Aunque la especulación ha sido el caso de uso más conocido de las criptomonedas, las finanzas descentralizadas habilitadas por ‘blockchain’ han superado la prueba de estrés como sistema para transmitir activos con valor económico. Otros vectores de innovación, como el arte digital mediante NFT y las nuevas formas de organización de las DAO, también siguen su curso con normalidad.
Según algunos filósofos de la innovación, cada tecnología encarna unos valores morales en función de sus propiedades y de las intenciones de sus diseñadores. El objetivo de estos pensadores es el de decidir si se puede hacer una valoración ética sobre si una tecnología es intrínsecamente buena o mala. ¿Puede decirse que un AK-47 es un objeto inmoral? ¿Una esponja? ¿Un combustible? Un juicio moral podría justificar una postura regulatoria, pero ¿dónde reside la moral de un objeto? ¿En el propósito de sus creadores? ¿En las aplicaciones potenciales que alberga? ¿En el uso que le da cada individuo?
El debate se hace pertinente en un momento en el que una de las innovaciones tecnológicas más controvertidas de los últimos años, las criptomonedas, pasan por un periodo de crisis. Tan admiradas como demonizadas, las divisas criptográficas están sufriendo una pérdida drástica de valor, arrastradas por la crisis económica generalizada por la volatilidad del mercado digital. Para muchos, el trance de las criptomonedas era cuestión de tiempo y de justicia.
La mano invisible del mercado a veces castiga a los más avariciosos, y los adeptos (o adictos) a las cripto se estaban ganando a pulso un correctivo. “Bitcoin is Evil”, advirtió Paul Krugman en una célebre columna en The New York Times, y la crisis actual parece darle la razón. Para los detractores, el momento de ondear la bandera del “os lo dije” ha llegado. Ellos siempre dudaron de que las criptomonedas tuvieran algún interés más allá de la especulación, y ahora disfrutan viendo callar a los cripto-bros que cacareaban su superioridad financiera sentados al volante de un Lamborghini.
Pero, para los padres de la tecnología, las criptomonedas no eran esto. Los inventores de blockchain (cadena de bloques), y sus primeros usuarios, idearon un sistema pensado para descentralizar las relaciones económicas y eliminar la subjetividad humana en la medida de lo posible. El objetivo inicial era quitarse de en medio a organizaciones e instituciones, principalmente gobiernos y bancos, que habían amasado cantidades desproporcionadas de poder sobre la economía de los individuos. Terminaron ingeniando un sistema financiero que, desde su diseño, impide la intervención humana arbitraria. Un sistema más sólido, independiente, transparente y justo, donde el mantra primigenio de Google “Don’t be evil” diera paso al “Can’t be evil”.
La descentralización es la gran aportación de la tecnología que ha permitido el auge de las criptomonedas. Si el propósito de sus creadores prevalece, la crisis financiera pasará y las criptomonedas sobrevivirán para seguir cuestionando y rediseñando las relaciones entre individuos e instituciones. La redistribución de poder está llamada a ser su gran contribución, empezando por el poder financiero.
La principal innovación de Satoshi Nakamoto, el anónimo creador de Bitcoin, fue resolver el dilema del doble gasto en las transacciones digitales. Cualquier envío de información a través de Internet genera copias indefinidamente. Por ejemplo, una foto enviada por correo a un familiar se convierte por el camino en cuatro archivos diferentes: el del disco duro de origen, el de la bandeja de enviados del emisor, el de la bandeja de entrada del receptor y el de su carpeta de descargas. Si en lugar de una foto familiar estuviéramos hablando de un pago móvil, 10 euros se habrían convertido en 40 euros, y la condición fundamental de la existencia del dinero, su escasez, habría saltado por los aires.
Antes de las cadenas de bloques, la única solución que existía para evitar el doble gasto digital eran los intermediarios: bancos, generalmente, que garanticen que cuando alguien paga con su tarjeta en un restaurante, se restan 12 euros de su balance y se le suman al de la cuenta del restaurante. Pero la blockchain de Bitcoin resolvió este histórico dilema informático sustituyendo al intermediario por una red descentralizada de supervisores que mantienen actualizadas las cuentas de todos los participantes sin necesidad de responder ante una autoridad central.
Esos supervisores son los famosos mineros: personas que proactivamente se prestan a cumplir la función de procesar y validar las transacciones de los usuarios en sus ordenadores a cambio de una recompensa en forma bitcoins. Si los ordenadores de decenas de miles de personas por todo el mundo han aprobado y anotado unánimemente que mis 12 euros del menú del día están ahora en la cuenta del restaurante, entonces estaremos todos de acuerdo en que ese dinero ha cambiado de manos. Nace así la escasez digital.
La invención del dinero descentralizado excitó la imaginación de una siguiente generación de ingenieros, que le dieron una vuelta de tuerca a la tecnología. Bitcoin había encontrado la manera de poner a trabajar de forma disciplinada y coordinada a decenas de miles de personas que no se conocen ni quieren conocerse. Pero a esa red de colaboradores les había dado una única tarea: hacer circular el bitcoin. ¿Se le podrían dar otros usos a una red distribuida de ordenadores? La respuesta es sí, y Ethereum se empeñó en darle forma con la invención de la blockchain programable.
Si Bitcoin era Bizum, una aplicación con la que pasarse dinero entre usuarios, Ethereum era Android: un sistema operativo completo y abierto sobre el que cualquiera podría desarrollar y distribuir otras aplicaciones. Esas aplicaciones podían ser aplicaciones de pagos alternativas a Bizum, o no.
Ethereum y todas las blockchains que han replicado su modelo son redes distribuidas y descentralizadas de computación. De la misma forma que cuando pulsamos en Google Maps e iniciamos una ruta, estamos conectándonos a los servidores de Google y pidiéndole que procese nuestra búsqueda y nos devuelva la información en la pantalla, cuando usamos alguna aplicación que corre sobre Ethereum estamos comunicándonos con un protocolo que está instalado y funcionando en miles de ordenadores distribuidos por el mundo, pero sin una organización que lo orqueste todo por detrás. De hecho, si 10 o 100 de esos ordenadores de repente se desconectaran de la red, todo seguiría funcionando.
La capacidad de procesamiento de una blockchain deja mucho que desear, y el que no haya una organización que se preocupe atender a los clientes y mejorar el servicio es un rollo. Nadie querría un Google Maps descentralizado porque sería torpe y caro. Durante años, los profetas de blockchain se dedicaron a proponer todo tipo de aplicaciones descentralizadas disparatadas que acabaron con la credibilidad de la tecnología a ojos de mucha gente.
DESAFIAR A LAS FINANZAS CETRALIZADAS
Pero el caso de uso financiero siguió progresando, despacito y con buena letra. Se crearon cientos de alternativas a ese Bizum descentralizado y se le fueron añadiendo capas y capas de nuevas funcionalidades: además de pagos, empezó a procesar préstamos, intercambios entre diferentes criptomonedas, tokenización de activos… En 2018, un grupo de desarrolladores que chateaban en un grupo de Telegram dio con el nombre de DeFi. Venía de Finanzas Descentralizadas (Decentralized Finance en inglés) y sonaba parecido a “defy”, que significa “desafíar”, justo lo que estos desarrolladores querían hacer con la banca. Blanco y en botella. DeFi siguió creciendo y atrayendo cantidades cada vez más grandes (a veces obscenas) de capital. Hasta que en recientes semanas se ha tenido que enfrentar a una su mayor prueba de estrés.
El verano de 2020 fue bautizado como “DeFi summer” por los usuarios de cripto. Las plataformas de finanzas descentralizadas, que habían nacido y madurado en los dos años previos, pasaron de 1.000 millones de dólares a 10.000 millones de TVL, o Total Value Locked, la métrica que indica cuánto capital circula por los protocolos (no confundir con empresas) que ofrecen esta nueva hornada de servicios financieros. Un año y poco después, a finales de 2021, la cifra superaba los 220.000 millones de dólares, y bitcoin y ethereum cotizaban en máximos históricos.
Según la definición más amplia, desde la primera transacción realizada con bitcoin, todo intercambio a través de blockchain encajaría en la definición de “finanzas descentralizadas”. Pero, para cuando el término se popularizó en ese verano del 2020, había adquirido nuevos matices y acepciones. Según la empresa de research Messari, las condiciones que debe cumplir un protocolo para considerarse propiamente DeFi son las siguientes:
Debe tener un uso financiero, como préstamos, intercambio o creación de derivados.
Debe ser de código abierto y acceso libre. Los usuarios pueden operar libremente y los desarrolladores pueden expandir las funcionalidades originales de un protocolo.
Es seudónimo: lo que significa que para un usuario no es necesario revelar su identidad para realizar operaciones.
Debe ser no custodiado: las plataformas de DeFi no guardan los activos que se manejan. La responsabilidad de la custodia recae en el usuario.
Debe contar con mecanismos de gobernanza descentralizada. Existen los mecanismos -o una hoja de ruta creíble para ello- por los cuales el poder de decisión se distribuirá y no recaerá en una única entidad.
Dicho de otra forma, las finanzas descentralizadas son servicios financieros ofrecidos por un software que no pertenece a nadie en particular, que es totalmente transparente, no duerme, no entiende de fronteras, no hace preguntas y no comete errores.
El ecosistema está tremendamente inmaduro todavía. Los críticos que afirman que a cripto todavía le falta una capa de economía real tienen cierta razón. Pero los que dicen que es puro humo se equivocan de plano. Una persona con tiempo y ganas para zambullirse en el ecosistema podría cobrar en criptomoneda por un trabajo realizado online, acudir a un exchange descentralizado para cambiarlas por una stablecoin con un valor estable pegado al del dólar y enviar el dinero a un amigo en la otra punta del planeta para que éste lo use para pagar gasolina.
Todo este proceso podría ocurrir sin la participación de ningún banco ni la supervisión de ningún regulador, y únicamente en el último de los pasos intervendría una empresa de las de toda la vida. Todo lo demás son operaciones en las que el usuario interactúa con protocolos informáticos que operan de forma autónoma desde una blockchain. No existen intermediarios, todos los movimientos son transparentes, las comisiones son predecibles y claras y las transacciones son inmediatas.
Siempre quedarán parcelas de la vida bancaria donde sea necesario tener delante a un humano. No todo el mundo quiere asumir la responsabilidad de custodiar sus fondos, ni está por la labor de relacionarse solo con un software que no responde preguntas. Pero hay muchas operaciones financieras en las que la maquinaria bancaria y su mochila de ineficiencias y vicios crea más problemas que soluciones.
LA PRUEBA DE MADUREZ
Desde el mes de mayo, a las apreturas derivadas de la crisis económica mundial, cripto le añadió su propio giro de trama. La blockchain Terra colapsó, dejando un agujero que se estima por encima de los 40.000 millones de dólares. Un mes después, dos gigantes, Celsius y Three Arrows Capital, en parte heridos por la caída de Terra, comenzaron un viaje hacia la bancarrota en el que han arrastrado los más de 20.000 millones de dólares de capital de terceros que gestionaban.
Estos tres terremotos han desencadenado una espiral de estrés y quiebras que siguen dando titulares hasta hoy. La crisis de precios y liquidez generalizada, agravada por los pecados propios de cripto, revelaron algunos de los peores defectos de la industria: el nuevo sistema financiero se había vuelto hiperespeculativo y autorreferencial. Un uróboro de avaricia que se alimentaba de su propio humo. Pero, para quien los quiera ver, existen argumentos a favor de las finanzas descentralizadas detrás de los acontecimientos.
Las empresas más castigadas por la situación son actores tradicionales con procesos de decisión centralizados y opacos. Están gobernadas por personas que toman decisiones unilaterales y que, en esta ocasión, han demostrado ser equivocadas. Las finanzas descentralizadas son software: confundir empresas centralizadas con protocolos descentralizados es como confundir Excel con un contable. Esto no quiere decir que DeFi haya sido inmune a los problemas durante la crisis, pero lo cierto es que no ha fallado: ha seguido funcionando en todo momento y se ha comportado de forma transparente y predecible. Como sistema para transmitir activos con valor económico, las finanzas descentralizadas han superado con creces la prueba de estrés, y han seguido ofreciendo servicio de forma constante tanto a especuladores extractivos como a inversores con visión de largo plazo.
Otros vectores de innovación, como el arte digital o el coleccionismo, facilitados por la aparición de los NFT, o las nuevas formas de organización cuasi-empresarial que son las DAO, han seguido también su curso con normalidad. Su liquidez se ha podido ver afectada, como también le ha ocurrido a todas las empresas del S&P500, pero su propuesta de valor sigue en pie.
La especulación ha sido el caso de uso más conocido de la criptomoneda durante estos años. Y no se puede negar que le ha hecho un favor a la industria, al propiciar la llegada de ingentes cantidades de atención y capital al sector, seducidos a menudo por cantos de sirena y técnicas fraudulentas para engañar a inversores y usuarios. Pero cripto no era eso.
Cripto es un sistema descentralizado de transmisión digital de valor. La palanca en la que se han apoyado nuevos estafadores para ganar dinero sucio, pero también el origen de una nueva economía 100% digital, más transparente y eficiente. De ahí que los reguladores estén teniendo tantos problemas para señalar a los culpables. De ahí que los filósofos no vayan a resolver fácilmente sus dudas sobre la moralidad de la tecnología mirando a blockchain.