banner edicion impresa

Cultural Más Cultural


Cuando las cosas van llegando

Cuando las cosas van llegando


Publicación:14-11-2020
++--

Para el niño que nunca muere, ese que todos llevamos dentro, invento un poema que me recuerde cuando sea viejo

Fibras de cielo

Carlos A. Ponzio de León

Fue así: mis verdes ojos giraron sobre sus órbitas y mis labios se estiraron intentando comerse el sol. Era pleno invierno en Nueva York y la nieve se congelaba pegada al asfalto, pero yo comencé a sudar bajo la chamarra de cuero, mientras mi rostro se estiraba, adelgazándose, listo para soltar un grito tan desesperado como el del cuadro de Edvard Munch. No sabía qué hacer en ese momento, ni cómo enfriarme, habiendo tanta nieve afuera: cómo tirar una red sobre ese joven que tenía frente a mí. El seguía absorto en su portafolio, mostrándome sus pinturas; yo no podía permitir que pudiera escapar de mis manos, que saliera de la galería sin un contrato. Así me sentí hace veinte años, cuando lo conocí.

Él tenía veinticinco. Toda su vida la había pasado en un pequeño pueblo de Noruega. Llevaba veinte años pintando. Comenzó en kínder, a los cinco de edad. La maestra tenía al grupo pintando en el piso del salón. Ragnar dibujaba la típica casa con jardín y árbol, y afuera, su madre. El niño junto a él se puso de pie y en ello, tiró absolutamente todos los botes de colores sobre el pedazo de papel que aquel usaba. Ragnar quedó fascinado, iluminado por la luz que lo guiaría el resto del camino: La pintura expresionista. Su compañerito lloró sin consuelo. De inmediato, Ragnar le ofreció su propio dibujo, a cambio de quedarse con el chorreado de aquel.

El niño no quiso, pero Ragnar se ofreció a regalarle el pase que sabía, su madre había ganado para llevarlo a un programa infantil de televisión en la capital, con un famoso payaso. El compañerito entonces aceptó y Ragnar llegó a casa con dos dibujos: tanto el hogar con jardín, como la pintura expresionista. A su madre le llamó la atención la historia, cómo Ragnar se había hecho de la imagen. Lo inscribió a clases privadas de pintura.

Desde el primer día, asombró al profesor. Ragnar trabajaba al menos treinta minutos al día, desde entonces. Para cuando llegó a preparatoria, abandonó los estudios: comenzaba a vender cuadros en la capital de su país, esporádicamente, y su madre no se opuso, pensó que sería temporal, ella pasaba por un mal momento económico. Cuando Ragnar llegó a mi galería, era la primera vez que él se encontraba fuera de Noruega. Buscó en internet y le gustó el concepto. Yo no tenía la galería más famosa del mundo, pero podía ayudarlo a llegar a donde él quisiera. 

El camino no iba a ser sencillo. Habiendo crecido en un pueblo pequeño y sin educación formal, aislado y sin recursos económicos, se le había dificultado conocer de movimientos contemporáneos. Un asunto es: ver fotografías de pintores por internet, y otra: enfrentarse a los cuadros vivos, en tamaño real, dentro de un museo o galería. Para eso tuve que guiarlo. Rentarle un espacio pequeño en los barrios pobres de Nueva York. Alimentarlo de bastidores, pinturas y comida, durante los primeros dos años. A cambio de obra que, aunque a mí me parecía fantástica, era difícil saber si el mercado estaría listo para ella. Tantos pintores maravillosos que no venden un solo cuadro en vida, comenzando por Van Gogh. Y en estos tiempos, ¡muchos más!

A los dos años comenzó a vender pinturas. Tres años después, estalló su éxito comercial: pero también explotó uno de sus grandes problemas: las amistades que no lo dejaron trabajar. Dejó de levantarse para pintar. Comenzó a acceder a todo aquello que le estuvo vedado por treinta años. Las chicas, los intelectuales interesantes, el alcohol y las drogas. El declive fue total. Tenía obra qué realizar: que se había comprometido a entregar durante los siguientes dos años, y no trabajó en ella. 

Hasta que sucedió su accidente. Una madrugada, bajo un estado de consciencia totalmente alterado, cayó por las escaleras del edificio, al salir de una fiesta. Perdió parte de la vista, pero no quedó ciego. Ahora no distingue el color verde. Pero tuvo el valor para volver a pintar. No emplea tonalidades verdes en sus telas.

Se ha vuelto un hombre más audaz. En sus cuarenta: no es el típico pintor pedante, ni marrullero, que se puede encontrar uno en cada esquina de Nueva York. Sus cuadros son lo más maravilloso que se ha visto desde la muerte de Picasso. Así lo ha dicho el Museo de Arte Moderno de Nueva York, ahora que será su primera retrospectiva ahí. Sus pinceles se han vuelto la llave con la que abre las puertas del cielo, para robarle de vez en cuando a Dios, una imagen a color.

De la Prosa al verso o poema hay un abismo. 

O, quizás, solo unas cuantas comas…

Olga de León G.

Vida que te me vas yendo…

      De la muerte no queremos hablar, ni nombrarla, ni recordarla en pláticas amenas de horas de tertulia o esparcimiento. Entonces, un buen día, no cualquier día sino uno en el que nos ponemos su máscara y jugamos a platicar o hablar de los muertos, profundizamos no en lo funesto sino en lo natural que es hablar de la muerte, mientras estamos perfectamente vivos… y no les tememos. Y es cuando nos referimos a los muertos coloridos y festines que no son nuestros muertos, aunque así lo presumamos en fechas especiales para ellos. 

      Es intrínseco a la vida, sí, bien lo sabemos. No nos engañamos, mas no por ello deseamos convocar a la muerte; antes bien, la nombramos solo para hacer alarde de que no le tememos. Hasta que por edad se nos va acercando con todos sus huesos, es cuando pensamos que quizás debimos ahondar en su silencio y acercarnos un poco más a sus aposentos… Aunque sea releyendo a Rulfo en su novela Pedro Páramo, o en cualquier cuento de él… que como en todos, hallaremos al menos un muerto. Quizás así nos resultará más sencillo ir preparando, abonando, arando, el camino hacia Comala…

      Y, sin embargo, reconozco que más de una vez la he visto de cerca… y no me he reído, ¡en absoluto! Más de una vez pareció acercárseme… No sé qué la hizo retractarse, lo cierto es que me dejó, se alejó y me dijo: “…aún no es tu tiempo”. Y yo, agradecida le regalé una tímida sonrisa, como quien piensa con profunda duda si en realidad ella me hizo un favor, o yo se lo hice al no darle la monserga de cargar con una aprendiz de escritora, de poeta, de veladora de sueños, las más de las veces sin rima ni metro, de cantante sin voz… Sí, pero al fin cantante… Aunque solo cantara historias y cuentos y algunos poemas que quisieran ser poesía, para que fueran nutriendo el camino de rosas, jazmines y azahares  para cuando sea la hora de ver el brillo del sol en pleno invierno y sentir la brisa del mar en un verano más templado que cálido.

Reír soñando despierto

      Para el niño que nunca muere, ese que todos llevamos dentro, invento un poema que me recuerde cuando sea viejo, que un día fui realmente niño y aún lo sigo siendo. Porque si veo a los ojos de mis hijos cuando fueron ellos niños, eso es lo que veo: un retrato hermoso, pleno de inocencia y de sabiduría tanta… Y pensar que entonces en algunas ocasiones los tuvimos por ignorantes… Cuando los ignorantes fuimos nosotros, los adultos que dejamos que a ratos se nos muriera el niño que todos llevamos dentro.

      Y veo -en mis sueños- sus rostros alegres, sus rostros serios, sus rostros pícaros o profundos, como de filósofos que juegan a niños para convencernos de que los adultos somos nosotros. Mis niños pequeños crecieron; pero jamás se harán viejos, porque son soñadores eternos de sueños despiertos… Los sueños que son de ellos… y, no nuestros.

       

Hombre, ni doblegado ni necio

Olga de León

…Y allí sigues, con férrea voluntad 

asido al viento adverso,

que cada día viene y se va

soplando más y más funesto.

…Y queriendo rasgarlo todo, 

nos va dejando sin credo ni piel.

Y porque tú no puedes 

rasgar mi cuerpo, lleno de cólera

día a día arañas mi corazón

que se desangra por ti… de amor.

…Y mis ojos se nublan, 

mas no lloran ni se cierran.

Han llorado demasiado tiempo.

…siglos de llanto han vivido

como, días de tinieblas y horror, 

se cuentan en los cuentos de Poe.

Ni paloma ni abeja

Olga de León 

Si de mis dulces caricias 

tiene hambre tu cuerpo, 

no dejes que la imposición 

de un sinuoso destino

gane la batalla del tiempo.

Heredé de mis antepasados

el carácter indomable del acero

y el dócil corazón de una paloma.

Ya lo dijo el poeta, 

y nos maldijo a todas:

Yo nací como el ave para el nido.

Tú, como el león, para la guerra.

Mas ten por cierto que nada es eterno.

Salvo la tenacidad de la abeja

que nunca olvidará,

que su miel embelesa

y es arma poderosa,

más que su aguijón… que no mata.



« El Porvenir »