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Crucificción Emiliano Pérez Cruz

Crucificción Emiliano Pérez Cruz
Emiliano Pérez Cruz

Publicación:13-04-2020
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El narrador Emiliano Pérez Cruz, nacido en la Ciudad de México en 1955, ha expuesto su obra literaria exhibiendo la otra vida

El narrador Emiliano Pérez Cruz, nacido en la Ciudad de México en 1955, ha expuesto su obra literaria exhibiendo la otra vida, la marginada, la no visibilizada, la soterrada, preocupado por describir las formas del infortunio social. El cronista de las periferias urbanas nos entrega este cuento donde la miseria (no sólo social, sino también humana) vuelve a ser eje central de su narrativa.

 

La continua historia de Mingo

(o La espera)

Emiliano Pérez Cruz para el abuelo Pablín (qepd)

Como todos los días, el sueño de Mingo rehusó escuchar el canto de los gallos y se fue antes de ser atrapado por las somnolientas brumas del amanecer. Para él resultaba desesperante contar con tantas horas de vigilia, él, que para nada las necesitaba. Hacia un gran esfuerzo para dejar la mente en blanco o para enfilarla a objetos que no lo remitieran a su pasado o a un futuro que se desplomaba desde siempre.

      Ya era mediodía y Mingo seguía acurrucado en el catre de lona. La enorme barba sucia, entrecana, menguaba la profundidad de sus ojos tristes y lagañosos. Comúnmente tenía listo el oído para percibir el ruido que las lagartijas hacían al corretearse en el techo de láminas acanaladas. Pero hoy no hizo nada por levantarse cuando cayeron sobre la tierra, atontadas por el calor que esta vez llegó calcinante, arrasando con la escasa vegetación que, iracunda, se aferraba al salitre del llano. Daba la impresión de que el interés por sorprenderlas en plena unión y pisotearlas con sus enormes botas de hule había desaparecido.

      Por la puerta entreabierta Mingo observó el paisaje y siguió con la mirada a los chiquillos que, infructuosamente, trataban de agregar al inmenso azul del cielo sus papalotes de papel periódico y carrizo. La hilera de recipiente para acarrear el agua desde la llave pública era más larga que otras veces. Al atardecer, el líquido comenzaría a fluir y a evaporarse al entrar en contacto con el quemante fondo de la cubeta en turno; caerían algunas gotas más hasta formar un hilillo que se regularizaría al anochecer.

      Mingo era el papelero del barrio, pero las últimas tolvaneras arrasaron con las bolsas de panadería, los pedazos de periódico y los plásticos hasta quién sabe qué lugares. Decidió cambiar la barcina por dos latas de alcohol y un aguantador, con ellos se dedicó a transportar agua potable hasta las viviendas más alejadas de la colonia.

      Quiso levantarse, pero un agudo dolor lo obligó a recostarse de inmediato.  “¡Estas malditas reumas!”, gimió y, furioso, hizo a un lado las cobijas. Sólo entonces reparó en la hinchazón de sus miembros inferiores y los sintió ajenos a él y pensó que se le morirían sin poder hacer algo para evitarlo.

      El grupo de chiquillos cruzó una vez más frente a su puerta y los odió. Cada vez que andaba borracho ellos lo perseguían arrojándole piedras. Soportar esto a diario acrecentó su rabia. Se retiraba gruñendo rumbo a su casa para volver con un palo y corretearlos por todo el llano; los niños eran felices y reían mientras él les gritaba: “¡Hijitos, hijitos de su perra madre, no corran, vamos, acaben de una buena vez, que buena muerte es buena suerte!”

      Mingo se frotó el rostro con las negruzcas sábanas del lecho. Sus ojos se humedecieron sin control, las lágrimas dibujaron dos surcos llevando en su caída hebras de días, meses, años sin saber qué es el agua escurriendo sobre el cuerpo, refrescando la piel áspera, los poros. Durante su niñez escuchó palabras que se le marcaron en la memoria; eran palabras desconocidas en su casa, y entre ellas se mencionaban “la buena vida”, la “higiene”, la “ciudad”. Algunas las comprendió después, pero otras seguían igual de distantes, mágicas, inaccesibles.

      La buena vida, repetía Mingo obsesivamente, ¿qué es eso? Buscó desde niño y no encontró nada. Le quedó la certeza de que eso no consistía en espiar el momento en que la servidumbre de la hacienda arrojaba gruesas tortillas de maíz a los perros; acompañado de su hermana, los hacía huir para quedarse la pobre ración que debían compartir con el resto de la familia. Y cuidado con el capataz, porque no se tentaría el corazón para meterles una andanada de municiones en el cuerpo. Los perros eran bravos, pero nunca más que el hambre de Mingo. El frío de la madrugada se colaba entre los hilos del gabán y la niebla se enredaba en los árboles. Mingo corría veloz a recoger las tortillas mientras los perros mostraban sus enormes colmillos. El rocío mojaba la falda de su hermana.

      Tentaleó el suelo hasta encontrar la botella de Coca-cola mezclada con alcohol del 96°. De un gran sorbo puso fin a los residuos y arrojó el envase hacia el exterior con tan mala puntería que fue a estrellarse en el dintel de la puerta. A lo lejos avanzaba un cortejo fúnebre. Mingo se estremeció. A mí todavía no me toca, quiso decir, pero las palabras se le amontonaron se el pecho cuando vio a la Señito encabezando el sepelio.

      La Señito tenía fama de bruja y era la rezandera oficial de la colonia. ¡Maldita bruja, a mí no me llenarás el ombligo de tierra!, grito Mingo y luego dijo:

      —Nadie se muere si Dios no quiere.

      Cogió las mantas y se cubrió la cara, tembloroso; los chicos adornaron sus cometas y con costras de tierra reseca terminaron de romper los vidrios de la vivienda. Siguieron con una andanada que ahuyentó las lagartijas de la azotea.

      —¡Perros, perros hijos de la mala madre! —dijo mientras ellos celebraban su buen tino.

      Ella no me sepultará, repetía al tiempo que se enderezaba; los enmohecidos muelles del catre rechinaron lastimeros. Levantó el pantalón y vio los tobillos llagados, purulentos. Sintió el dolor. La vieja barcina descansaba en un rincón de la vivienda, junto al anafre requemado donde el  día anterior intentó hervir una sartén cochambrosa con fideos acedos.

      El cortejo siguió reptando; un pequeño ataúd blanco viajaba sobre un triciclo cedido por Yogui, propietario de agencia de bicicletas. El letrero comercial, “Reparación de vehículos de dos ruedas”, servía a los chiquillos para anunciar la llegada de un angelito al camposanto.

      La Señito, envuelta en su imprescindible rebozo negro, marcaba el sonsonete para las oraciones del descanso eterno. Manos piadosas llevaban casi a rastras a la madre del difunto y sus seis hijos restantes ofrecían ramilletes de no me olvides con las manos grasientas. El marido —botas mineras, pantalón dril, delgado, de pómulos abultados y pelo seboso— se mantenía impasible. Una nube de polvo flotaba al paso de los dolientes.

      De nueva cuenta, Mingo intentó levantarse de la cama, pero cayó pesadamente de bruces; un moretón apareció en su pómulo derecho. Atontado, estiró las piernas y quiso ponerse de pie, pero las coyunturas se le vencieron; un frío intenso invadió sus miembros. Decidió descansar un poco en el suelo, apoyando la cara en su antebrazo derecho. Así, bocabajo, recordó cuando don Antonio, su padre, golpeaba a su madre hasta dejarla inerte; luego levantaba sus enaguas para eyacularle un hijo más.

      Otras veces en Mingo recaían las palizas de don Antonio y optó por huir. “Cagar y comer, despacio ha de ser”, le decían quienes se enteraban de sus deseos por conocer la capital. Las noticias que le daban eran formidables: “La ciudad es una piscina de oro; el maná divino es repartido a manos llenas; el trabajo sobra”. El primer paso consistió en engancharse como peón en una compañía, trabajando en las carreteras, abriendo brechas. Pronto superó eso, y lo colocaron como jefe de una cuadrilla. Bajo el sol inclemente o el frío de invierno, él no se arredró. Fustigaba a sus compañeros hasta que el cansancio los vencía y las máquinas paraban por falta de manos. Le interesaba abrir el camino, su camino. “¡Más duro, que el asfalto se enfría y hay que extenderlo, pronto, más duro, que el tiempo es vida y dinero; rápido, tú allá, esa pala, acción; no te atrases, tú, órale, los rastrillos, las escobas, vamos, luego te limpias el sudor!”

      Los viejos camineros lo aconsejaban:

      —Tente calma, Mingo, que la riqueza y la hermosura no pasan de ser basura.

      Pero Mingo no entendía. Obsesionado, quería estar ya en la capital, dispuesto a sacudir el árbol de la fortuna para recoger sus frutos maduros. Despectivo, continuaba impartiendo órdenes a los jornaleros, diciendo:

      —¡Ábranse, piojos, que ai les va el peine!

      —Cuidado, Mingo, ten cuidado, que la codicia rompe el saco —y el duelo de refranes parecía no tener fin.

      Mingo, fachendoso, mostraba lo suyo:

      —Discípulo que nunca duda, nunca sabrá cosa alguna, don Blas.

      —Pero tú quieres atracarte, y el chiste no es comer mucho sino hacer la digestión.

      —¡Túpele, viejito, que el tiempo es oro! Yo junto mi lana y me boto de aquí.

      —Pos allá tú, pero no por querer escapar del charco vayas a caer en el lodazal.

      —¡Qué va’ombre! —replicaba Mingo mientras pasaba el paliacate por su frente sudorosa—. Iré allá, y me casaré y llevaré a mi viejita y tendré mucho, muchísimo dinero y mi esposa será feliz y guapa y...

      —Mejor cuida tu juventud, que si te haces viejo tu mujer relumbrará como espejo.

      —Y si el dinero no te llega...

      —... a ella pudiera llegarle, y acuérdate que el amor sale cuando el dinero llega.

      —¡Chingao, cómo joroban, caray! Mejor suénenle a la chamba, ora.

      La muerte de su abuela obstaculizó el viaje, el salto final. Cuando llegó al pueblo su madre también agonizaba y don  Antonio seguía perdido entre nubes etílicas. Yo no caeré en eso, decía Mingo escupiendo desdeñoso a un lado de su padre. La muerte por inanición sobrevino y él paseó su duelo en la plaza principal. Parientes y amigos lo envidiaban, incluso su hermano, que una vez lo atajó al salir de la iglesia:

      —Invítame un trago, Mingo.

      —No, hermano, mejor vamos a comer al mercado –sugirió él.

      —¿Pus qué me ves con cara de hambre o qué? —espetó su hermano Pablo—. Si no te vine a sombreriar. Nomás quería calarte, rotito. Siquiera debías vestirte como hombre, así pareces puto.

      A Mingo le cosquillearon las palmas de las manos y su rostro enrojeció, pero su hermana Josefa y algunos amigos intervinieron para calmarlo. Se fueron a la serenata en la plaza.

      Sus enormes patillas, poco usuales en su tierra de lampiños que a falta de agua ingerían pulque, molestaban a los demás, por lo que no faltaba quien dijera al pasar: “Gracias, señor amo, por mejorar nuestra raza”. Mingo los ignoraba. No iba a estropear sus sueños cayendo en la cárcel por riñas públicas.

      Los zapatos de tacón cubano deslumbraban a los hijos de aguamieleros, a los pastores hijos de campesinos o peones de la hacienda. Y emigraban. El pantalón de casimir barato, y la camisa blanca de manga larga con gemelos de latón, rompían el orden. Se hacía necesario mejorar, si los que se iban volvían vestidos así, para qué continuar rasguñando la tierra que cada vez producía menos, para qué seguir raspando magueyes que no les pertenecían. Y emigraban. Pero eran meras ilusiones. Juan a Querétaro, Toribio a San Juan del Río, Chente a San Luis. Cada uno por su lado, a ponerse en manos de contratistas voraces servidores de ingenieros empleados por arquitectos alquilados por compañías constructoras, grandes sociedades anónimas. Olvidaban el terruño fantasmagórico donde sólo permanecían los ancianos y los niños, porque había algo más real que significaba no comer ya nopales con tequesquite o gordas de cebada; era algo más tangible, impreso en los bancos del otro lado, y tan distante como dichos bancos eran en realidad.

      Mingo se marchaba. Ahora o nunca, dijo a su hermana cuando volvían al jacal después de la serenata. El capataz de la hacienda los vio; con su nariz perruna olfateaba la atmósfera. Pretendía a Josefina desde muchos años atrás, y después de tantos galanteos rechazados sistemáticamente decidió hacerla suya por la fuerza. Tendieron la celada en el camino real, escudados por las sombras de los fresnos y los mezquites. Mientras Mingo, inmovilizado, era testigo de la violación, recordó que el odio del hombre tiene extensiones. En un descuido de sus guardianes hizo cinco disparos que perforaron la noche para anidar en el vientre del capataz, engendrando la muerte. Las liebres huyeron dejando al coyote solitario con la luna. Un hombre salió huyendo del pueblo.

      Después se supo que la hermana pagó con su vida la deshonra: don Antonio, indignado al saber lo que había sucedido, decidió abrirle el vientre a machetazos. “¡En mi familia nunca hubo bastardos!”, gritaba blandiendo el arma enloquecido hasta que alguien lo lazó. Estuvo a punto de ser linchado.

      Mingo asoma a la puerta. Se ha repuesto. El reflejo del sol lo enceguece momentáneamente. Los niños siguen atentos sus movimientos; los proyectiles que le arrojan cubren de polvo su cuerpo. Sonríe dolorosamente mientras murmura:

      —Cabrones, no saben con quién se ponen. Si a mí venían a verme, pero los más gallones pasaban de lado. Y ustedes se me ponen al brinco —y más fuerte ya, casi un alarido—: ¡ni crean que las arañas mean, culeros; ustedes nomás alzan la pata! –volvió adentro cojeando y se sentó a la orilla de la cama.

      Buscó una pomada maravillosa para untarla en sus tobillos; después, los envolvió con jirones de una camiseta percudida.

      Los recuerdos comenzaron a acosarlo. Así era siempre que el vino escaseaba. La ciudad resultó una horrible medusa, y la tuvo que enfrentar de mil maneras; esquivaba las tarascadas del hambre haciendo acrobacias como limpiavidrios; peregrinó de obra en obra, alquilándose como peón de albañilería, limpiaba zapatos o vendía periódicos. Esto último lo aceptó porque así hubo modo de enterarse de las escasas noticias de su pueblo. Cuando el gobernador de su estado concluyera su mandato, él volvería a ver a su gente, porque resultó que el capataz trabajaba en la hacienda del funcionario, y éste ordenó la persecución implacable de Mingo. Pero el funcionario siguió en ascenso: un alto puesto en el gabinete presidencial, gobernador de uno de los territorios del país, regidor de la capital. Mingo se sintió libre cuando leyó la noticia: su paisano murió ejerciendo la diplomacia en el lejano país del Sol Naciente. Pero ya era demasiado tarde. Decidió establecerse en una colonia aledaña a la capital, donde un amigo le comunicó la muerte de don Antonio unos meses antes, en la prisión del estado.

      He trabajado hasta de policía, gustaba decir. Yo, guardián del orden. Lástima: nunca fui necesario. Su matrimonio con una paisana que trabajaba de sirvienta no tuvo éxito. Ella lo abandonó porque Mingo se bebía todo el salario. Decidió que, siendo solo, con recoger papeles bastaba para vivir.

      Dejó de mesarse los sucios cabellos y se puso en pie. Hacía rato que el sol declinaba, pero decidió ir a trabajar para comprar la teporocha. Por su nariz roja escapaba un líquido viscoso, incoloro. El sepelio del niño concluyó y Yogui armaba gran alboroto retozando con los chiquillos. Mingo desparramó su mirada acuosa por su vivienda, y rió grotescamente al recordar las lejanas pláticas de su tierra, cuando alguien volvía de la capital:

      —Me acuerdo de tío Chinto.

      —¿Por qué, Tobías?

      —Que su hijo lo tuvo una semana allá, y cuando regresó contaba unas cosas que ni pa qué.

      —¿Cómo que ni pa qué? Díceselas a los vales.

      —¡Llegó en la Flecha?

      —Pus ónde más. Y bien mareado por l’olor de la gasolina, y dijo que su hijo es casi ateo.

      —¡N’hombre! ¿El Liobas?

      —¿Cuál otro si no él?

      —Pus por qué o qué, pues.

      —Pus porque se casó con su nuera, que parecía Virgen de lo blanca y bonita y ojiverde.

      —Pst, no es pa tanto.

      —Sí qué. Y dice que el hijo le ha comprado unas olladotas de luz que cuelgan de la azotea pa que siempre luzca ella lo bonita que’s Pero tío Chinto no comprende cómo ella, que’s tan bonita, quesque pone trastes de peltre en el suelo pa que la genti escupa. Él le dijo que no juera ansina que las levantara, que alguien le hacían falta. ¿Y qué hizo la chilanga? Nomás se carcajió del tío Chinto y éste se apenó todito cuando l’hijo le explicó que no son ollas, sino candiles, y que los trastos eran pa eso, pa que la gente los escupa, y que juera a salir al Paseo de la Reforma a lazar camiones porque entonces sí era grave.

      —Pero ónde piensa eso el tío, hombre. 

      Mingo festejaba las bromas, aunque por dentro reprochara el acento burlón de los otros. Ya no había con quién bromear. La Señito pasó sin volver la vista y Mingo le lanzó un gargajo. “Voy a rezar por tu alma”, le dijo ella sin detenerse. Anda a rezarle a tus difuntos y ánimas, contestó mientras de un rincón recogía una coca. Vació la mitad del líquido en el suelo y el resto del alcohol que quedaba en la botella de Bacardí ocupó su lugar. Guardó el envase con la mezcla en la bolsa posterior de su pantalón. Dolorosamente se puso las botas de hule, tomó sus latas, el aguantador y fue a formarse. “¡A la cola, a la cola!”, gritaron las mujeres que ocupaban los primeros lugares. Ya no percibía el dolor de sus extremidades.

      —¡A la verga, arañas, fuera! –increpó a la chiquillada que aguardaba su aparición para embromarlo. Mingo azuzó a sus inseparables perros contra los chamacos y éstos corrieron a parapetarse. Empinó la botella y caminó, caminó con el sol pegándole de lleno en los ojos; caminó seguido del Capitán y la Duquesa.



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