Celebro que Ernesto Zedillo, tras haber guardado silencio a lo largo de todo el sexenio, haya salido a defender lo que ahora está claro que empieza a perderse: la democratización de la que él fue un personaje clave.
Decidió abrir realmente esa puerta, en tanto que Salinas, tras su crisis de legitimidad por el fraude de 1988 (cuando Bartlett y AMLO eran parte del PRI tramposo), decidió ir abriendo el sistema político, pero más simbólica que realmente.
Creó el IFE, pero bajo control del gobierno y del PRI. Lo mismo pasó con la Comisión de Derechos Humanos. Salinas reconoció algunas derrotas como jamás se había hecho, pero sólo a favor del PAN.
Cuando murió Colosio, el único que era parte del equipo salinista que cumplía los requisitos legales para ser candidato era Zedillo, que no había contemplado ni buscado la presidencia. De hecho, llegó a ella con titubeos y temores obvios.
Y le tocó la crisis de 1994, dado que Salinas rompió una regla no escrita del régimen; devaluar el peso antes de dar paso al siguiente presidente. Pese a lo cual logró sacar adelante la economía y terminó con un crecimiento promedio del 3.5 % (y una popularidad cercana al 60 %).
Cuando ofreció una democracia auténtica en 1994, yo le creí y lo plasmé en un libro (Jaque al Rey, 1995), pues me pareció que, por un lado, no era un enfermo de poder, ni un priista de hueso colorado. En cambio vio el riesgo de que otro triunfo forzado del PRI podría provocar una nueva crisis de fin de sexenio como la que él vivió.
Decidió por tanto aceptar una real democracia electoral. Con la reforma de 1996 separó al IFE del gobierno, nombró a tres consejeros que resultaron ser los más imparciales (más que los del PAN y del PRD) según estudios que hizo el ITAM. La esencia de esa reforma fue que ninguna fuerza política pudiera cambiar la Constitución por sí misma, y por eso puso como tope 300 de 500 diputados (60 % de curules). Reforma hoy traicionada y violada por Morena y sus lacayos en el INE y el TEPJF.
Reconoció triunfos no sólo del PAN sino también del PRD. Como consecuencia de la reforma, el PRI perdió la capital y la mayoría absoluta en la Cámara Baja, además de muchos estados. Y dejó el terreno despejado para una alternancia política, la primera de nuestra historia de forma pacífica.
No idolatro a Zedillo ni desconozco cosas que no hizo bien, pero estoy seguro de que los historiadores del futuro lo colocarán en un buen sitio (aunque no al lado de Juárez).
En contraste, AMLO ambicionó el poder desde siempre y fue tenaz hasta conquistarlo, lo que refleja su enfermizo apego por él. Pero además, mostró desde hace mucho su desprecio por la democracia (aunque pocos se percataron de ello).
Y precisamente, a eso le dio gran importancia en su gobierno, golpeando sistemáticamente la arquitectura democrática hasta lograr tener todo para demolerla (en eso estamos).
Por lo cual, estoy seguro de que los historiadores del futuro lo pondrán en un sitio muy bajo, incluso más que a Echeverría y López Portillo. Aparecerá como el destructor del mejor intento democrático que hemos tenido en nuestra historia.
Zedillo, al no tener esa ambición enfermiza del poder, aceptó el triunfo de Fox y de inmediato lo dejó gobernar, sin interferencias. En cambio, aunque los obradoristas están seguros de que AMLO hará lo mismo (pues no lo conocen) muy probablemente intentará seguir influyendo tanto como sea posible.
Para los enfermos del poder, éste es adictivo, y no lo dejan si pueden evitarlo. Y si lo pierden caen en una profunda depresión, como podría ocurrirle al actual demagogo de Palacio.
Analista político.
@JACrespo1