caída… Si es que aprendía a caminar sobre piso firme y pulido, tanto y tan bien, como sobre superficies desconocidas, erosionadas y plagadas de vacíos y baches que abundaban en la tierra y las que era necesario subsanar: ¿quién lo haría?, ¿quién llevaría a cuestas tal obra y la magnitud del compromiso para enfrentar lo que se podía hacer, y determinar lo que no era posible realizar.

Despertó por la mañana del día siguiente de su llegada, muy temprano, apenas si cayendo los primeros rayos del sol. Se dio media vuelta en la cama y, sin abrir aún sus ojos, tocó el resto de la superficie firme y fresca, demasiada frescura… seguro estaba acostada ella sola. Sí, así era. Había olvidado que él ya no vivía a su lado. Alejó el pensamiento nostálgico que amenazaba con invadirla y se ocupó del presente. Se sentó hacia el borde de su lado de la cama, respiró lenta y profundamente dos veces, movió su cuello y cabeza de un lado al otro en dos ocasiones y estiró las piernas dirigidas por las puntas de sus pies, cuatro veces. Estaba lista para incorporarse y caminar hacia el baño -primero- metiendo los pies en sus pantuflas a un lado del tapete azul a un lado de la cama.

No alcanzó a meter el pie izquierdo en la afelpada pantufla. Quiso sostenerse de la cómoda y, con el pie izquierdo en el tapete, hacer fuerza por mantenerse erguida: imposible: la pierna izquierda no pudo y la derecha ya estaba sin fuerza, bajó su vista y alcanzó a ver su pie derecho completamente blanco y lo sintió helado. Fue lo único que sintió: un bloque congelado. El color blanco del pie se iba subiendo lentamente y ya hasta tobillo y media pantorrilla izquierdos, estaban como hoja de papel sin tinta, sin sangre. 

No cayó al suelo, porque estaba al borde de la cama… Hizo un gran esfuerzo y soportando el inmenso dolor que le recorrió todo el lado derecho, desde la espalda lumbar hasta la punta de los dedos, pero detenido y aferrado también a su pantorrilla, tobillo y pie de ese lado derecho… apretó sus labios oprimiendo el de abajo con el labio superior y ayudándose con las manos y los brazos, subió de nuevo ambas piernas a la cama: no se levantó en todo el día, el dolor la venció esa vez. 

La caída le trajo serias consecuencias. Olvidó que era de carne y hueso y no de viento, ilusiones y sueños como en el cielo. Cuánto extrañó, en ese momento, su vida sana, ligera y feliz. Creyó que bastaba con tener corazón y anhelos, para alcanzar desde la tierra un sueño.

Pasó el resto de sus días viendo desde la ventana de su recámara hacia afuera y esperando que un milagro sucediera. Una tarde, pasó a visitarla una amiga de toda la vida y ella vio en los ojos de la amiga, por más que los desviara, una nube gris que cubría lo que pensaba mientras le hablaba con esforzada alegría. Y, aunque giró su rostro y sacudió su cabellera roja, para que ella no viera el arroyo que amenazaba con salir de su cauce, de las cuencas de sus ojos, por la amiga ahora incapaz de caminar sin sentir un fuerte dolor.

¿Cómo se aprende a vivir dependiendo de otros?, cuando desde pequeña aprendió y se le educó a ser libre e independiente. ¿Cómo soportar esa dependencia, esa disminución?, quien siempre dio apoyo y fue sostén para quien la necesito en algún momento de su vida...

El cielo seguía arriba, ella lo veía a diario. Jamás se cayó desde esa altura que linda con el infinito. Solo se cayó de la cama, mientras soñaba que era un ángel y que con sus alas cruzaba el horizonte y llegaba a su terruño, donde tanta falta hacía el amor, la paz y la concordia, no entre los mismos -que eso ni chiste tenía- sino con los contrarios, los que pensaban diferente. Algún día, ¿los hombres y las mujeres estarán en paz y sentirán verdadero  “Amor por el prójimo”?

Lo más difícil no es perder algo, sino aprender a vivir sin ello. Y aprender siendo feliz con las circunstancias nuevas. Un mundo nos separa de nosotros mismos: el que vive en nuestros sueños y el que es real, en la vida, y con los ojos bien abiertos.

El éxito del dolor

Carlos A. Ponzio de León

      Concentrado en la pantalla de su laptop, Jaime buscaba la manera de mejorar el código computacional que escribía. La sintaxis quizás podía ser más simple y abierta, más cálida, más humana. Redactaba el cuestionario inicial para un terapeuta virtual, lo cual implicaba construir un árbol de decisiones que llevaran al diagnóstico del paciente y la prescripción.

      Concentrado en el código, de pronto, Jaime se bloqueó. Movió rápidamente su vista de la pantalla a su par de zapatos, de vuelta a la pantalla y nuevamente a su calzado: tenis de tres colores, azul, beige y blanco, formando tres triángulos que unidos, llenaban la zapatilla.

      La vuelta de su mirada a la computadora fue espontánea. Había surgido una idea a partir del hilo que pudo jalar a través de una palabra: dolor. Pudo rastrear las mejoras que había logrado en su vida, a partir de dolores emocionales sufridos, de la cura que había alcanzado a través de la música y de la consciencia que conseguía, luego de profundizar en sus propios sentimientos, recostado en la sala de su casa, escuchando música clásica que le parecía triste: algunos de los movimientos de los Conciertos de Brandenburgo de Bach.

      Solía escucharlos a un volumen alto, empatando su sentimiento y las palabras que pronunciaba poco a poco, a un volumen bajo. Su sala era amplia, de paredes verde oscuro que, con las luces apagadas, daban la sensación de estar en un espacio sin límites. Podía sumergirse en sus tiempos de estudiante de la carrera de sistemas computacionales, en la imagen de su novia que nunca se convirtió en su esposa, luego de que él llegó a profesionista.

      Miraba a su alrededor, no a su contorno físico, sino al ambiente que había vivido durante su juventud, cuando era admirado por sus buenas calificaciones. Pensó en la noche en que él decía haber perdido la virginidad, junto con su novia. Él era de la idea de que había ocurrido en el departamento de un compañero, un día en que aquel había salido de viaje y le había prestado las llaves. Cristina decía que más bien había sucedido en casa de su abuela. No se ponían de acuerdo, casi treinta años después.

      Ahí podía estar él, durante horas, en la sala de su casa, recostado en un sillón para tres personas, con las luces apagadas, escuchando una melodía de Bach en tonalidad menor, angustiado, y celoso por los novios anteriores a él. Y ahora, a los cuarenta y dos años, por supuesto que ya no le preocupaba; pero esa música solía recordarle el sufrimiento que había vivido entonces.

      Jaime entendió que la música era la misma; pero él había cambiado; y, sin embargo, aquellos sonidos le traían algo del viejo dolor. Una aflicción muerta bajo el peso de la consciencia, pero que seguía afectando al pulso de su corazón. Pensó en Cristina, en su sonrisa de los dieciséis años. En una fotografía que había ya perdido, pero que en aquel entonces recibió como regalo de ella, en traje de baño. Y en los celos y el manicomio que estos abrían para su ser.

      Y entonces, el alivio. La decisión que tomó. La consciencia. Abruptamente: la idea completa para su terapeuta virtual, lo que lo había lanzado con éxito al mercado de las tecnologías de la información. Así es que ahora, frente a su laptop, la música de Bach y el recuerdo del dolor le permitían escribir el código computacional más humano que jamás había sido redactado en la historia de los sistemas. El éxito commercial rotundo.



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