CIUDAD DE MÉXICO.- En el puerto de Valparaíso, Chile, en un departamento del barrio de Playa Ancha, el agua hierve para el café de la mañana y la mesa está puesta para que mis abuelos y yo tomemos el desayuno. Han pasado casi 50 años desde el golpe de Estado que sumergió a esta nación en las tinieblas de la represión política.
Mis abuelos, Tito y Mirella, se vieron obligados a rearmar sus vidas a partir de ese momento, se autoexiliaron durante años en Italia, donde criaron a sus hijos, y hoy, de vuelta en Chile, han sido capaces de construir una fructífera vida familiar y profesional. Los tiempos han cambiado, pero recordar ese momento es como tocar una herida profunda y abierta.
Aquel 1973 fue un año turbulento para Chile. El presidente socialista Salvador Allende enfrentaba un reto gigantesco: revolucionar al país en un contexto de extrema polarización.
La política exterior agresiva de Estados Unidos, aunada a la oposición de gran parte de la población chilena al gobierno de la Unidad Popular, generó un ambiente en el que la sedición y la conspiración pudieron tener éxito.
En un momento histórico marcado por la Guerra Fría, el gobierno de Allende, primer socialista en ser electo democráticamente en el mundo, tocó puntos sensibles para Estados Unidos: nacionalizó el cobre, profundizó la reforma agraria, y estableció una alianza política con Fidel Castro.
La olla a presión en la que se convirtió Chile como consecuencia de ese contexto estalló el 11 de septiembre de 1973, cuando Augusto Pinochet (apoyado por el gobierno de Richard Nixon) asumió el poder de forma brutalmente violenta.
Allende, tras dar un discurso inspirador en el que expresó su confianza en el futuro de Chile, se quitó la vida. Con su muerte se enterró el sueño de un país más justo e igualitario y comenzó una sombría dictadura de 17 años.
Para ese momento, mis abuelos eran profesores de histología en la Facultad de Medicina y de Odontología de la Universidad de Chile, con sede en Valparaíso. No eran particularmente activos en la política, pero votaron por Allende con la convicción de que su país emprendería un rumbo esperanzador.
Mi abuela tuvo la oportunidad de trabajar con un reconocido científico chileno que había vuelto al país después de estudiar en Leipzig y que se convirtió en una de las primeras personas en utilizar el microscopio electrónico en el Cono Sur.
Además de atender sus compromisos académicos, mi abuelo tenía un consultorio dental que comenzaba a despegar. Como si eso fuera poco, tenían dos pequeños hijos que alumbraban sus días, mi padre y mi tío Pablo, juguetones y traviesos. El prospecto de una vida cómoda y alegre parecía vislumbrarse.
Mientras toma un pedazo de pan y le unta mantequilla, mi abuelo Tito cuenta que el día del golpe salió de casa en su coche para ir a la universidad, pero a las pocas cuadras un grupo de militares lo hizo regresar:
"Entendí que algo estaba pasando. Ya el ambiente social, político y económico por meses estaba muy enrarecido. No se conseguía un poco de azúcar, ni un poco de arroz, estaba todo guardado. Había un desabastecimiento tremendo. Volví a mi casa y encendí la radio de inmediato. Quedaba todavía la Radio Cooperativa, todas las demás estaban intervenidas, la televisión también. Claramente, pensamos, aquí se viene algo salvaje y sin límites", recuerda.
Mi abuela añade:
"Recuerdo que escuchamos el último y desgarrador discurso de Allende. Él con mucha fe dijo: ´más temprano que tarde, de nuevo abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor´. Pero yo lo único que hacía era llorar espantada".
Hasta ese instante fatal, Chile había sido un país con una fuerte tradición democrática. El hecho de que Allende haya basado su proyecto en la convicción de que era posible construir un país socialista en democracia es un reflejo de la confianza que sostenía a las instituciones chilenas.
A pesar de la inestabilidad que vivieron en esos años, a mis abuelos les costó entender que en Chile pudiera haber un golpe de Estado y un gobierno autoritario, represor y antidemocrático.
Como consecuencia del clima político turbulento, unos días antes, la ciudadanía se había organizado para llamar a un plebiscito que decidiera si debía convocarse una elección anticipada.
Mi abuela señala que "era un absurdo que hubiese un golpe militar cuando ya existía una salida democrática del momento tan difícil que estábamos viviendo" y que habían creado artificialmente la gente de derecha y Estados Unidos.
A partir del golpe, la vida de mis abuelos, como la de millones de chilenos, se sumergió en una anormalidad tremenda. Cuenta mi abuela que la policía empezó a llamar a varios conocidos suyos a la comisaría. Algunos alcanzaron a huir, pero otros no corrieron con la misma suerte.
Las calles se llenaron de militares con fusiles y la gente se encerró en sus casas con un terror profundo. Mi abuelo recuerda que, ante esta situación, lo primero en lo que pensó fue en sus hijos:
"Cuando tienes niños pequeños, es necesario saber cómo los vas a llevar adelante en sus vidas, en sus estudios, con sus amigos".
La incertidumbre en la que vivían hacía complicada la crianza de los hijos. No se sabía si sus amiguitos eran parte de familias que apoyaban el golpe, o si podían decir algo que los pusiera en riesgo.
Eso, junto con la situación laboral complicada que vivían en una universidad completamente militarizada, obligó a mis abuelos a pensar en el exilio. El proceso de salir del país fue difícil, pero para 1975 mi familia partió rumbo a Italia.
Como consecuencia de la brutalidad de la dictadura, mi abuela expresa con tristeza que las universidades fueron desmanteladas. La educación dio varios pasos atrás durante esos años, y aún no se ha recuperado: el gobierno de Pinochet suprimió las escuelas normales y dio el control de los programas educativos a las municipalidades.
Así fue eliminada cualquier posibilidad de una estrategia educativa nacional comandada por el Ministerio de Educación.
Mis abuelos dan el ejemplo de lo que sucedía en la educación, porque fue la más cercana a ellos, pero la dictadura tuvo repercusiones gigantescas sobre todas las instituciones del Estado chileno.
Cuando mis abuelos regresaron de Italia con dos hijos adolescentes y una hija pequeña nacida allá, se encontraron con un país profundamente distinto al que existía antes de 1973. Hoy, 50 años después del golpe, a pesar de algunos cambios políticos significativos, falta mucho por hacer. El ejército chileno ha quedado impune en gran medida.
"Todos vamos al Museo de la Memoria, quedamos conmovidos, pero muy pocas personas hacen algo para que cambien las cosas", dice mi abuelo. Mi abuela, con preocupación, dice que "nos cambiaron el país, y se va a demorar demasiado tiempo en ser otra vez el Chile que conocíamos". Para mis abuelos, el miedo causado por la dictadura sigue ahí.
La vida ha dado montones de vueltas. Mis abuelos y yo somos afortunados de poder disfrutar de un desayuno exquisito en un lugar que hace 50 años se cubrió de negro. Pero es necesario recordar lo que pasó para pensar en el mundo que queremos construir.
Las nuevas generaciones tenemos el deber histórico de escuchar los testimonios de nuestros abuelos para conocernos a nosotros mismos. Esta historia y la de millones de chilenos nos enseña que, a pesar de los grandes problemas que hemos vivido en nuestras democracias latinoamericanas debemos profundizar y alentar la participación política de la población para asegurar un futuro más libre e igualitario.
–Mamá– dijo el niño– ¿qué es un golpe?
–Algo que duele muchísimo y deja amoratado el lugar donde te dio.
El niño fue hasta la puerta de casa. Todo el país que le cupo en la mirada tenía un tinte violáceo.
Una historia de autoexilio
A 50 años del golpe de Estado en Chile
Una historia de autoexilio