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Cuando la libertad toca a la puerta

Cuando la libertad toca a la puerta


Publicación:16-07-2022
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Cuando las cosas se ponían difíciles para las mentes infantiles, esos niños que siempre fueron muy sensibles y muy creativos, imaginaban que salían en viaje

Música colgada en las paredes

Carlos A. Ponzio de León

      Padre e hijo atravesaron juntos la calle, desde la banqueta en la orilla de la casa, al parque frente a ellos. Harían un pozo para sembrar un árbol de pata de vaca. Y junto a él: otro, para otro árbol: un álamo, chopo blanco. El niño de tres años iba tomado de la mano de su padre, quien bajo el otro brazo cargaba con la pala y la carretilla de plástico de su hijo, ambas de color rojo. Hacía unos minutos había atravesado con su propia pala y carretilla de uso profesional. Y por ahí merodeaba el Terry, el dálmata garrudo de la casa que iba y venía cruzando la calle, libre como el viento que lleva sus ladridos a donde quiere y hasta donde pueden escucharse. 

      No tardaron mucho tiempo, padre e hijo, en ponerse a trabajar. La pala de plástico difícilmente producía un hoyo, pero servía para recoger el polvo terráqueo que iba quedando suelto por ahí, para colocarse en la carretilla infantil. El niño regresaba hacia la casa, para echar el contenido junto al jardín al frente del hogar. Y luego volvía a donde su padre, para continuar con el trabajo. Nadie podía ver más allá de la curva de la callejuela, veinte metros abajo, un codo que alcanzaba a perderse de la vista. Y en un momento, cuando el niño estaba a punto de cruzar, el perro alcanzó a escuchar el motor de un auto que subía y, antes de que el muchachito pisara mucha calle, el animal se atravesó para empujarlo hacia la orilla de la banqueta. Cuando el padre notó preocupado el auto, su hijo ya estaba seguro, plantado de un sentón en la banqueta, mientras el perro junto a él, olía y le lamía el rostro ligeramente enterregado.

      Doce años más tarde, el niño convertido en adolescente tocaba el piano de la madre todos los días, junto a la puerta de entrada. El más alto de los árboles había alcanzado los veinte metros y se situaba orgulloso en el parque, levantando con sus raíces partes de la calle. El muchacho tocaba sonatas de Beethoven, libros de Czerny, invenciones de Bach, y había expresado su deseo de convertirse en pianista, lo que su maestra no desanimaba, sino que alimentaba a través de la confianza que iba ayudándole a construir sobre su destreza musical. Pero la idea de una carrera musical no era lo que el padre soñaba para su hijo. Lo creía inteligente para sobrevivir en el mundo de las estrategias para el desarrollo de un país, o para dirigir ejércitos y comandar grupos de trabajo que fueran a explorar el espacio sideral, o para descubrir los fenómenos más oscuros del funcionamiento del cuerpo humano. Pero, para el joven, nada alimentaba su espíritu como el sonido sólido de los instrumentos musicales, nada igualaba la quietud del universo y sus planetas que él observaba al escuchar una sinfonía monumental.

      Cuando el joven había concluido el bachillerato y se encontraba a la espera de las inscripciones de carrera en la universidad pública de la ciudad, un domingo de verano, habiendo acabado el desayuno familiar, quiso ensayar al piano. Salió de la cocina, atravesó el pasillo que iba a dar al recibidor y descubrió desde la ventana, cómo el álamo frente al parque se movía casi derribado por el viento y su tempestad. Regresó a avisarle a su padre, aún en la cocina; pero no le creyó. El joven volvió a su camino y descendió por las escaleras hasta su cuarto de estudio. Levantó la tapa del piano, colocó una partitura en su lugar de lectura y se sentó listo para tocar. Cuando estaba a punto de comenzar a hacer sonar las primeras notas, escuchó un golpe seco: un artefacto sobre el techo de la casa. Sintió las paredes retumbar. 

      Se levantó, abrió la puerta de entrada y descubrió el álamo, chopo blanco, vencido desde el parque de enfrente, habiendo caído sobre el techo de la casa. Encontró pedazos de las tejas rojas del techo y sus escarchas en el piso frente a la puerta de entrada. Subió a la cocina para avisar: “Se cayó el álamo y alcanzó el techo de la casa”.

      Su padre pidió prestado un machete y una sierra a un par de vecinos, y el muchacho lo ayudó a retirar el árbol. Lo amarraron con un mecate del que jalaron para que regresara al parque, y donde finalmente cayó desprendido, desplomándose para secarse durante los años que siguieron.

      Ese verano, el muchacho se inscribió en una carrera que nada tenía que ver con música. Abandonó el piano por siempre y sus sueños musicales se desmoronaron como polvo seco que, con el transcurso de los años, se convierten en los palitos secos que ahora solo nos sirven para encender la leña de una fogata bajo la chimenea, mientras se bebe whiskey durante las noches, al tiempo que se escucha música clásica a través del celular: conectado a un muy caro equipo de bocinas.

    

 Una nave espacial en casa

Olga de León G.

      Cuando las cosas se ponían difíciles para las mentes infantiles, esos niños que siempre fueron muy sensibles y muy creativos, imaginaban que salían en viajes interespaciales y lo hacían colocándose bajo el piano vertical, encogidos o en cuclillas.

      Cierto día, ya al caer el último rayo del sol, la madre notó que el niño no estaba en casa, tampoco la niña. Esto último la puso sobre alerta, pues el niño podía entretenerse un poco más jugando con los vecinitos, pero la niña siempre regresaba puntual, diez minutos antes de la hora permitida como máximo de tiempo fuera de casa.

      Era viernes y al día siguiente tenían actividades extracurriculares: clases de natación, de piano, inglés y francés; por lo que igual debían dormirse temprano, como si fuera un día más, cualquiera. Toda la semana en las tardes, la niña asistía a clases de Ballet, a veces, cuando su madre no podía estar en casa para llevarla, lo hacía el hermanito… Nunca faltó a una sola clase. Se enamoró del Ballet desde los cuatro años; como el niño de la música, desde los nueve o diez.

      -Rosy, -dígame señora, - ¿sabes a casa de quién o quiénes fueron los niños? -No han salido de la casa… por aquí deben estar, a lo mejor en el sótano, o en el patio… a veces, les gusta inventar juegos.

      -Sí, lo sé, pero no los encuentro. –Por favor ve a la casa de enseguida… O, no, mejor déjame hablo por teléfono y le pregunto a mi vecina, si acaso están allí, con sus niños

      Esa noche nadie podía dormir, pero el sueño las venció. El papá andaba en la capital y la mujer, la madre no sabía qué hacer: los reportaría como extraviados, o saldría ella misma a buscarlos, casa por casa, calle por calle de la colonia. Rosy, tenía cuatro años trabajando con ellos, era una joven inteligente y buena; nunca podría sospecharse de alguna maña o acto incorrecto de su parte.

      Las luces de la casa permanecieron encendidas en algunos cuartos: la cocina, el Loby, la Biblioteca y la recámara de los niños; también el medio baño y una luz del patio y otra del porche… por si aparecían de pronto. Dieron las tres de la madrugada, y nada… de nada… La joven madre empezaba a desesperarse y alucinaba que escuchaba sus vocecitas, o veía atravesar sombras de personas bajitas de estatura, como la de sus niños.

      A eso de las cuatro con cincuenta y cuatro minutos, ella y Rosy, que tampoco dormía sino por el contrario, estaba en medio alerta, dieron un brinco del piso donde esta última se había quedado y del sillón en donde la mamá a ratos se sentaba, y se encaminaron por el pasillo hacia la puerta principal: toquidos no muy fuertes, titubeantes y algo pausados, empezaron a escucharse sobre la puerta de madera sólida.

      La dueña de la casa hizo una señal con su dedo índice sobre los labios cerrados, a Rosy, para que guardara silencio. Mientras ella sostenía con su mano izquierda, un bate que mantenía semi oculto atrás de la puerta. Y, llevando una lámpara de pilas en la derecha, pretendía iluminar la realidad, cualquiera que esa fuera.

      Repentinamente, toda la casa se iluminó, pero no porque fueran encendidos el resto de los focos de la casa, sino porque una luz resplandeciente entró por todos los cristales de las ventanas, tan intensa era, que a pesar de que algunas tenían las cortinas cerradas, se metía la luz que provenía del cielo, como una cascada de agua clara y cristalina, iluminando hasta el más secreto rincón de todos los clósets. Amén de las habitaciones y patios o entradas.

      Si alguien hubiese estado fuera de la casa, podría haber atestiguado el singular fenómeno: una enorme cavidad, hecha de manojos de luz, bajó desde el firmamento y, como túnel de cristal, descendieron por ella los niños que habían estado fuera de su casa toda la tarde, noche y madrugada… Hasta esa hora: 4:57 a. m., para acabar tocando con sus pequeños nudillos a la puerta principal.

      Desde entonces, los hermanitos se referirían al piano vertical, quizás antes pianola, como la nave espacial que los llevó a conocer otros mundos.

      



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