El sonido de los helicópteros sobrevuela el teatro, a lo lejos se escuchan patrullas, el público se enrarece, mientras en el escenario oímos la narración de crímenes, feminicidios, jóvenes desaparecidos. Esa noche en que se presentaba la obra “Zorrúbela” en el país de El Salvador, su presidente Nayib Bukele, traslada los primeros 2,000 jóvenes presos a la mega cárcel con capacidad para 40,000 prisioneros, construida especialmente para las pandillas de los “Maras”.
Ante la ola de violencia que vivía el pueblo salvadoreño principalmente por los “Maras”, el presidente decretó “el estado de excepción” que significa que la policía o el ejército te puede detener por solo parecer sospechoso, ser encarcelado y después iniciar un proceso judicial. Esto dio como resultado, después de casi un año de dicho decreto, el arresto de más de 60,000 mil personas, en su mayoría jóvenes tatuados, pertenecientes a los “Maras”, aunque también van jóvenes inocentes y opositores al régimen sin ningún respeto a los derechos humanos.
La obra se presentó en el marco del Festival Internacional de Suchitoto, un pueblo mágico salvadoreño y en la capital, en la Universidad Centroamericana, dirigida por Jesuitas, en el auditorio Ignacio Ellacuría, llamado así en honor al Rector asesinado por “los Escuadrones de la Muerte” en los ochenta, cuando el país sufría de su guerra civil, donde desaparecieron miles de jóvenes y asesinaron mujeres y niños, por lo cual el tema de la obra impactó profundamente en el público que aún carga con ciertas heridas abiertas, que en momentos, quizás se identificó con la heroína, una vengadora; pero también entendieron del perdón, del amor y de la esperanza.
En una parte de la obra llega la epifanía para Zorrúbela y quizás para el pueblo salvadoreño, cuando se escucha en voz en off a Rosario Ibarra de Piedra, luchadora social en nuestro México de los setenta, a quien le desaparecieron un hijo, pero aún se ve su luz: “Como madre de un desaparecido, no quiero venganza… mi padre me enseñó a no albergar rencor en mi corazón; no hay cansancio cuando el amor está encima de la indignación… Nuestras huellas se quedaron para siempre… en cada lugar que pusimos el corazón esperando rescatar con vida a nuestros hijos.”
No hay un telón que cerrar, la gente aplaude de pie, entre ellos Don Ricardo Cantú, el embajador de México en El Salvador, que apoyó para que la obra se pudiera presentar, así como Andreu Oliva, Rector de la universidad; el público salvadoreño se expresa al final, se hace un diálogo con dolor, pero desde el amor y la empatía de dos pueblos latinoamericanos que se refleja en la obra de teatro. Al final de la obra, me pregunto si el presidente Bukele, se identificaría con Zorrúbela, al vengar a su pueblo dolido por los “Maras”, y si algún día le llegará la epifanía de los derechos humanos.